El color de la decisión. Beatriz Navarro Soto
acudiría a una reunión con un posible cliente. El Rincón era un bar, que según le comentaron, muy conocido tanto por la atención que brindaba como por la reputación de su dueño. Al parecer era un hombre menor de cuarenta años, guapo, mujeriego y, para él, el bar lo era todo. Un conocido le había dado el dato de la remodelación que le harían al lugar, y Bárbara había logrado concertar una entrevista.
Llegó un poco retrasada a la hora dispuesta, aunque no había nadie para recibirla. Mientras esperaba a que alguien apareciera, observó el salón con una decena de mesas de madera repartidas en el centro; al costado derecho de la entrada principal se encontraba la barra de madera rústica; y al costado izquierdo había cinco boxes con butacones dispuestos de forma íntima para grupos más grandes. En el rincón izquierdo, al fondo, se podía divisar un sector de karaoke que tenía acceso a una escalera de fierro en forma de caracol que conducía a un salón privado en el segundo piso. El bar estaba iluminado con letreros de neón, lo cual agregaba color al lugar y a sus murallas decoradas con imágenes de grupos de rock. Imaginó cómo darle un aspecto más vanguardista a aquel espacio. Sacó su equipo fotográfico para tomar algunas imágenes que le permitirían presentar un fotomontaje con la propuesta del diseño, todo esto, en el caso hipotético de que quisieran sus servicios.
Se llamaba Cristóbal Araya y sus fuentes habían estado en lo correcto. Era muy apuesto; 1.80 de estatura; de contextura delgada con buena musculatura, pero sin excesos. El pelo desarreglado color miel le daba un aspecto de músico country. Los ojos tenían un color grisáceo y la nariz era un tanto dispareja debido a una curva sutil en la punta que se adaptaba a la composición de su rostro. Los labios gruesos estaban rodeados por una barba del mismo color del cabello. Tenía apariencia despreocupada y eso le daba el semblante de chico malo. Se quedaron observando mientras él se acercaba. Bárbara no titubeó ante la mirada y esto produjo más ansiedad en Cristóbal por conocerla. Era una mujer que, a simple vista, medía 1.70 de estatura, delgada, pero con sus curvas definidas. Tenía el look relajado y simple, pero de muy buen gusto. Llevaba pantalones negros ajustados que permitían apreciar su silueta; una polera blanca y una chaqueta de corte a la cadera que combinaba con sus botines color mostaza. Pero los labios habían sido todo un descubrimiento para él. Eran del grosor que lo volvía loco por lo carnudamente perfectos. Cristóbal decidió que quería probarlos.
Finalmente, ella rio ante su insistente mirada a sus labios, por lo que hizo un gesto con el dedo, dirigiéndolo desde su boca a sus ojos.
—Me siento como una pechugona con escote sobresaliente —le confesó.
—Un par de senos grandes nunca están demás, pero los labios —los miró fijamente—, ese rasgo me encanta en una mujer y los tuyos me fascinaron. —Se acercó seductoramente a saludarla—. Tal vez podrías dejarme probarlos un poco —ella hizo un gesto con la boca para desestimar lo que estaba pidiendo—. Y si te animas, podría morderlos en el proceso.
Ella lanzó una carcajada.
—Definitivamente no me animo. ¿Qué tal si hablamos de trabajo?
—Tenías pinta de ser más juguetona.
—Las apariencias engañan.
Cristóbal se acercó a Bárbara rompiendo todo protocolo social con su proximidad.
—Si te doy el trabajo, ¿aceptarías salir conmigo?
—No mezclo el trabajo con el placer. Pero si no me lo das, perderías una excelente propuesta de remodelación.
—Y no queremos eso, ¿verdad? —le dijo sin despegarle la vista de los labios.
Bárbara sonrió. Algo había en él que le causaba cercanía.
—Si te doy un beso de consuelo, ¿podríamos dejar este coqueteo y me dices qué quieres hacer?
—Trato hecho —le tendió la mano.
Bárbara le tomó la cara entre sus manos y le dio un pequeño beso. Antes de que él comenzara a devorarla, ella se retiró.
—Eso no se hace —protestó él.
—Si te di un beso es porque no estoy interesada en ti. Aunque entiendo si no quieres que trabajemos.
Ambos se quedaron mirando apoyados en la barra.
—Me voy arrepentir de darte el trabajo —le afirmó—. Va a ser difícil trabajar con esos labios tan cerca y sin poder morderlos. —Se enderezó para comenzar a hablar—. Pedí referencias sobre ti y me metí a tu página. Me gusta tu trabajo, preséntame una propuesta y el costo. Te voy a mostrar las murallas donde quiero cambiar las imágenes. En algunas quiero gigantografías y en otras, cuadros con marco grueso. —Se volvió acercar—. ¿Estás segura de que no quieres salir conmigo?
Ella reconocía que la desfachatez era un rasgo que admiraba en los seductores. Eso los posicionaba como hombres que no se andaban con rodeos. Pero ese tipo de hombres nunca fueron su tipo.
—Segura, pero podemos ser excelentes amigos, ¿qué te parece?
—¿Amigos con ventaja?
—No, pero si alguna vez necesito a un amigo para entretenerme, seguro acudo a ti.
Por ahora a Cristóbal le satisfacía la respuesta. Siguieron recorriendo el bar mientras ella tomaba nota.
El viernes por la tarde, Bárbara estaba seleccionando las imágenes que utilizaría en la remodelación del bar El Rincón. Se había comprometido a que en un mes las tendría instaladas y el plazo expiraba en tres días. Había sido un mes provechoso, laboralmente hablando, y eso la tenía entusiasmada. Esa tarde se quedaría a cortar lienzos y a armar los cuadros que iría a dejar al otro día temprano. Las imágenes se veían bien y con los marcos destacaría aún más la composición. Fue a buscar uno para limpiar el vidrio antes de hacer el montaje, pero sin darse cuenta, tropezó y al caer apoyó las manos sobre una gran cantidad de vidrios. El sonido, producto del desmoronamiento del material, hizo que la dueña de la casa telefoneara a Bárbara para saber qué ocurría. Con las manos ensangrentadas, le respondió que se le quebraron unos cuadros decorativos, pero que no era nada de cuidado. Cuando colgó, se concentró en el vidrio incrustado que tenía entre el pulgar y la palma de la mano izquierda. Sin saber si estaba haciendo lo correcto, aguantó la respiración y lo sacó lentamente. La herida, al igual que los pequeños cortes en ambas manos, no paraba de sangrar. Con mucha dificultad se estaba tratando de limpiar las manos en el baño cuando escuchó que tocaban la puerta. Pensó con alivio en Laura y cubriéndose con una venda fue a abrir.
Laura desorbitó los ojos al ver la cantidad de sangre que empapaba las vendas de ambas manos.
—¿Qué te pasó? —le preguntó con espanto—. Dios, mira toda esa sangre. Tenemos que ir a una clínica, Bárbara.
—Tranquilízate, es solo sangre —le quitó importancia mientras caminaba hacia el baño seguida de Laura—. Si me ayudas podemos cerrar las heridas sin problemas. Alcánzame los puntos adhesivos.
—¿Dónde están?
—En el botiquín. También saca alcohol, algodón y gasa, por favor.
Bárbara comenzó a descubrir la mano izquierda cuando escuchó el ensordecedor gritó de Laura.
—No grites —le solicitó Bárbara con irritación.
—Se te ve la carne —evidenció Laura, alejándose de ella.
—No seas cobarde —le protestó—. Ayúdame a apretar para limpiarla y poner los puntos adhesivos.
—Esto lo debe hacer un médico, Bárbara. Además, la herida puede estar infectada. —Hizo un gesto para rechazar la idea—. Olvídalo, yo no quiero curarte.
La tarde no podía ir peor —pensó Bárbara—. Con todo y el dolor que sentía, encima tenía que tolerar la histeria de su amiga.
—Está bien, yo lo hago, pero pásame lo que te pida. —Estaba buscando un algodón para untar alcohol cuando vio que Laura les sacaba una foto a sus