El color de la decisión. Beatriz Navarro Soto
de sus expresiones, cómo cada uno encontraba la forma de hablarle a su conciencia, intercambiando opiniones que solo servían para calmar su espíritu. Se sentó, observó el mar y las olas que rompían a un compás melódico. Comenzaba a hacer frío, pero le encantaba controlar el estremecimiento que sentía cuando el aire susurraba en sus oídos. Aquello la hacía sentir más viva que nunca.
Camino al departamento pensó en JP. Había sido atento con ella desde que acordaron una tregua para convivir en paz. Se sintió conmovida por sus atenciones y sorprendida de que pudiese mostrarse tan cercano con alguien que no conocía. Al parecer era un rasgo de familia, pues también lo había notado en su hermana. Laura le reveló que salía con amigas, pero con ninguna mantenía algo serio. Aunque tampoco se lo había asegurado. Cuando llegó al departamento, JP fue quien abrió.
—¿Dónde estabas? Laura me dijo que saliste hace más de dos horas.
Y ahí estaba él, preocupándose por una desconocida. No sabía cómo abordarlo, lo más fácil era burlarse.
—Salí a caminar, papá. No llevé el celular porque —levantó las manos vendadas evidenciando la burla— como verás no puedo usarlo.
JP sonrió y la tomó del brazo para que entrara.
—¿Dónde está Laura? —preguntó Bárbara.
—Salió con unas amigas.
—No me dijo nada cuando salí.
—Ah, la voy a sermonear por no haberle dicho nada a la mamá sobre su salida. —Sonrió al ver la expresión de Bárbara—. Me iré a cambiar, vuelvo en seguida —le anunció.
Bárbara cayó en cuenta de que era sábado y probablemente JP tenía planes. Cuando lo vio regresar, se anticipó a decir camino a la habitación de invitados:
—Me voy a mi departamento. Ya comí, no te preocupes.
Se dispuso a ir por su bolso entretanto JP la observaba de soslayo mientras revisaba la correspondencia. Bárbara trató de apurarse, creyendo que esperaba que recogiera sus cosas. Fue al baño que compartía con Laura para recoger sus útiles de aseo. Estaba tratando de manejar la situación de cómo tomaría el cepillo de dientes para ponerlo en el bolso, cuando vio a JP que se apoyaba en el marco de la puerta con los brazos y pies entrecruzados. Estaba descalzo, lo cual le pareció extraño; vestía unos jeans con una polera azul estampada con un logo publicitario.
—No te detengas, por favor —le dijo JP—. Me gustaría ver cómo abres el cierre de tu bolso y metes el cepillo de dientes.
Bárbara entornó los ojos y añadió una mueca de burla. Se quedó pensando, luego se agachó, tomó el cepillo con la boca y balbuceando se dirigió a él:
—Estoy lista.
JP meneó la cabeza.
—Nunca pierdes, ¿verdad? —La agarró de la cintura y le bajó el bolso del hombro. Le quiso quitar el cepillo de la boca, pero ella lo agarró con los dientes. No se esforzó esta vez, solo le hizo cosquillas para que lo soltara—. No te vas a ir. Además, no tengo ningún plan. Solo quiero descansar y beber algo. —La acompañó al sillón para que se sentara, pero antes de servirse un whisky añadió—: A pesar de que me encanta discutir contigo, créeme, se ha convertido en uno de mis pasatiempos favoritos, ¿podríamos intentar no agredirnos verbal ni físicamente?
Bárbara recordó el puntapié y sintió un poco de vergüenza. Con un gesto de análisis exagerado le respondió:
—Puedo intentarlo, pero tú me lo haces difícil, ¿sabes?
Sonrieron y JP caminó en dirección al bar.
—¿Quieres algo de beber?
—Una copa de vino estaría bien.
JP se sirvió un vaso de whisky y descorchó un vino. Le sirvió una copa con una bombilla para que no tuviera problema en tomarlo. Llevó ambos tragos hasta la mesa de centro, pero antes de sentarse, se dirigió al baño de invitados en busca del botiquín para las curaciones.
Cuando volvió, Bárbara le preguntó:
—¿Siempre eres tan atento con las amigas de tu hermana?
Él movió la boca en un gesto de estar meditando la respuesta.
—No, tú eres un caso especial —le dio una mirada seductora que la dejó sin aliento.
Cómo era posible que un hombre así siguiera soltero —se dijo Bárbara—. Algo malo debía tener, de otra forma, no se justificaba que todo ese atractivo se desperdiciara un sábado por la noche.
—¿Estás bien? —le preguntó extrañado—. Te quedaste muda.
—Estoy bien —le respondió y apartó la mano para no seguir en contacto con él.
A JP le pareció tierno el nerviosismo que mostraba y deseó besarla, pero se contuvo y le tomó nuevamente la mano para seguir revisándola.
—¿Por qué no me cuentas cómo se conocieron con mi hermana? —La miró con desconfianza y enarcando las cejas añadió—: La verdad.
—¿Qué fue lo que ella te dijo?
—Que se conocieron en la playa, se sentaron y comenzaron a hablar. Luego la invitaste a desayunar y el resto ya lo recordarás.
Bárbara sonrió cuando recordó su encontrón en el vehículo.
—Te dijo la verdad. La razón del porqué nos sentamos en la playa a hablar, está bajo secreto de confesión. —Esperó unos segundos para continuar—. Tiene veinticuatro años, Juan Pablo…
—JP —le corrigió.
Sonrieron.
—Bueno, JP. Que tu hermana tenga veinticuatro significa que es una mujer adulta con la facultad de decidir si quiere o no involucrar a su hermano en sus problemas amorosos...
—¿Alguien le hizo algo? —preguntó con seriedad.
—Deja de preocuparte, no le hicieron nada que amerite armar un escándalo por eso. —Pensó que se veía tierno cuando se mostraba preocupado—. Tu hermanita está bien. Es un poco capullito, pero ya se le va a pasar.
—No quiero que se le pase y no me gusta hacia adonde va dirigido su secreto de confesión.
—Es tu problema y ya me hiciste hablar mucho, cambiemos el tema. ¿Cómo estaba tu paciente?
Con resignación se concentró en lo que Bárbara le preguntaba.
—Está bien —le informó mientras la curaba—. Es una jovencita a la que llevo tiempo tratando. Tuvimos que intervenirla por una curvatura en la columna, se llama escoliosis idiopática adolescente. El problema es que la de ella era muy pronunciada y el potencial de crecimiento aún era bastante alto. Eso significaba que la curvatura también iba a crecer, ahí estaba el riesgo...
—Pareces médico cuando hablas —intervino Bárbara.
—Ah, disculpa mi poca educación. Me llamo Juan Pablo Camus y soy traumatólogo infantil —le guiñó el ojo.
Bárbara soltó una carcajada que lo dejó concentrado en su rostro por unos segundos. Aquello la puso nerviosa y se precipitó a hablar de cualquier cosa para no concentrarse en cómo la observaba.
—Me di cuenta de que tienes muchos dibujos —señaló la muralla—. ¿Son de tus pacientes?
JP dejó el ensimismamiento en ella y miró el muro donde tenía el collage de dibujos.
—Sí, pronto tendré que ampliar la galería. —Terminó de vendar las manos.
—¿Es muy difícil trabajar con niños?
—Mmm, es más difícil trabajar con adultos. En un niño lo que más cuesta es que confíen en ti, pero cuando llegas a esa parte, el resto no es complicado. —Bebió su whisky—.