El color de la decisión. Beatriz Navarro Soto

El color de la decisión - Beatriz Navarro Soto


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mostraba acongojada.

      —Muchas gracias por tu ayuda —le espetó Bárbara—. Ahora, si fueras tan amable de dejarme sola.

      —Tal vez sea bueno que yo me quede —intervino Laura—. No vas a poder valerte por ti misma con esas heridas.

      JP estaba disimulando el dolor del puntapié cuando se le ocurrió que no había mejor forma de vengarse de ella que llevándosela a su casa. Además, quería hacerlo, por Dios que quería bajarle los humos.

      —Prepárale un bolso, se irá con nosotros —le ordenó a Laura en tanto ordenaba sus cosas.

      Bárbara comenzó a reír sin ganas.

      —No me iré contigo, olvídalo. Laura no le hagas caso.

      JP le hizo un gesto a su hermana para que hiciera lo que le decía, pero Laura no sabía qué hacer y optó por marginarse.

      —No quiero estar en medio de esta discusión. De cualquier modo quedaría mal ante ustedes. Esperaré en el auto a ver qué deciden. —Se marchó.

      Bárbara quedó en posición rígida esperando que JP hiciera algo, pero vio que él se sentaba en la silla.

      —¿Qué haces, por qué no te vas a tu casa? —le preguntó con impaciencia—. Tu hermana te espera. —Luego de un rato de aguardar una respuesta, continuó en un tono agradable—: JP, ¿verdad?

      —Para ti es Juan Pablo —le aclaró.

      Bárbara puso los ojos en blanco, pero continuó con la idea.

      —Ok, Juan Pablo —pronunció con ahínco—. Gracias, dame la cuenta de lo que te debo y déjame sola. Puedo cuidarme.

      JP la observó tratando de descubrir qué la hacía irresistible para él.

      —En serio —añadió Bárbara casi en súplica, pero seguía sin tener respuesta de él.

      Se sentó frustrada en el sillón a esperar que se fuera, pero con el paso de los minutos comenzó a cansarse y pronto se durmió.

      JP se levantó y la cargó para llevarla al auto.

      Cuando despertó estaba en una cama que no era la de ella. Miró alrededor de la habitación y no le pareció conocida. Pero lo que la sobresaltó, fue verse vestida con un pijama que tampoco era suyo. Cuando recordó lo que había pasado, se levantó a toda prisa y fue a abrir la puerta. Estuvo tratando por cinco minutos, pero el exceso de vendas que cubrían sus manos, al parecer a propósito, no le permitían salir. No desistió y continuó intentándolo.

      JP estaba al otro lado sonriendo al escucharla maldecir. Cuando los improperios se volvieron más apremiantes, comenzó a reír. Bárbara lo escuchó.

      —Eres un abusivo, Juan Pablo. Abre la puerta, ¿qué me diste ayer?

      —Seguro, lo haré en —vio su reloj deportivo— unos quince minutos.

      —¿Y por qué vas a abrirla en quince minutos?

      —Porque no quiero antes.

      Bárbara comenzó, nuevamente, a patear y maldecir. Luego se cansó y comenzó a llamar a Laura.

      —Salió a correr o por lo menos esa era su intención, algo que debo agradecerte —le dijo JP con cinismo—. Muchas gracias por cuidar de mi hermana. —Con una sonrisa apoyó la frente en la puerta y añadió—: ¿Qué quieres desayunar?

      Al no escuchar réplica, se extrañó y abrió la puerta. La vio sentada en la cama con una mirada de cansancio.

      —No quiero seguir peleando —admitió Bárbara—. Además, tengo hambre.

      JP se acuclilló frente a ella, sonriente.

      —Vamos a tomar desayuno y luego te reviso las heridas, ¿está bien?

      Bárbara lo miró con frustración, porque con todo lo guapo que era, también tenía una sonrisa seductora. Asintió.

      A pesar de cómo comenzó el sábado, las cosas se calmaron durante el día. Bárbara había aceptado que necesitaba ayuda, y JP que quería ayudarla. Disfrutaron del desayuno y el almuerzo, aunque la conversación siempre se centraba en Laura. Durante la tarde, JP anunció que debía salir a ver una paciente, pero que no llegaría tarde. Aquello le dio más libertad a Bárbara para inspeccionar el departamento. Era de unos 130 metros cuadrados y se encontraba en el séptimo piso de un edificio de diez. El extenso living comedor contaba con una luz espectacular, producto de la cantidad de ventanales que daban al balcón. En el living destacaban tres sillones de cuero, color ceniza, acompañados de una lámpara de piso y una mesa de apoyo al costado. Una hermosa mesa de madera de caoba, combinaba muy bien con la mesa del comedor, que tenía una base también de caoba, pero su cubierta era de vidrio templado. La complementaban las seis sillas de un tapizado café oscuro, sin diseño. La cocina quedaba a un costado de la puerta de entrada y era más larga que amplia, pero tenía todos los artefactos eléctricos necesarios para que la vida de una persona fuera más simple. Había tres habitaciones alrededor del salón, la de JP era la más amplia, con baño y acceso al balcón. El decorado del departamento era simple y los colores que predominaban eran los negros, cafés y blancos. Sobre una repisa, cercana al bar, había fotografías de Laura, JP y su tercer hermano, quien compartía con JP el rasgo de los ojos almendrados color ámbar. También había una fotografía que rememoraba su infancia, donde aparecían sus padres sosteniendo a Tomás y a Laura mientras que JP estaba al lado de su madre con una expresión solemne. Cerca de la habitación principal, había una muralla destinada para dibujos que, por los mensajes, debían ser de pacientes que parecían tenerle mucho cariño al doctor. Ella no se lo imaginaba con niños, aunque a esas alturas, no quería imaginárselo en ningún ámbito debido al problema que prometía ser.

      Más tarde, Laura y Bárbara se sentaron en el balcón y bebieron cerveza entretanto conversaban sobre sus respectivas familias. Laura se enteró de que el padre de Bárbara había fallecido cuando era pequeña y sus recuerdos eran escasos, por lo que no solía hablar de él. Su madre era una profesora jubilada, que disfrutaba viajando con sus amigas gracias a los beneficios de tarifas rebajadas que el Servicio Nacional de Turismo le daba al adulto mayor. Mantenía una buena relación con Bárbara, aunque no eran muy cercanas. Luego le habló sobre sus hermanos. Juan, el mayor, tenía cuarenta años y era abogado. Estaba casado con Andrea y tenía dos hijos, Camila de cuatro años y Julio de siete. Con pesar le confesó que no los veía con frecuencia, debido a la mala relación con su hermano. Cuando Laura le preguntó la razón, Bárbara le respondió que Juan siempre había querido ejercer un rol paternal y autoritario, cosa que ella no permitió. Pese a todo trataban de mantener la fiesta en paz cuando se veían, por respeto a su madre. Berta, su otra hermana, era contadora auditora. Llevaba una relación de siglos con Álvaro, pero sin hijos porque suponían para ella un estancamiento en el ámbito personal y laboral. Con ella la relación era más cercana, aunque tampoco rozaba los límites de la amistad. Continuó platicándole de su época de estudiante y de todas las anécdotas que recordaba con cariño de aquella etapa. Laura, por su lado, le complementó la historia de su familia, comentándole que su madre se llamaba Patricia, era asistente social y en la actualidad directora de una fundación cuyo objetivo era conseguir fondos para proyectos en zonas vulnerables de la décima región. Su padre se llamaba Alejandro, traumatólogo y cirujano ortopedista, trabajaba en el hospital de Puerto Montt y tenía una consulta privada en Puerto Varas. Ambos eran oriundos de Santiago, pero habían decidido mudarse cuando su madre quedó embarazada de JP. Le dijo que eran una familia numerosa, pero que, lamentablemente, ninguno de sus abuelos estaba vivo. Cuando terminaron de hablar, ya eran las 18:00 horas y Bárbara decidió ir a dar un paseo a la playa para reemplazar el trote.

      Durante la caminata, se comunicó con Cristóbal para ponerlo al día sobre lo acontecido. Él le ofreció cuidarla en su departamento, pero cuando supo que no conseguiría una respuesta positiva a su desinteresado ofrecimiento, desistió y le dijo que pasara el lunes por el pub para que conversaran. Luego caminó por la orilla del mar, sintiendo el viento que le azotaba el rostro y pensando en lo placentero que sería fumar un cigarrillo en tardes como


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