Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
muebles de su casa de Santa Elena. En la planta baja, frente al comedor unas habitaciones muy lujosas, donde dicen que estuvo los tres días siguientes a la batalla de Waterloo. En el jardín se cultivan las rosas predilectas de Josefina y aseguran que son las mismas que los van renovando a medida que envejecen. Hay en un pabelloncito vecino tres carrozas llenas de recuerdos muy lujosos y con mil emblemas: el coche en que Napoleón hizo la desastrosa campaña en que Josefina vino de París inmediatamente después del divorcio. Me entré por el jardín y recogí una piedrecita al pie de un tilo centenario y unas hojitas de rosa de las de Josefina. Las rosas son las suyas, y la piedrecita, ¿no podría haber estado cerca de la desgraciada exemperatriz cuando esta lloraba su pena bajo aquel árbol de su jardín?
[13 de mayo]
Hoy subí a la Torre Eiffel. Me dio un miedo terrible porque yo tengo miedo a las alturas. ¡Y qué altura es aquella! Pongan ustedes cuatro cuadras paradas a ver si queda alto. Se sube por ascensor o por escalera. Pensé en subir por la escalera pero quedé aterrado al saber que tiene mil setecientos noventa y dos escalones. Subí por el ascensor, que se desliza por unos rieles con algunos engranajes, por un plano inclinado por entre una de las patas de la torre. En el primer piso, a cincuenta y ocho metros, ya cree uno que está más allá de las nubes.
Sigue al segundo (doscientos siete metros) y allí ya ve todo París, y distingue los altos edificios como casitas de pesebre; el Sena es un charquito largo, interrumpido por algo así como tablas (los puentes hasta de cincuenta metros de ancho). En el segundo piso ya toma el ascensor la dirección vertical y sube al vértice. De allí se domina todo París y sus alrededores: el bosque de Polonia, un rastrojito; la basílica del Sagrado Corazón y Notre Dame sobresalen como las iglesitas del mencionado pesebre. El resto de la ciudad se ve como un montón informe de tierra negra; el río como una cintica y los céspedes del jardín del Campo de Marte, como pequeños tapetes. Hace mucho frío y después de diez minutos de hacer fuerza y de ver a lo lejos (noventa kilómetros) bajé otra vez con el propósito de no volver a subir allí, desde donde se ven los automóviles como escarabajos. Esta noche, de seguro, sueño con esa infernal invención, y despertaré chillando.
En las horas de la tarde fuimos a ver al Dr. Moranx, el primer oculista de París y después de examinar a O. Manuel dijo que podía operarlo. Nos resolvimos a ello. La operación se hará el miércoles 22 y tendrá que estarse en la clínica unos diez días. Costará 8.000 francos y la clínica 120 diarios. No nos parece caro.
[14 de mayo]
Esta mañana me fui al Museo del Louvre con el fin de visitarlo en la mañana. No supe en la que me metí. Visitar este museo es obra de meses de paciencia. Después de tres horas de ver sepulcros de Faraones, de reyes fenicios y caldeos, estatuas de veinticinco siglos antes de Cristo, vasijas de tiempos remotos, capiteles de palacios de antes de Babilonia y en fin, piedras de todas las edades y de todas las civilizaciones del Oriente vecino; regresé al hotel cansadísimo sin haber visto un solo cuadro, ni una estatua reciente. Otro día u otros le haré otra envestida. En la tarde fui a ver algo más concreto y más familiar: la tumba de Napoleón en los Inválidos. Entrando de la Concordia en los Campos Elíseos y torciendo sobre la izquierda por entre el grande y el pequeño palacio, se llega al puente de Alejandro III (el más hermoso que hay sobre el Sena), pasado el cual llega uno a la Explanada de los Inválidos, ocupada hoy por una verdadera feria de cachivaches, prestidigitadores, adivinas de la suerte, ruletas, juegos de tiro al blanco, carruseles y mil entretenimientos. En el extremo sur está el palacio, rodeado de un pequeño foso. Se entra por ancha puerta al inmenso patio y en el centro se ve la estatua del príncipe Eugenio. Una gran puerta conduce al patio de honor, grande como una plaza, cuyos corredores están atestados de cañones viejos (objetos ya de museo) y de pinturas de batallas. A todo el frente está la Iglesia de S. Luis llena de sepulcros de grandes hombres y aun lado de la nave derecha, una piececita donde están algunos recuerdos de Bonaparte: el cajón de mármol verde, en que vinieron sus cenizas desde Santa Elena, la mascarilla en yeso del Emperador muerto, el paño mortuorio, las piedras que cubrían el sepulcro de Santa Elena, etc.
Saliendo de la capilla y tomando a la derecha se sigue un pasadizo hasta llegar detrás de la citada capilla y allí, en severo y hermoso templo está la tumba del gran hombre. El espectador queda colocado en el borde de una rotonda en cuyo fondo, a unos metros de profundidad, se ve el sarcófago, de granito rojo, rodeado a distancia de una galería cuyo techo sostienen nueve estatuas que representan diversos asuntos concernientes a la vida del Emperador. Al frente de la parte superior de la rotonda hay un altar hermosísimo con un Cristo de tamaño natural. El altar está sostenido por columnas retorcidas de mármol negro y blanco, sobre sócalo verde. Rodeando el altar se bajan unas escaleras de mármol blanco y se encuentra la puerta de la cripta que queda al centro de la rotonda; a lado y lado de la puerta dos estatuas de bronce tiene en las manos algo como urnas y sobre el umbral esta inscripción: “Quiero que mis cenizas reposen a la orilla del Sena, en medio de ese pueblo Francés que tanto amé”.7 Ya en la cripta se ven los bajorrelieves que adornan las paredes, todos muy significativos y en un lado el relicario que contiene el sombrero de Eylau (terror de los enemigos en el campo de batalla y que aún después de la muerte de Napoleón hacía palidecer de susto a Metternich, según dice Rostand), la espada de Austerlitz, el collar de la consagración imperial y el gran cordón de la legión de honor. Al salir de la cripta veo con más detenimiento el templo: en una esquina la tumba de José, en otra la de Jerónimo, en otra la de La Tour y en la otra, oigo decir que depositarán al mariscal Foch muerto hace poco más de un mes. Al salir son las seis. Vuelvo a la casa sin haber visto aún el museo de armas. No lo veré. Para museos estoy bueno, acordándome de que me faltan aún por ver los de Italia, los de España y los de Oriente. Quizá me retraiga algo en cuestión de museos.
[15 de mayo]
A pesar de mi propósito de ser parco en visitas de museos, esta mañana me fui al Louvre otra vez. Me metí directamente en la galería de pinturas y me estuve 3 ½ horas con la boca abierta ante tanto cuadro célebre. Las paredes están completamente cubiertas por los cuadros y la galería, en muchos trechos doble o triple, tiene tres o cuatro cuadras. Pude ver a mis anchas los cuatro cuadros más deseados, a saber: La Inmaculada de Murillo, La Gioconda de Vinci, La Fuente y La Lectora. El cerebro, los ojos y los pies se fatigan en aquel mar de cosas que se contempla; todos los pintores célebres, todas las escuelas, todos los tiempos. Además de los citados cuadros me llamaron especialmente la atención: Cleopatra con al áspid sobre el pecho, el autorretrato de Rembrandt, San Sebastián acribillado a flechazos, la coronación de Napoleón y un cuadro que representa a las mujeres sabinas poniendo paz entre los romanos y los sabinos. Predominan en este museo los motivos religiosos, los históricos y los mitológicos. Poco más hay de idea propiamente dicha. Pues mañana muy temprano iré a ver las esculturas. No me quedaba yo sin conocer la Venus manca. Y con esto terminé ya el Louvre, o más bien, me contentaré con lo visto.
En la tarde fui a ver la Feria de París, exposición industrial que se está celebrando en la puerta llamada de Versalles. Otro museo: allí está todo lo que se puede inventar. Máquinas que cosen, que bordan, que tejen; muebles de todos géneros; galerías enormes con solo licores y conservas; maquinaria, marmolería, química, electricidad, tapicería. Y no anduve sino un pabellón. Total que voy a comer; vuelvo al hotel y me acuesto rendido. Pero a medida que voy entrando en esta vida de París, voy cogiendo el mal tan conocido: “París y nada más”. Ya llevo diez días y creo que llegué ayer.
[18 de mayo]
Nada que merezca consignarse he hecho en los tres días que llevo sin escribir. Volví al Louvre a ver las esculturas y verdaderamente son preciosas. La Venus de Milo es la perfección del rostro y del busto. No se imagina uno cómo pudieron las gentes de esas épocas remotas darle esa expresión al mármol y sobre todo, representar los pliegues de un traje con la naturalidad con que esa estatua tiene el pedazo de tela que cubre la mitad de su cuerpo. El museo está lleno de otras esculturas más viejas y sorprendentes por su perfección, pero la Venus, colocada