Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
y con esta inscripción: “Aquí yace un soldado francés, muerto por la Patria”. Como ya es tarde, vuelvo al hotel y después de reposar un poco voy a ver lo que me tiene Pedro para almorzar. Todo bueno. Además todos los comensales del restaurante hablan español y estoy como en familia. A mi lado se sienta un joven que devora todo con apetito feroz. Pide la cuenta a una camarera bonita pero que no entiende el español, quien lo mira sonriente. Entonces el joven saca un billete de cien francos y dice: “¡Olé tu mare! A ver si entiendes el lenguaje de la peseta y dejas de mirarme con esos ojos que me tienen como palomino atontado”, y por ahí sigue enjaretando galanteos y gracias que yo le celebro. Es un andaluz perfecto y nos divierte a todos un rato con su pintoresco lenguaje. “¿Cómo quieren que pague en gabacho una mardita sea cena de arroz a la valenciana?”, agrega el chulo con donaire, mirando a todo mundo.
En la tarde he paseado más: he ido al almacén del Louvre, el más grande de París, pero no he entrado; conocí el Sena y divisé de lejos la Torre Eiffel. He formado el propósito de no emprender visitas a museos, monumentos, teatros, etc. sin formarme antes una idea en globo de París y de la manera de andar en él. Así, pasaré la semana vagando.
[10 de mayo]
Lo que más he procurado saber pronto es la manera de viajar en París. A pie, anda uno dos horas y no avanza un centímetro en el mapa; pero es la forma más indicada para conocer la ciudad. Mas, si se quiere ir a un punto determinado y está lejos, los vehículos (autos, ómnibus, tranvías, etc.), no sirven porque en cada esquina se demoran esperando el turno para pasar. Por eso se ha construido el ferrocarril subterráneo, llamado Metropolitano, red que extiende sus líneas por todos los puntos de la ciudad abarcando las principales vías, y atravesando numerosas veces por debajo del Sena. Hay en servicio una extensión de algo más de cien kilómetros. En todas las líneas, más o menos a quinientos metros de distancia una de otra, hay estaciones, a donde se baja por escaleras amplias de cemento; complicados pasadizos y salones contienen ventas de tiquetes, planos del ferrocarril, indicaciones con nombres de las estaciones a donde se debe ir y flechas que indican al viajero cuál es la dirección que debe tomar. Luego se baja a un andén y allí está el tren, de cinco carros (cuatro de segunda y uno de primera), o llegará dentro de dos minutos. Al otro lado del andén, hay otro para los viajes en dirección opuesta. En cada estación, el tren demora unos pocos segundos y el viajero puede leer el nombre del lugar donde está, escrito en varios puntos de los muros en letras grandes; y como en lugar visible del carro lleva un croquis de la línea, puede muy bien saber qué le falta para llegar y prevenirse para bajar rápidamente en el lugar de su destino. Como muchas veces la línea no lo lleva directamente, hay lo que llaman “correspondencias”, esto es: que puede uno llegar por cierta línea a una estación y allí tomar otra en distinta dirección, y cuando le convenga bajarse y tomar otra. Así se puede andar a París por debajo de la tierra con un tiquete que le costó 0,60 francos, es decir, como dos centavos. Entre una estación y otra gasta el tren un minuto. Una mañana de estas tomé una línea y fui dieciocho minutos hasta la puerta de Saint Cloud; había andado dos leguas. Otras dos de regreso fueron cuatro… por dos centavos. El manejo del Metro, como le dicen aquí, es muy complicado, pero yo con mi mapa y gastándole tiempo, ya lo manejo regularmente. Hoy me di el lujo de hacer como cuatro correspondencias para ir hasta Bastilla. Me he pasado, pues, estos cinco días de París, haciendo ensayos y aprendiendo a vivir. Por el momento ya sé trasladarme con comodidad a cualquier parte, tengo buen restaurante y un cuarto situado a una cuadra de los grandes bulevares, es decir, en el corazón de la ciudad.
[11 de mayo]
Aunque, como dije, no me he puesto a ver nada de cerca, sí he visto mucho en globo: la plaza de la Concordia con su obelisco, traído desde Egipto en 1836 por Luis Felipe y erigido en el punto donde fueron guillotinados4 los reyes y algunos miles (3.000) de sus vasallos (entre ellos, Carlota Corday); los Jardines de las Tullerías, de indescriptible grandeza; allí mismo, la plaza del Carrusel que está abarcada por el palacio del Louvre, edificio soberbio que forma como una enorme U cuyos brazos tienen tal vez ocho o diez cuadras; la estatua de la República y el gran monumento de la Bastilla. También fui al pie de la Torre Eiffel el más alto y más famoso de todos los monumentos del mundo. No la describo porque, ¿quién no ha visto alguna estampa que la represente? Es toda de hierro y sus cuatro patas, que están distantes como una cuadra una de la otra, se apoyan en fortísimas columnas de cemento. Tiene trescientos metros de altura (casi cuatro cuadras) y se sube a ella por ascensores y escaleras.
Hoy, después de almorzar, comencé mis visitas en regla, por el cementerio del Pére La Chaise. Eso no parece un cementerio sino un pueblo cuyos habitantes viven encerrados; tiene barrios, calles y plazas. Ni riesgo de recorrerlo todo,5 pero en gran parte lo hice y sobre todo llené el antojo de conocer la tumba de Abelardo y Eloísa, historia cuya antigüedad la hace creer fantástica, y había leído ya tantos años hace. Las cenizas de los dos amantes reposan en una misma sepultura y sobre el mausoleo están sus estatuas yacentes y con las manos en actitud de adoración. Ambos visten hábito religioso. Una inscripción de un lado dice que Pedro Abelardo escribió una obra que fue condenada por un concilio, que él se retractó y manifestó públicamente su ortodoxia, en memoria de lo cual hizo tallar esa piedra con tres estrellas que representan las Tres Divinas Personas. En efecto, la piedra de la izquierda del mausoleo tiene esos emblemas.
Dando vueltas sin concierto encuentra uno de pronto tumbas célebres: Molière, Thiers, etc. cansado de ver tanta piedra vieja, salgo a la calle y regreso a comer. Por la noche voy al “Folies Bergère”, el famoso teatro de revistas. Este sí no lo describiría aunque pudiera, no vaya a ser que me prohíban estas notas de viaje.
[12 de mayo]
Hoy sí hay que contar. Pero ¿quién lo hará? Pasé el día en Versalles y en la Malmaison. El Palacio de Versalles, que fue en tiempo de Luis XIII una casita para sus cacerías, fue levantado por Luis XIV, el Rey Sol. Es inmenso y suntuoso con la suntuosidad de la Francia de aquella época. Todo allí respira lujo, galantería y opulencia. La fachada no más tiene siete cuadras y media y ciento cincuenta y cuatro ventanas enormes. Se llega por una avenida de estatuas de guerreros, comenzada por la de Bayardo a la derecha y la de Du Guesclin a la izquierda; en el centro, y mirando hacia París, está la estatua ecuestre del gran Luis. Luego, dentro del edificio, no se ve más que recuerdos del monarca con su emblema, el Sol, en tapices y cielorrasos, en espejos y chimeneas. Mucho hay de los otros Luises, de Napoleón y de sus esposas y demás adláteres, pero el Rey Sol lo llena casi todo.
Lo notable en este palacio son dos de sus salones: el llamado sala de los espejos, donde se firmó la paz de 1919, y la sala de las batallas que tiene en sus muros la historia en cuadros de todas las batallas gloriosas ganadas por Francia. Dichos cuadros son al óleo y ocupan toda la altura de la pared. La primera sola tiene ochenta y cinco metros de largo y la otra noventa. Pero el verdadero esplendor de Versalles está en los jardines, las fuentes y los bosques. Es difícil encontrar más bronce, más mármol y más aguas, tan artísticamente dispuestas. Y cómo cree ver uno por esas encantadoras avenidas, marchar los caballeros de empolvadas pelucas, conduciendo de la mano a aquellas damitas de cintura casi nulas ¡y de esponjado polizo!
Vuelvo a hablar de los palacios para recordar la sorpresa gratísima que recibí al ver entre los retratos que adornan la sala de la Revolución un retrato muy conocido, y al leer al pie: ¡“Francisco Miranda, lugarteniente general de la armada del Norte, jefe único de la octava división”! Y no acabaría: el lecho de Luis XIV, la sala donde nacieron todos los hijos de aquellos reyes, las habitaciones privadas de María Antonieta, la sala de guardia de los reyes, la sala donde el pueblo de París prendió a Luis XVI y a la reina, después de asesinar la guardia, la escalera por donde subió la turba furiosa, etc.
La Malmaison presenta un aspecto más pobre, más tranquilo, más íntimo. De un lujo serio y austero, esta casa la compró y la embelleció Napoleón6 para regalarla a su esposa y a ella se retiró la pobre Josefina después del divorcio. Allí están sus dormitorios, su tocador, su biblioteca. Allí mil recuerdos