Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
primer Leopoldo; y que este (Leopoldo) es tenido en la memoria de los belgas como Federico el Grande para la de los alemanes. Leopoldo II, hijo del anterior, fue magnífico y se empeñó en dotar a Bruselas de monumentos artísticos. Lo mejor que vimos fue el pabellón chino y la torre japonesa a su lado, verdaderas maravillas que imitan la construcción y el decorado del lejano oriente. Allí los muebles de laca y de marfil, allí la porcelana artísticamente decorada, allí las mesas y las sillas de finísimas maderas, talladas a mano, increíbles filigranas de arte y paciencia, con repujados de oro, marfil y nácar. Cree uno estar en la mansión de un rico mandarín.
De regreso entramos al cementerio, bellísima imitación del de Génova, según nos dicen. Es muy hermoso, en efecto, pero lo que allí llama la atención es la gran galería de los maestros en la guerra de manera heroica, con sencillas y uniformes lápidas, el retrato del soldado y una sentida inscripción. Casi todos voluntarios de catorce a veinte años. A la entrada está la tumba del soldado desconocido francés, bonito monumento lleno de altos relieves en piedra que figuran hombres agonizantes, viudas llorando y niños desconsolados. La tumba del soldado desconocido belga está en el interior de la ciudad, cerca al palacio real y tiene en el centro un pebetero que arde constantemente, y que quiere significar eterna memoria.
Otro día fuimos a ver el museo colonial. Un tranvía nos llevó a catorce kilómetros de distancia y apenas estábamos en las afueras de la ciudad. El museo tiene todos los productos tropicales del Congo, muy semejantes a los nuestros: animales embalsamados, flores, frutos, armas, vestidos, cerámica, etc. Nos llamaron la atención especialmente unos colmillos de elefante como de cuatro varas de largo, y gruesos como estantillos. Solo diré de más que la vida es verdaderamente barata: el desayuno, compuesto de café, mantequilla y pan, las cantidades que uno quiera, le cuesta 3,50 (10 centavos próximamente), y así lo demás. La correría de doce horas en auto, 175 ($5,25).
Hoy hicimos la gran excursión. Salimos a las 9 a.m. en un autocarro de turismo y visitamos, entre otras menos importantes, las ciudades antiquísimas de Gante, Brujas, Ypres y Ostende. En Gante, la catedral donde fue bautizado Carlos V, llena de recuerdos, donde vimos el cuadro más antiguo de los que pintó Van Dick; el Castillo de los Condes de Flandes, y las viejas y estrechísimas callejas. En Brujas, la misma vejez, con sus casas de piedra llena de la lama de los siglos: en sus almacenes se exhiben los bordados finísimos, especialidad de la vieja ciudad desde tiempos inmemoriales. Cuando recorría las callecitas más tortuosas y vetustas, me salió una gitana a decirle la buena ventura. Tal vez sea esta la última bruja, la que aún autoriza el nombre de la ciudad. De Brujas a Ostende, formando como un semicírculo irregular que toca en Ypres y en Nieuport, se extiende el campo de batalla, es decir, el frente donde fue más encarnizada la lucha en la gran guerra. Causa escalofrío ver, en una extensión de unos cien kilómetros, a un lado y a otro los cementerios extensísimos de alemanes y aliados; los monumentos merodean; las trincheras, aún con sus muros de sacos de arena ya vueltos piedra; los pequeños torreones para emplazamiento de los cañones monstruos; castillos hechos ruinas todavía; la catedral de Ypres, destruida hasta los cimientos, mostrando solo unos muros abrumados que se desmoronan, y en los que se ven todavía estatuas de santos en nichos agrietados y ruinosos, y en fin, los bosques vueltos hilachas y todo lo que puede indicar el refinamiento de la barbarie que poseyó a estos hombres.
Ostende es un bello puerto, pero solo muestra su esplendor en el verano, pues es la playa elegante de Bélgica. En el resto del año es como una tienda cerrada. A las nueve de la noche regresamos a Bruselas, después de haber recorrido en las doce horas cuatrocientos dos kilómetros. Mañana, a las nueve y un minuto saldremos para París. Me merece alguna mención el guía que nos acompañó a todas partes: es un muchacho simpático y parece honrado; fue a la guerra como voluntario, a los 16 ½ años y pronto una granada que le estalló en la mano cuando iba a arrojarla, le llevó tres dedos, le quebró la clavícula y el brazo por dos partes, y la pierna izquierda. Nos cuenta que le sacaron de la caja del cuerpo treinta y dos pedazos de metal y que aún le quedaron otros, los más pequeños. Está imposibilitado para todo trabajo lucrativo y se tiene que ganar la vida sirviendo de guía a los viajeros, cosa cansona y que produce poco. Es una de las mil y mil víctimas de la feroz tragedia cuyos restos hemos visto por doquier.
[7 de mayo]
Ayer a la una y media llegamos a París. Es un viaje pintoresco en extremo, sobre todo ahora que ya comienzan los campos a verdear y los plantíos de trigo y de hortalizas están naciendo. Hay menos frío y el tiempo es claro y sonriente. Una gran parte del recorrido se hace por la bella rivera del Oise, tan mentado en la guerra.
En la estación de S. Lazare, me encuentro en la perplejidad de siempre: ¿A dónde ir? Tengo en la cartera muchas direcciones de hoteles pero quién sabe dónde serán, en esta inmensidad de villa. Me decido a ensayar la dirección que me dio el viejo aquel del barco, y la doy al chofer. En efecto, resultó bien porque no está lejos de la estación y el hotel es confortable y de buen precio.
[París]
Si me consideré incapaz de describir pueblecitos como Bruselas y Hamburgo (y hasta Berlín), ¿qué podrá hacer que diga algo de París? Pero, como acabo de llegar, no es raro estar perfectamente atontado. Inmediatamente puse mis maletas en el cuarto me lancé a la calle. Anduve una cuadra llena de la multitud y desemboqué en el boulevard Montmartre. Allí, espantado, vi más o menos lo que es París: por las aceras va la gente en apretado grupo; y eso que son aceras tan anchas como las calles de nuestros pueblos. En la calle los autos forman un verdadero río, o más bien dos, en direcciones contrarias, a lado y lado. Un agente de tránsito dirige la circulación: es de ver cómo, al levantar el bolillo hacia una calle, los autos y coches que venían se detienen en la bocacalle y se forma una tapia apretada de unas o dos cuadras; luego les da paso el agente y se desbordan con el gran ruido de bocinas y ruedas; entonces, los de la calle perpendicular a esta están detenidos y forman otra tapia hasta que se descongestiona la otra calle. Después he sabido que si uno tiene afán de ir a alguna parte, no se puede ir en auto, debido a las demoras: es necesario irse a pie o tomar el Metro que luego trataré de describir. Desde luego he declarado que es más fácil ser presidente de Colombia que policía de tráfico en el boulevard.
Sigo boulevard arriba y encuentro que este se divide en dos: el de Haussmann y Los Italianos; tomo el de Los Italianos y dentro de poco estoy en Los Capuchinos; me encuentro de manos a boca, nada menos que con la Gran Ópera; sigo el boulevard y cambia de nombre: Magdalena se llama ya, y siguiendo mi errante paseo me meto de sopetón en la gran Iglesia de la Magdalena: miro a todas partes; nombres muy conocidos: “Rue Royal”, “Boulevard Malesherbes”. Atraído por toda esta grandeza y confiando en mi facilidad para orientarme, me meto a todas pares, por larguísimas calles, donde sigo leyendo nombres vistos en novelas: Calle de S. Honoré, 4 de septiembre, Rívoli, etc. Después de una gira de dos horas vuelvo sin dificultad al hotel. Salimos a comer en cualquier parte; en un café, leo: “Cocina española”, y me zampo. ¡Qué alegría! Un criado se presenta y nos ve el forro suramericano. Sin preguntar quiénes somos pronuncia en buen castellano: “¿Qué gustarían los señores?”. “Que nos muestre la carta, traducida”, le digo yo. Poco falta para que le dé un abrazo al mozo. Traduce y explica: “Arroz a la mayonesa”, “Costilla de becerro”, “Caldo rico”, “Frisolitos blancos y verdes”… Aunque es de Zaragoza, el mozo este tiene toda la cultura francesa. No tengo apetito y él me lo abre con su conferencia sobre las excelencias de los platos; encargamos mayonesa, chorizos, caldo, etc. Pedro (así se llama el criado) trae de todo. “Amigo Pedro, pienso yo, recemos tus parroquianos mientras estemos en París, porque tú nos das la comida traducida al español. Así sabe mejor”.
Hoy, con un plano de París en la mano, he extendido mi radio de operaciones. Subí los grandes bulevares y eché por la Rue Royal; alcancé a divisar una altísima columna y al acercarme creo que está en una enorme plaza: es el obelisco; de modo que estoy en la Concordia. Curioseándolo, miro el plano y me oriento: a la derecha, los Campos Elíseos; a la izquierda las Fullerías. Me decido por tomar a la derecha y voy viendo: el Gran Palacio, el Pequeño Palacio, las lujosas residencias de los ricos, hasta que llego al Arco del Triunfo. Allí,