Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
en el ojo derecho y un estrabismo de nacimiento en el izquierdo. El oculista consultado luego declara que puede extirpar la catarata hoy, pero que bien puede demorarse tres o cuatro años. Hemos resuelto dejar la operación para cuando estemos en tierra de cristianos, es decir, donde hablan siquiera francés. Resolvemos quedarnos aquí la semana y yo consigo, con los corresponsales, muy atentos, de Guinffnstein Angel, permisos y autorizaciones para ver escuelas oficiales y parcelares. Un empleado que ha estado en Medellín y habla muy bien español, me acompaña. No encuentro mucho bueno ni nuevo en lo oficial. Veo una casa particular de menores, interesante por su historia, que no importa consignar aquí, sin otra importancia, y recibo una autorización para ver las escuelas de Berlín. El resto del tiempo lo pasamos vagando de lo bueno por todas partes, viendo los lindos restaurantes de Alster. Pero mi compañero es flojo de pies y quiere a todo trance ir en automóvil; no hay quien le haga ver que para conocer una ciudad, es el auto el peor de los medios.
El domingo, al siguiente día de nuestra llegada, comencé a realizar mi deseo acariciado tanto tiempo: el de ir por una ciudad desconocida, solo, con tiempo ilimitado y sin saber para dónde ni a qué voy. Dejé a O. Manuel en el hotel y me interné en la ciudad por unas calles muy limpias, muy anchas y formadas por negros edificios llenos de comercio. De pronto oí sonar campanas y como el caballo cuando le suenan maíz, paré la oreja y me fui derechito a donde me pareció que tocaban. Encontré una catedral gótica de verdadero estilo y me colé a oír misa. Me sorprendió ver al cura (que estaba leyendo quizá el evangelio) con un vestido como con cuello de encaje blanco. No veía los trastos de decir misa y tampoco se leía en latín sino en alemán. Por toda imagen, un Cristo en el altar mayor; la gente devotísima. Me estuve un rato a ver en qué paraba todo ello hasta que caí en la cuenta de que me había metido en una iglesia protestante y me escurrí bonitamente después de haber curioseado algo.
Pero no me quedaba yo sin levantar una iglesia católica y una de estas mañanas me fui a una que queda cerca de la pensión. Mi alegría fue grandísima al ver el sacerdote con ornamentos católicos diciendo la Santa Comunión a los fieles que llenaban la iglesia a pesar de ser día de semana. Al lado de la iglesia hay una escuela católica para niños pobres muy concurrida y manejada por hermanas de no sé qué comunidad. Una de ellas me dio datos sobre la escuela, valiéndose del francés, y quedé invitado para presenciar un día de estos la enseñanza.
A pesar de que Hamburgo no tiene mucho monumento antiguo, he visto cosas muy interesantes. En edificios merecen mención el Ayuntamiento, la Bolsa, la catedral de Santa Catalina, la Iglesia de San Miguel y la de Santa María (católica esta última). Los monumentos principales que he visto, son: la estatua de Bismarck, toda de piedra con un alto pedestal también de piedra y que mide casi media cuadra de altura. La estatua es monumental, pues la sola cabeza mide en redondo cinco metros; la estatua ecuestre de Guillermo Primero, de bronce, en uniforme de gran pasada, frente al Ayuntamiento; esta también es de tamaño colosal; la estatua de Lutero, la de Schiller, las que hay en el Ayuntamiento en nichos sobre las partes altas de los muros exteriores y que representan a todos los reyes de Alemania desde los merovingios, la de Carlomagno, fundador de la ciudad y multitud de monumentos alegóricos de la guerra, de la paz, del comercio, la navegación, la industria, etc. Se me quedaba en el tintero el monumento muy hermoso que hay en el centro con la estatua del alcalde, Johannes Peterson. No sé que haría el tal alcalde ni cuándo vivió, ni quién era y lo peor es que no quiero saberlo. Todas estas estatuas están exornadas por leones, por vírgenes llorando, por laureles, mirtos, etc. Apenas hace menos de una semana que llegué a Europa y ya tengo más de 150 postales. Si no dejo el vicio de comprarlas, para eso me alcanzarán los fondos.
[20 de abril]
Hemos resuelto salir hoy para Berlín. Ya nos sobra poco que hacer aquí, aunque no podemos decir que conocemos la ciudad; pero al menos hemos visto lo principal y nos hemos acostumbrado algo a la vida alemana.
[20 de abril]Berlín
Estoy en Berlín. Hace dos horas que he llegado y estoy en un cuarto de la pensión que me recomendaron en Hamburgo, y en que hablan español. Berlín me ha hecho la impresión de un monstruo que me tragó. El camino hasta aquí es de 290 kilómetros, que los hicimos en un tren rápido, con un costo de 24 marcos con 40f. El viaje es interesante para el que primera vez va a Alemania. Vemos los campos que ya se comienzan a cultivar, pasamos ciudades que miramos a vuelo de pájaro (el tren es rápido); la principal es Wittenberg, patria de Lutero.3 Entramos en Berlín a las cinco y luego salgo solo a dar un paseo a pie, poniendo señas en todas las esquinas para no perderme. Para comprar cigarrillos tengo que valerme de mi sistema: señalar con el dedo una cajetilla, sacar un lápiz y un papel, escribir mark, y esperar a que el vendedor escriba el precio. Si no entiende, saco un puñado de monedas y hago señas de que separe lo que vale, poniendo cuidado para que no me tiren mucha ventaja.
[22 de abril]
Hoy hemos pasado un día admirable. Nos fuimos a las doce y media a una excursión a la vecina ciudad de Potsdam, residencia apacible de los reyes de Prusia desde Federico Guillermo. Es una de las iglesias mismas de los sepulcros de este rey y de su hijo, Federico el Grande, sencillas e imponentes.
Seguimos a los palacios y por primera vez en mi vida veo la magnificencia no imaginada de una residencia imperial. No la describo, imposible; quedaría palidísima mi pobre descripción. Dos son los palacios. El llamado Sanssouci, sobre una colinita, y el palacio nuevo en la hondonada. La profusión de estatuas y alegorías en pórticos, plazas, torres, invernaderos, escalinatas y bosques es aplanadora; en una torrecita lateral llego a contar hasta veinte. En su mayor parte de mármol; las otras de bronce o de piedra; todas perfectamente desnudas.
Los estanques circundados de estatuas mitológicas, los senderitos llenos de monumentos y los jardines con pilas artísticas. Visto el palacio viejo, pasamos al nuevo, distante algunas cuadras por entre pintorescos pinares. Se entra primero a una plaza de unas dos cuadras, cerrada en semicírculo por una balaustrada de mármol y unas docenas de estatuas también de mármol; la fachada principal tiene, en alta cúpula una alegoría: las tres gracias, desnudas, sostienen la corona de Prusia, tamaña como una habitación común. Como este palacio lo construyó Federico el Grande después de una guerra victoriosa con varias naciones, nos dice el guía, que su intención fue dar trabajo al pueblo y mostrar al mundo que aún le sobraba dinero para hacer más guerras. Era Federico irónico y altanero, y en las tres gracias que sostienen su corona representó nada menos que las soberanas de Rusia, Austria y Francia; alguno le objetó que cómo las ponía desnudas y contestó: “¿Cómo quiere usted que gaste mi dinero en ropas para los enemigos en vez de gastarlo en mis amados soldados?”. Nos pusieron unas pantuflas de felpa y así recorrimos 58 salas, todas interesantes. Qué profusión de cuadros tan magnífica: mitología, historia judía, historia alemana. En todos predomina el desnudo. Son cuadros de grandes maestros, especialmente de Watteau. Hermoso el comedor, el despacho del rey, el salón de fiestas (como una iglesia); pero el que me dejó fascinado fue el salón de las fiestas de navidad, todo cuajado de conchas las más lindas. Las paredes y el cielorraso están perfectamente forrados en conchas primorosas, algunas con su perla todavía en el fondo; de piedras preciosas en bruto: topacios como cascajos de dos kilos, lapislázuli, etc. Las mesas de pórfido con incrustaciones de nácar y de cobre, biombos trabajados por las princesas reales, arañas monumentales de cristal de roca. No había soñado tanta magnificencia. Al frente del palacio hay un jardincito que fue el preferido de la Kaiserina, esposa del último Káiser; en el fondo hay un templete redondo donde quiso ella ser sepultada y allí está.
Pero me faltan dos cosas: el molino histórico, situado al pie de las verjas de Sanssouci. La historia está fresca: cuando Federico el Grande construyó el palacio, no contó con que el ruido del molino lo molestaría y solo vino a notarlo cuando habitó la suntuosa residencia. Fatigado por el ruido dio orden de que cesara y el molinero se negó a pasar el molino; el rey le propuso compra, porque en su magnanimidad no quería expropiarlo, y el campesino, picado, no quiso vendérselo a ningún precio; ya disgustado el rey, ordenó la expropiación, y el campesino se quejó a la municipalidad