Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
hombre; ¿quiere usted que lo devuelva si ni siquiera me lo han prestado?
Pero, cosa inesperada: voy, componiéndome hasta el punto de que a las 10 estoy completamente bien. La ballena, temerosa de que la devuelva, se ha aquietado; me deja almorzar. Hacia las 3 vemos tierra: son las estériles costas de la península de Coro. Y me figuro al Libertador, hace más de cien años, desembarcando son sus quinientos reclutas, para emprender la campaña más grande que vieran los siglos. Dejamos de ver las costas y poco antes de las 5 divisamos a Curazao, la estéril pero muy comercial colonia holandesa. El puerto, a donde llegamos antes de ocultarse el sol, es una entrada del mar, larga y estrecha, que se multiplica en infinidad de pintorescos canales. Por el mayor, entra sereno y majestuoso nuestro barco, y vemos a lado y lado del canal las hermosas casas de las orillas, todas de ladrillo rojo o de cemento, y todas comerciales: bancos, agencias, almacenes, factorías, etc. Pero andando el canal vemos un obstáculo insalvable. Es un puente que lo atraviesa de uno a otro lado de la ciudad, y tan bajito que no cabría por sus ojos ni una lancha. Seguramente vamos a una de la orillas antes de llegar al puente. Y estoy pensado en esto cuando, de repente, se abre imponente, sin ruido, sin aparato, dejando libre el canal y recostándose a un lado contra la orilla. Es una hermosa combinación de barcas, que apenas conocía yo por los libros. Las barcas están escalonadas a unos 20 metros una de otra; sobre ellas hay un tablado sucio, y todo el andamiaje está cogido por un lado con gigantes goznes, y por el otro, empalma con un pequeño muelle. La barca que está junto al muellecito está provista de un motor potente, y le basta echar a andar canal arriba para que todo el puente gire, describiendo un arco de círculo con centro en los goznes, para quedar todo el puente recostado a la orilla.
[27 de marzo]
Desde anoche hay al pie del barco una multitud de lanchas de gasolina ofreciéndose para llevarnos a la ciudad, pues el vapor atracó un poco distante. Presentan, estos barquitos que van y vienen por los canales, un cuadro fantástico y hermoso, con sus luces multicolores que vagan en la oscuridad de la noche. No quiero salir de noche. A las 8 de la mañana de hoy embarcamos en una lanchita. Hermosos almacenes y gran comercio de toda clase. Me doy cuenta de la importancia de este puerto al ver sobre los canales un verdadero bosque de chimeneas, de mástiles y de velas; pertenecientes a barcos de todos los tamaños y de todas las partes del mundo; no sabría calcular el número: ¿50? ¿80? ¿150? Tal vez más. Me aturde el gritar propio de las gentes de puertos. Y qué gritos, y con qué lenguas, ¡Dios mío! Hablan en este Curazao una revoltura incomprensible de holandés, español, inglés y hasta francés que se conoce con el nombre de papiamento. Nadie les entiende, pero se me dice que predominan las palabras españolas. Mas, si usted les habla en inglés, le contestan con toda corrección, y así con los demás idiomas, aunque el oficial es el holandés.
El mejor carro de la plaza, nos dice un negro simpático mostrándonos su automóvil a 8 florines la hora.
Al fin lo contratamos a 5 ($2) y nos lanzamos a buena velocidad hacia la hacienda de avestruces llamada Albertini, famosa en todas las Antillas. Llegamos en media hora y un criado muy atento nos abre la finca. Pero es holandés, y aunque habla papiamento, no entiende español. Rápidamente nos habla en alemán, en inglés y en francés; alcanzo a oír el francés y me enredo con el sirviente ese en charla amena e instructiva respecto de los avestruces. Se excusa de hablar mal el francés, pero yo le entiendo perfectamente. Al ver los animalejos esos me siento desconcentrado. En efecto son iguales a los que vemos en grabados, pero de pluma fea y sucia; yo que me los figuraba limpiecitos y de variados colores, encuentro con unos animales negros o grises. Pero poco después, en la casa de la hacienda, veo ya las plumas arregladas admirablemente y cambia mi opinión. Veo pollitos de avestruz de 40 y 60 días, del tamaño de un pizco, huevos como una toronja grande y aves de 45 años de edad. Vamos a la casa donde nos dan un fresco de limón, compramos plumas y postales y volvemos bien satisfechos a la ciudad.
En el camino vemos una iglesia de buen tamaño y muy limpia, dedicada a san José, dice el chofer que unos edificios que la rodean son escuelas de niños pobres, o sea un asilo. Yo quiero entrar, pero al querer traspasar la puerta del patio donde están los edificios, el chofer lee un aviso que hay sobre el muro, y detiene el carro. “Auto no por drenta”. Bien comprendemos que se prohíbe entrar en auto y dentramos a pie. Escuelita simpática. Se enseña el papiamento y el holandés; me acerco y no entiendo ni jota. La religiosa que enseña me invita a entrar, con una inclinación de cabeza.
A las 12 ya estoy de nuevo en el barco y no salgo más. A las 8 p.m. sale el barco hacia Puerto Cabello.
[28 de marzo]
Cuando despierto tengo la impresión de que marchamos con lentitud. Me asomo a la ventanilla y veo a lo lejos unas lucecitas diseminadas: es que hemos llegado a Puerto Cabello y el buque espera permiso del puerto para atracar. Atracamos a las 8 y en el desayuno nos anuncian que podemos disponer de 14 horas. Desembarcamos y echamos a andar calles. Es jueves santo; en una iglesia replican; yo me acerco y veo que está llena de fieles. Luego van saliendo las devotas con trajes parecidos a los de las devotas de mi pueblo, que creo estar en él. Solo que usan todas cachiruela negra sobre traje de cualquier color, y las damas de calidad llevan unas más grandes, a manera de mantas de encaje. Veo los ojos más grandes y más bonitos que jamás he visto, sobre los rostros morenos de estas devotas.
Como estamos por gastar el día, tomamos un auto a 15 bolívares la hora ($3), y nos vamos al balneario llamado el Palito, a tres kilómetros de distancia, por una hermosa carretera que atraviesa una hacienda toda de cocoteros. El resto del día lo pasamos en niñerías. Inclusive la de conseguir a novia por cabeza. La mía fue una ojona, más que morena, tímida y encogida. A las diez zarpó el barco.
[29 de marzo]
Hoy hemos tenido el día más agradable de toda la travesía que llevamos. Como ayer, al despertar, divisé tierra, fue que llegamos en la noche a la Guaira, puerto avanzado de Caracas. El mayordomo nos anuncia que tenemos tiempo hasta las 4 p. m. Hay diez horas libres y resolvemos emplearlas en un viaje a Caracas, distante 7 y ½ leguas. Contratamos un auto por 70 bolívares para ir, ver lo que queramos de la ciudad y regresar; somos 7 compañeros y el auto nos contiene con holgura. Emprendemos el ascenso de la cordillera, trasponiendo la cual está Caracas. La carretera tendrá muy pocas como iguales. Mejores y más atrevidas, es difícil encontrarlas. Subimos, pues, en poco más de una hora desde la orilla del mar hasta la cima de la montaña, cruzando vertiginosos abismos, trepando pendientes al desarrollo de atrevidas curvas que en elegantes caracoles van coronando la montaña. El mar va apareciendo cada vez más lejano; allá en lo hondo se divisa como un bosquecito cuyo límite lejano tuviera neblina. Llegados a la ciudad, recorremos las principales calles y nos dirigimos a la casa donde nació el Libertador. Un atento guardador de la casa, nos la muestra toda: allí la cama donde nació Bolívar, allá muchos de sus vestidos, su hamaca, su poncho peruano, una chinela de casa (la otra está en poder de una familia bogotana), etc. Nos quedamos atónitos ante tanto recuerdo histórico; tomamos fotografías, dejamos el autógrafo en el libro que hay al efecto, y salimos en dirección al Panteón Nacional. Sería obra de mucho espacio, hablar con detenimiento de este lugar. Es un templo, recubierto por dentro de mármol jaspeado y blanco; en el gran nicho central está la estatua del Libertador y al pie la urna que guarda sus restos; mil alegorías, inscripciones, coronas, diademas de oro con piedras preciosas, rodean el monumento.
A la derecha, Sucre, el más grande de los hombres de América, y a la izquierda Miranda, que tiene a los pies una urna entreabierta y una sentida inscripción que lamenta no poseer los restos del ilustre cuanto desgraciado precursor. Cuando estoy embelesado viendo estos monumentos, miro al suelo para contemplar las grandes baldosas que forman el pavimento, y quedo azorado al ver que cada una de esas losas cubre el sepulcro de algún héroe. Al frente de la estatua de Sucre estoy, y mis pies pisan el nombre de Páez; miro a mi derecha: Nariño; sigo mirando a mi alrededor: Torres, Salom, ¡Arismendi!, Infante, Rondón… Todas las losas cubren sepulcros venerados y me