Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
compraban una casa y luego vivían al día, la familia quedó en la pobreza relativa, y la pobre bisabuela debió criar a sus dos hijos y a su hija trabajando en la costura.
Hasta hoy se especula que el bisabuelo logró esconder en un lugar secreto parte de sus ganancias y me consta que en la finca familiar se han derribado algunas casas con la excusa de buscar un entierro, pero sospecho que con esa finalidad. Si algo se encontró, o si existe algún tipo de mapa, lo cierto es que al día de hoy nada más se sabe del asunto.
Mercedes, la única mujer de entre los tres hijos, como era costumbre permaneció con la viuda hasta que ella misma se casó, mientras sus dos hermanos tomaban caminos muy diferentes entre ellos. Conrado, el único hermano varón de mi abuelo, permaneció en Bolívar y se dedicó por entero a criar a su enorme familia a partir del cultivo del café, y a llevar una vida fervorosa de misa diaria y rosario vespertino. Esta religiosidad la transmitió a sus muchos hijos e hijas, varios de los cuales tomaron hábitos como sacerdotes o monjas.
Mi abuelo Raúl también tuvo una finca por mucho tiempo y se ufanaba de cultivar el mejor café del mundo. Usando el juego de premisas de que siendo el de Antioquia el mejor café de Colombia y este el mejor del planeta, y el de Bolívar el mejor de Antioquia, y el suyo el que mejor pagaban en la cooperativa, decía que él tenía el récord sin duda alguna de producir el mejor café del mundo. Algunos dicen que hablaba en serio y otros que era una broma, pero la inferencia tiene sentido.
A pesar de que una parte de sus ingresos provenían de esta finca, la mayor parte de su vida fue realmente profesor, tanto en Bolívar como en Santo Domingo, pero sobre todo en Medellín. Fue profesor en el Liceo de la Universidad de Antioquia y en la Normal de Varones de Medellín, en la que fue rector, y en la Universidad de Cartagena, de la que fue rector también por un breve tiempo.
A pesar de no vivir tanto tiempo en Bolívar, pues se fue muy pronto y solo regresaba de vacaciones, salvo un año sabático que se tomó en su pequeña finca cafetera, el abuelo aún es parte de la historia de la ciudad. En un viaje que hice para conocer bien la vieja propiedad familiar de mi abuelo, que solo había visto en un par de visitas rápidas a familiares durante mi infancia, tuve la suerte de poder entrevistar a un casi nonagenario primo de Don Raúl, hijo de Conrado, y me confirmó tal cuestión. Don Julio Vélez Uribe era su nombre, y fue gracias a que me encontré con su hija Esperanza, debido a la publicación de otro de mis libros de viajes en la Universidad del Rosario (Guerra Fría Cenizas Calientes. Reportajes a un mundo en cambio, 2007), que pude lograr el acercamiento a la familia, perdido desde décadas atrás. Desde entonces he mantenido contacto ocasional con el enorme combo de primos y amistad especial con varios de ellos, y a todos en parte dedico también este prólogo, ya que el libro es herencia de toda la familia Vélez.
Don Julio Vélez Uribe, hijo de Conrado y sobrino de don Raúl, me contó cómo era el ambiente por esos tiempos, y de qué forma era visto mi abuelo como una especie de orador oriental, fuente inagotable de historias. Especialmente por la excentricidad de haber viajado por el Viejo Continente y Oriente Próximo casi un año completo y hablar de ello elocuentemente a sus familiares, amigos y alumnos, me contó, era conocido como “el que fue a Europa”. Don Julio me habló de su tío Raúl como una persona tan excesivamente culta que de alguna manera el tiempo que estuvo en Bolívar vivía más bien solitario y enfrascado en sus libros, pero que con sus relatos de historia deslumbraba a todo el pueblo y atraía público en cualquier tertulia cuando bajaba de la finca.
Siendo muy católico, le habían contado que durante los sermones del padre durante la misa dominical salía discretamente al atrio, como queriendo decir que no compartía el radicalismo conservador de ese entonces de los miembros de la iglesia en esos pueblos azules de arriba abajo. Es extraño, porque era tan conservador que daba instrucciones a sus hijos de solo votar cuatro años a partir del Frente Nacional para no tener que votar por un liberal (como consta en una carta que conservo). De todos modos nunca perdonó, me contaron mis tíos, que Laureano Gómez hubiera hecho destituir al humilde líder antioqueño, el también conservador presidente Marco Fidel Suárez. Habiendo sido autónomo como se ve en sus ideas conservadoras, prefería más bien enfrascarse en relatos históricos, sobre todo relacionados con sus viajes, que estar hablando de política.
Esta imagen, de un contador de historias que lograba mantener la atención de personas de diferentes niveles de saber con sus relatos, es persistente entre todos los que me han hablado de él. Mi tío Julio Vélez Ochoa, su hijo sacerdote, me explicó hace poco que incluso sus alumnos le ponían la trampa de hablar de viajes para que él se olvidara de la lección del día y volara con todos hacia Europa. Esto me llamó la atención, porque el autor de Las cenizas de Ángela, Frank Mcourt, quien ganó el premio Pulitzer con esa novela, reconoció en su autobiografía que tal cosa hacían sus estudiantes de bachillerato respecto de su “triste infancia en Irlanda”.
Don Julio Vélez Uribe, quien falleció pocos años después de la entrevista, me señaló desde la montaña de su finca (una parte de la cual fue antes propiedad de mi abuelo Raúl), la escuela de primaria que habían puesto en su nombre como homenaje, por el recuerdo grato que habían dejado sus enseñanzas. No pude dejar de estremecerme pensando en cómo logró mi abuelo salir de allí y lanzarse a recorrer el mundo. Esto dicho en términos del contexto en el que vivía, porque hay que aclarar que tampoco se trató de una epopeya. En efecto, mi abuelo no fue ningún aventurero, como si lo fue mi abuelo paterno, quien salió del Líbano a los diecisiete años y llegó a Colombia caminando desde Buenos Aires. Mi abuelo materno, por el contrario, fue un hombre extremadamente paciente con su fascinación por el mundo, pues supo combinar, como lo hicimos los que le heredamos la pasión por viajar, esta debilidad humana con una vida normal, tanto en lo familiar como en lo profesional.
También su hijo Ramiro Vélez Ochoa, el menor, tuvo la paciencia de esperar hasta que pudo estudiar siquiatría en Barcelona, desde donde recorrió España y parte de Europa con un Simca viejo que se compró desde el comienzo, y fue uno de los familiares que me hizo agua la boca contándome de esa España tan deleitada por mi abuelo Raúl en su viaje. Su hablar pausado y rico en recursos lingüísticos, oportunos, humorísticos muchos, y a veces acompañados de fantasías típicas de viajero, todo ello de alguna manera heredado del abuelo, alucinaron mi infancia de fantasías viajeras aparentemente imposibles de lograr, pero que pude cumplir con creces cuando cumplí dieciocho años y empecé a ser trotamundos como todos ellos.
De hecho, mi otro tío materno, el padre Julio, fue aún más viajero que mi abuelo y mi tío Ramiro juntos, pues con una pequeña herencia en metálico que su padre le dejó, invertida en un buen momento de la economía, y su magro sueldo de cura párroco, logró viajar por el mundo entero hasta cuando cumplió ochenta años y decidió retirarse y también dejar de viajar. Fue él quien me animó a vivir en Europa como estudiante para poder viajar sobre todo, y me incitó a instalarme en una metrópoli como Madrid en lugar de la periferia: “Uno no se va a Europa a encerrarse en una ciudad universitaria a estudiar únicamente”, me dijo en tono profético. Y yo obedecí, no eran los tiempos del low cost para viajar por treinta euros de cualquier lugar a otro de Europa, y había que estar estratégicamente situado.
Con este sacerdote de casi noventa años ahora, con el que hago tertulias eternas de viajes desde los catorce años, fue con quien aprendí el truco de vivir de manera frugal y viajar con poco presupuesto, lo que me ha permitido visitar casi todos los países y lugares importantes del mundo. Él más que nadie sabe que mis trescientos viajes a ciento cuarenta países los he hecho solo con mi sueldo de profesor, y algunas “cuñitas”, como llamamos en Antioquia a los trabajos extras que nos salen ocasionalmente a los asalariados, y que usamos para esos lujos.
Don Raúl, por el contrario, toda su juventud y principio de la vida adulta estuvo planeando el viaje que realizó por Europa y alrededores, y que es el que cuenta en estas memorias. Pero solo pudo lograrlo a los treinta y cinco años, luego de haber sido profesor mucho tiempo y poco después de haber ejercido como rector de una universidad pública en Cartagena.
Sus ingresos los completaba con la venta de café de esa pequeña propiedad que conservó en Bolívar y que vendió ya muy entrado en la edad adulta. Por eso dice en estas crónicas que se “bautizó” en el mar a los treinta y seis años,