Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González

Memorias de viaje (1929) - Raúl Vélez González


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un bolívar y una caricia.

      —Pero me da mucho, señor– me dice la chica mirando asombrada la peseta.

      Quisiera decirle que la emoción que me proporciona vale más que mil monedas, le dedico algún halago y doy por terminada la visita, no sin dejar también allí la firma, en el álbum del Panteón. Regresamos a la Guaira y aún tenemos tiempo de visitar el famoso balneario de Macuto, montado a la europea y distante una legua. Pero yo ya no siento nada viendo paisajes porque mi cerebro está remarcando historia. Volvemos a la Guaira y a las 4 nos hacemos a la mar. Mañana, según parece, estaremos en Trinidad.

       [6 de abril]

      Hace ocho días que no pongo una sola nota en este cuaderno. Y hay motivo: el 30 de marzo a las 3 p.m. comenzamos a ver las bellas y escarpadas cimas de los innumerables islotes que preceden en el camino a la importante isla de Trinidad, posesión inglesa muy adelantada. Esperaba la salida del barco a alta mar para reseñar la visita a la isla, pero estuvo el mar tan agitado que volvimos a sentirnos molestos. Yo tengo otra vez la ballena en todo el tragadero y solo a fuerza de limonadas y de quietud, amén de ayuno, vuelve a calmarse. Ahora comienza a sentirse el frío. Hace 4 días que pasamos el trópico y navegamos en la zona templada. Temo que el frío me impida escribir.

      Decía que al entrar a Trinidad se encuentran muchos islotes, los que forman la boca del Orinoco al caer en el golfo de Paria y que parecen servir de límite al golfo. Por entre unos y otros islotes todo el mar es navegable y por entre dos muy altos y provistos de hermosos faros, pasa nuestro buque. Llegamos a las 4 a Trinidad. El barco fondea a distancia porque no hay muelle, y un vaporcito nos lleva a Puerto España, capital de la Isla. Bonita ciudad: las calles asfaltadas, mucho parque, buenos bares, almacenes, avenidas, chalet, etc. Apenas disponemos de una hora y recorremos lo más importante, pusimos cartas al correo, compramos postales y volvemos al vaporcito que nos trae nuevamente al nuestro. Aunque corto, estuvo agradable el paseo. Al volver nos reímos de las peripecias de los compañeros bogotanos que tomaron en el puerto un auto, como nosotros; pero como no saben inglés, le dijeron al chofer, en castellano y por señas, que los llevará al correo para poner una correspondencia y los llevó a los telégrafos; volvieron a indicarle y en la misma forma los llevó sucesivamente a la Gobernación, a la policía, a una farmacia y al cementerio. Como ya fuera la hora, tuvieron que regresar con sus cartas en el bolsillo.

      —Algo curioso me ocurrió en el puerto: un viejecito, casi un mendigo, me ofreció unos bastones que estaba vendiendo, pero hablaba inglés y al no entenderle me propuse reírme de él y le contesté en francés que no compraba, y el viejecito me dijo, en correcto francés, que perdonara, y luego, en español, bien pronunciado, me objetó que yo podía ser francés, pero que parecía sudamericano. Luego lo vi vendiéndoles sus bastones a unos alemanes, ¡probablemente en alemán!

      Levamos anclas a las 8 p.m. y emprendimos la ruta francamente hacia Europa. No más pisar tierra hasta Ámsterdam. Al día siguiente vimos, como a una legua, la isla de Barbados, posesión inglesa. Nos quedamos viendo sus pobladas laderas, luego el verde de sus faldas, ya solamente el azul vago de sus montañitas, hasta que al fin se confundió con el azul del mar y del horizonte. Tenemos, pues, por delante, 12 días sin pisar tierra y 7 casi sin verla. Y digo casi, porque tal vez hoy si pasamos de día, veremos la isla de las Flores, del grupo de las Azores, pertenecientes a Portugal.

       [La vida de a bordo]

      Ahora que estoy completamente desocupado y que tengo aún 6 días de mar, procuraré consignar aquí algo de la vida que me llevo en este barco, grande como un distrito.

      Al embarcar en Puerto Colombia, nos agrupó el mayordomo a 8 en una mesa, lo que desde luego nos agradó. Exceptuando a un italiano, todos somos colombianos, y todos desconocidos para mí, si exceptuamos a O. Manuel. Hoy ya la llevamos como si todos nos conociéramos desde niños; estamos muy contentos en nuestra mesa y congeniamos muy bien. Somos: Gabriel López, de Medellín, chisparoso y chancero, que todo se lo sabe y que domina la reunión con sus dichos crudos y graciosos; un italiano llamado Alfredo Squarcetta, profesor de música, amable y sonriente, que lee de continuo un romanzo: “Un cuore ferito”; Apolunio Granados, de Zipaquirá, hombre débil de salud, culto y agradable, que va siempre embalado en abrigos y bufandas; Antonio Robayo, también zipaquireño, serio y con esa cultura petulante de la altiplanicie: tiene un aire muy marcado de calavera aburrido; Bernardo García, bogotano, alharacoso, amigo de decir chistes y de figura infantil; Carlos Perdomo, de Girardot, muchacho serio y tratable, de aindiada figura; O. Manuel, y yo.

      Nos hemos instalado al frente de esa mesa y comenzamos a ser servidos. La carta (15 o 20 platos) no dice nada: está en alemán y aunque la traducción se pone al frente, ¿qué puede uno entender donde dice “filetes a la Bismark” o “pechuga a la Kumiffmonanchifft con cervelas”? Todas las cosas saben a apio. Yo no puedo ver ni pintado el apio desde que me curaron con esa esencia unos cólicos que tenía cebados y para quitarme los cuales me daban aguardiente. Al principio le hice fuerza, pero me fue estragando de manera que hoy ya todo me huele, en el magnífico comedor, al maldito apio.

      A veces dice en la carta: “Buey a la…”, cualquier cosa, y pido buey. Buey y papas son mi alimento. Todo lo demás tiene apio o le ponen el 50% de vinagre, hasta a las compotas. El café es malo, pero mi vicio desmedido por esta infusión me hace encharcarme el estómago del brebaje que me presentaron como tal. A pesar, pues, de la veintena de platos, indudablemente elegantes y ricos, mi paladar montañero y mi estómago selvático, sufren y echan de menos las simples mazamorras antioqueñas, los fríjoles, las doradas arepas, las carnitas al natural que me sirven en mi casa.

      El criado que nos sirve, hombre gordo y con tipo de cónsul, habla algo de español; para indicar que una cosa es buena por lo fina o por lo agradable, usa un término aprendido tal vez en la Argentina: “Stá macanuto”. Y nosotros llamamos al criado Macanudo, aunque sabemos que se llama Federico. Nos cuenta que en la guerra sirvió como soldado en un submarino y que pasó año y medio sin saltar a tierra y casi sin verla. Es gracioso oírlo expresarse en español: quiere suprimir vocales y meter la k donde no cabe. En P. Cabello lo invitamos a saltar a tierra para dar una parranda. “No tenko platas”, contestó. “Yo tenko”, le dije, y nos acompañó. A pesar de nuestras platas y de que hacíamos nosotros los gastos, siempre se veía este hombre como el jefe de la cuadrilla.

      Mal lo voy pasando en el comer, pero estoy contento en el viaje. El camarote, pequeño y coquetón, tiene todas las comodidades: cama (la mejor y más blanda que han pisado mis espaldas), agua corriente, lavabo, espejo de medio cuerpo, luz eléctrica, ventilador, timbre, armario, perchas, calefacción artificial, escritorio, ventana y un cuadro. Una magnífica biblioteca está contigua al salón de fumar, hay mesas de juego donde me paso los días enteros jugando dominó con un viejo que dice ser francés pero que revela su ser de judío en su nariz de lora, en sus ojos tristes y en los zarpazos con que se apodera de las moneditas cuando me gana. Se llama Elie Simón, es ateo, mujeriego, corrompido y avaro.

      Salvo el comienzo de mareo del primer día y de la indisposición al dejar a Trinidad, he estado sano y me divierto como puedo. El domingo de Pascua tuvimos desayuno especial y sorpresas. Casi todos los días hay orquesta en el almuerzo y aseguro que no he oído nunca música más bien ejecutada; generalmente tocan los trozos más salientes de algunas óperas. Cada dos noches hay cine. Con frecuencia se baila, y el sábado hubo baile de máscaras con todo y reina. A estas parrandas no voy nunca; me chocan hasta en tierra. Todos los días, a las doce, aparece, sobre un mapa que está en sitio visible, una banderita que señala el punto donde estamos en el océano, y en un cartelito la longitud, la latitud y las millas recorridas durante las últimas 24 horas. Generalmente pasa de 120 leguas (hoy hicimos 133 por haber ya entrado el barco en el Golffs Treen o corriente del Golfo, que ayuda a la nave).

      Poco antes de aparecer el aviso de las millas, un sirviente recoge una cantarilla o apuesta muy simpática: todo el que quiera señala un número de 0 a 9 y apuesta un marco a que el número de millas recorrido termina en el que señaló. El criado recibe los diez marcos y si el barco anduvo, por ejemplo 339 millas,


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