Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
vamos de occidente a oriente, todos los días hay que recomponer el reloj, pues vamos perdiendo unos 15 o 20 minutos diariamente, unas siete horas en todo el viaje.
Con dificultad me he acostumbrado a ver un avisito que hay en la parte superior del lavabo, dice: “El salvavidas se halla debajo de la cabecera de la cama, formando parte del colchón”. Me horripiló el tal avisito porque yo siempre he leído con susto esos avisos que en carreteras y ferrocarriles dicen: “Peligro”, “despacio”, “cuidado”, etc. Y aunque salta a la vista que aquellos anuncian peligro y estos seguridad, es también cierto que aquellos hablan a la persona que está segura y tiene probabilidades de perderse, mientras que estas hablan para el tiempo en que la persona está perdida y tiene una pequeña probabilidad de salvarse. Le diré embustero al novicio que no haya sentido miedo en presencia del avisito.
El frío nos está entrando de plano; ya han cerrado las ventanas con fuertes cristales y pocos son los pasajeros que van a la cubierta. Y lo peor es que vamos muy atrás aún.
[8 de abril]
Nada notable sino que ya esperamos llegar mañana o pasado, a Plymouth (Inglaterra), donde dejará el barco unos 26 pasajeros de los 300 y tantos que lleva.
[10 de abril]
Son las seis de la mañana. Anoche hubo un gran baile para despedir a los pasajeros que hoy comenzarán a dejar el barco. El baile fue de máscaras a medias: los que menos, nos encasquetamos un gorro de papel de formas carnavalescas y de variados colores. Mi antipatía por las reuniones me hace concebir el propósito de recogerme temprano al camarote, pero los atentos ruegos de los compañeros y la influencia de una gran copa de coñac que ingiero sin gana, me lanzan al ruedo y estoy un buen rato aturdido y contento. Es graciosa la figura de O. Manuel, con un gorro de papel picado, de tres pisos, como entre Mefistófeles y Vulcano (más del primero), sobre sus gafas seculares. Hay gorros chinos, chambergos, cascos de Marte, boinas de grumete, alegorías de póker y dominó, mitras episcopales (la mía era algo mitra) y mil fantasías más. La orquesta, convertida en jazz, hace maravillas… y yo voy hartándome de tanta payasada y me escurro a mi camarote. Bien sé que esto va a terminar en alza grande.
A las tres de la mañana llega don Manuel perfectamente borracho, buscando a tientas la puerta y dándose contra todo lo que hay. Viene hablando bellezas del baile y echando pestes contra Antioquia donde no nos divertimos nunca. Siento por mi compañero una tolerante pena, porque veo que habla como quien ha pasado toda la vida entre el trabajo y una que otra calaverada de mal género, efectivamente sin divertirse nunca. Le llevo el humor un buen rato porque no quiero quitarle la ilusión de que verdaderamente está feliz. Es la única vez que lo veo animado, cuando la alza. Se acuesta casi vestido y pronto ronca. Yo soy el fastidiado porque se me espantó el sueño. Al cabo de algún tiempo de revolverme en la cama, principia a entrar por la ventanilla una claridad; como el reloj marca apenas las cuatro, debe ser la luna lo que alumbra. Pero la claridad se acentúa, me levanto, y mientras me visto y me baño son las cinco y cuarto; salgo a la cubierta y veo que el sol está alto. Entonces caigo en la cuenta de que está avanzada la primavera y que ya tenemos los días más largos en esta latitud (estamos a la altura del Labrador).
Aunque el frío sigue creciendo en intensidad, por la mañana no es tan punzante; es como el de nuestras tierras frías, el mismo que sentía en las mañanas de La Pola. Así es que puedo permanecer mucho tiempo en la cubierta, viendo el hermoso espectáculo de un mar de primavera, con la bandada de lindas gaviotas que siguen el barco, merodeando las migajas que caen al mar, de las cuales se apoderan con graciosa maniobra, en que cree uno que se sepultaron en las olas. Y lo singular es que estamos a más de cincuenta leguas de la costa más cercana y estos animales no se asientan. ¿Cómo pueden sostenerse tanto tiempo en el aire?
Hoy entramos francamente en el canal de Inglaterra y toparemos con muchos barcos. Ya diviso uno que parece muy grande y viene como de Francia. Hoy veré, Dios mediante, tierra europea, por la primera vez en mi vida.
[10 de abril]
8: 40 a. m. ¡Hurra! Acabo de ver tierra de Europa. La costa meridional de Inglaterra se muestra a la vista. Conozco, pues, a Europa, a los 36 años, 20 días y unas horas.
1: 30 a. m. Acabamos de llegar al puerto. El barco no arrima; fondea y una embarcación pequeña viene a tomar los pasajeros. Veo de cerca la costa inglesa. Los arbolitos de la orilla apenas comienzan a reverdecer, se ve un bosquecito de chamizos; los campos de prado, verdes ya, y la ciudad se ve a lo lejos, sin mayor importancia. Un buen número de barcos anclados en el puerto y la bahía muy hermosa.
2: 15 p m. Hemos salido hacia Francia. Antes del anochecer quizá veamos la tierra francesa.
9: 00 p. m. Efectivamente hemos visto tierra francesa antes de anochecer. Bien es cierto que anocheció a las 7:30. Hace un momento fondeó el vapor al frente de Cherburgo. Mañana seguiremos a las 8 a. m., hacia el norte. Había más frío, Dios nos ampare.
[11 de abril]
A las 7, una pequeña embarcación vino por los pasajeros de Francia. Salgo a despedirlos y me hielo. Es el verdadero frío, el que se va hasta la médula; no siento la nariz ni las orejas, no siento el apretón de manos con que despido a los amigos y al darle una palmadita en el hombro a uno de ellos, tengo la impresión de que le di con un mazo. Más o menos a las 8 salimos, dejando atrás a Cherburgo, puertecito como todos los mediocres, compuesto de una hilera de casas a lo largo de la playa.
Pintoresco por demás e interesante con sus fortines, sus malecones y sus rompeolas, todo de piedra vieja. En fin: ya vi tierra francesa y vamos navegando, con mar encrespado por el famoso canal de la Mancha. La niebla nos impide ver, en el paso de Calais, las dos costas (Inglaterra y Francia). Me dicen que se ve muy cerca Dover, pero nosotros no vemos más que humos. El mar está muy picado (como dicen los marineros), olas como montañas parecen querer sepultar el buque, suben y bajan y se estrellan unas con otras y contra los costados del buque; pero ya este no se mueve demasiado o yo me acostumbré al movimiento. Voy perdiéndole el miedo al mar. Tarde acordé porque nos faltan solo dos ratos para llegar, y eso, a lo largo de la costa.
Recuerdo que la primera noche que pasé en el mar no me pude dormir en mucho rato temblando al oír los bramidos de las olas y los golpes de estas al quebrarse contra la nave. Hoy miro esto como cosa familiar.
[13 de abril]
Ayer al amanecer me asomé a la ventanilla y vi la tierra a pocos pasos. Estamos en Holanda y la inmensa campiña se ve hasta muy lejos. Como estamos quietos, yo creo que hemos llegado a Ámsterdam y me preparo a salir, pero arriba me dicen que estamos apenas a la entrada del canal, en un pueblecito pesquero que no está en el mapa y cuyo nombre me dicen y es como Anailla o cosa parecida. Pueblecito, digo, y tiene casas de muchos pisos, fábricas, iglesias, de todo y grande. Allí entra al barco el práctico que ha de conducirlo a lo largo del canal. Es un viejo piloto que sabe cuál es el puntito por donde se puede pasar, en aquel caño de tres cuadras de ancho y unas tres millas de largo. Embarcamos el canal y me faltan ojos para mirarlo todo. Desde la cubierta contemplo el paisaje. Es el típico paisaje holandés sin que falten ni el molino de viento, ni la pila de heno de forma cónica, ni la granja con su establo, ni el campo partido en ajedrez, ni el pequeño y elegante cálete, ni el pescador serio y grave que en pequeña barquita viene, fumando su pipa, por una de las derivaciones del canal. Aquí y allá el canal se ramifica y las ramificaciones se extienden rectas hasta donde no alcanza la vista. Trenes pasan veloces al lado de nuestra ruta, atravesando los canales secundarios por sólidos puentes. Chimeneas por todas partes, muchas casas en el campo, carreteras que se cruzan con los canales y con otras carreteras bordeadas de álamos, y que forman una red complicadísima que la mancha del buque no me deja desenredar, y más adelante otra red y más granjas y más barquitos y más canales.
Por fin la ciudad: hemos llegado y otra vez me dispongo a salir; pero no: el muelle está