Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
MEMORIAS DE VIAJE
(1929)
CONTIENE EL VIAJE HASTA EUROPA, HAMBURGO, BERLÍN, POTSDAM, COLONIA, BRUSELAS, WATERLOO, EL FRENTE DE BÉLGICA EN LA GRAN GUERRA, PARÍS
[1929 – Impresiones de un viaje]
Estas noticias están destinadas a mi mamacita y a una que otra persona interesada por mi suerte, y por, desde luego, íntimas y desnudas de toda pompa retórica. En ellas se leerán casi solamente fechas, nombres, algo de estadística y cosas prosaicas como precios de la fonda y del automóvil. Quiero, al escribirlas, dejar datos que indiquen algo a quien las lea y que me sirvan a mí para recordar.
[4 de marzo]
Salgo de Bolívar a las 5 de la mañana. Quisiera no recordarlo, el dolor de mi mamacita en los últimos momentos me hace desear no emprender ningún viaje. Me arranco por la fuerza y salgo en compañía de mi hermano que me llevará hasta Cauca y de O. Manuel Uribe, compañero que será en todo el viaje. A las 12 me separo de mi hermano y me parece que voy dejando la vida por momentos. El tren me conduce a Medellín.
[12 de marzo]
Por fin he salido de Medellín. ¡Qué afanes! El pasaporte, los consulados, las cartas de recomendación, las ropas de viaje, el banco, los amigos, la novia. Si no he perdido la cabeza, ya no la pierdo. Pero ya voy tren abajo. Tres fieles amigos me acompañan hasta las estaciones próximas. Samuel Vieira y Antonio Sierra, hasta Copacabana, Rodolfo Mejía, hasta Girardota. Cada amigo que me deja va arrancándome algo de mi ser. Quisiera no haber sido nunca ni hijo, ni hermano, ni novio, ni amigo.
Era tarde en Puerto Berrío. Al día siguiente, a las 3 p. m. tomé el vapor Atlántico y todavía allí tengo el dolor de despedirme de los queridísimos parientes que viven en ese puerto. Ya dejé a Antioquia, ya no veré caras conocidas. Mejor. Así ya no tendré más pesares de despedida.
De Barranca para abajo no conozco nada, pero allí todavía me atormenta el recuerdo de un paseo feliz que hice a ese puerto con mi incomparable primita […]. ¿No se acabará este vía crucis?
[16 de marzo]
Hemos llegado a Barranquilla. Estamos instalados en un hotel muy confortable, el Atlántico. Desde que arrimó el barco, fue invadido por una legión de agentes de hoteles, emboladores, vendedores de periódicos y de Chucherías, de choferes que ofrecen su carro a $3 diarios, un hotel, por el que nos pidieron $6, y más tarde, al dejar el hotel para irnos a Puerto Colombia, nos cobraron a $2. Vemos pues que hay necesidad de recatearlo todo.
El auto que nos conduce cobra $0.50 por persona: caro también, pero nosotros estamos acostumbrados a darles la bolsa y la vida a los choferes de Medellín por dos cuadras de recorrido y a quedarles debiendo el favor.
La ciudad es hermosa y muy comercial. Nunca me la figuré así. El barrio nuevo de El Prado, hacía honor a cualquier ciudad europea.
A los tres días, hechas todas nuestras diligencias y hartos de tanto calor y tanta bulla, nos vamos a Puerto Colombia a esperar una semana la llegada del Magdalena, el barco que nos ha de conducir a Europa. Todavía allí me despido de amigos que me han salido al encuentro y que me dan un placer y que dejo con pena: Arturo Arcila, Dr. Rivera Tamayo, Eduardo Arbeláez. Y ya no más conocidos. (El tren vale $0.80).
[19 de marzo]
Acabamos de llegar a Puerto Colombia. Desde el tren he visto el mar. Por la primera vez de mi vida contemplo tan magnífico espectáculo. Aunque el cine y las ilustraciones nos han mostrado muchas veces y muy claramente el mar, no dejo de encontrarlo mucho más hermoso. El puerto está en una pequeña y linda bahía donde el mar, como en un remanso, apenas lame la orilla; solamente la brisa de la tarde hace que las olas crezcan un poco. Tiene el mar un color verde típico, que solo he visto en unas esmeraldas que, por cierto, se llaman aguamar, y con las hermosas velitas blancas que se mueven en los alrededores del puerto, forma este color un bellísimo contraste. El muelle, ese enorme puente que emerge en el mar, tiene 1500 metros de largo y a su lado hay 6 u 8 vapores casi siempre. Aunque teníamos intenciones de volver a Barranquilla, nos retiene en este puerto el gusto de la brisa del mar, sus sabrosos baños, el hotel (que hemos contratado a $2.50) muy confortable, y la dulce pereza que en estos climas se acaricia.
[20 de marzo]
Hoy cumplo 36 años de edad. Ayer llegué a este puerto y hoy me doy el primer baño de mar. A los 36 años de vida llego a bautizarme en esta enorme pila de agua bendita.
[25 de marzo]
Hemos pasado aquí la semana, muy contentos. Anoche se destacaban en el horizonte las dos chimeneas del barco que esperamos. Como a las 8 atracó en el muelle y nos acaban de decir que a las 10 recibirán pasajeros. A las 9:30 nos alistamos y emprendimos para el embarcadero y entramos en el barco.
La primera impresión que se recibe al comenzar este viaje, es de aturdimiento. Me dejo conducir al camarote y me instalo allí con comodidad, después de haber entregado el pasaporte y el billete al mayordomo. Vuelvo a la cubierta y a poco (12m) el barco sale del puerto, majestuoso y haciendo gran ruido de maquinaria. Llaman para el almuerzo y entramos en el lujoso comedor. No tengo apetito y aunque procuro comer algo, no lo consigo bien. Me entretengo a través de los amplios ventanales, en ver el color del mar que se trocó ya en azul de Prusia casi negro; la espuma que levanta el barco forma enormes franjas que lo rodean sobre el azul intenso y sin límites. Pronto comienza el malestar del mareo, muy leve, pero inconfundible. No dudo de que es la terrible enfermedad del mar y procuro desechar el pensamiento y distraerme en otra cosa. Pero no hay remedio: ya tengo náuseas y apenas hace dos horas que salimos. Puedo, a fuerza de valor, tenerme en pie y no sé lo que me hablan. Voy a tientas al camarote, me acuesto, cierro los ojos y creo que llevo el barco sobre el estómago. Pero me duermo y a las 4 despierto muy mejorado. Subo a la cubierta y encuentro a varios compañeros de viaje, pálidos y postrados en las sillas. Aseguran que no están mareados y casi no pueden abrir la boca para decirlo. Es que el mareo se esconde, como una vergüenza, como la tisis; solo los que ya están desahuciados lo confiesan. Pero a poco van desfilando hacia el camarote los que se decían buenos. Van con la boca tapada y una mirada vidriosa. Llaman a comer y van los más fuertes. Yo me niego, aunque me aconsejan que coma algo: todo me repugna, y espero por ahí, andando algo. Poco después bajan del comedor algunos sin haber probado la sopa.
Toy malo, me dice un bogotanito que va dándose contra las barandas, y desaparece. Yo también vuelvo a sentirme malo y a las 8 ya no resisto. Me voy al camarote y duermo bastante bien, como si me mecieran en hamaca.
[26 de marzo]
No estoy tan malo como ayer, pero tampoco bueno; voy al comedor a las 8 y tomo café negro. A pesar de esta parquedad, creo que me he comido una ballena y que se me quedó atrancada en el esófago. No hay remedio: tengo que arrojarla, y me voy al reservado, donde me pongo en carácter: inclinado sobre la taza, agarrado a unas argollas y poniendo la cara muy fea, hago el esfuerzo, pero en vano; lo que logro es hacer unas arcadas con un ruido escandaloso, y otro y más; se me brotan los ojos, sudo frío, abro la boca en gesto agónico, y nada: definitivamente la ballena se siente bien en mi tubo digestivo y no quiere abandonarlo. Con el mismo malestar vuelvo a la cubierta, donde un zipaquireño pálido por el mareo, me dice: