Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González

Memorias de viaje (1929) - Raúl Vélez González


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incluso había vuelto a muchos de ellos con el texto en mano repetidamente o por una vez más, por lo menos.

      El hecho de que hubiera superado con mucho los destinos visitados incluso por la segunda generación de viajeros de la familia, los tíos, así como la circunstancia de que ellos habían hecho lo propio respecto de su padre, hacía atractiva la propuesta editorial planteada en un principio de esta manera, y me pareció un reto arduo, pero atractivo.

      Más interesante aún resultó la sugerencia de algunos amigos, conocedores del texto, de que la cuarta generación, mi hija, Sara Roll Oliveira, de dieciocho años por entonces, escribiera varios textos complementarios en tono de blog de viajeros posmodernos, por haber participado además ya como coautora en un par de escritos de viajes conmigo, publicados en El Tiempo.

      Esta propuesta se basaba en el hecho de que ella tenía el record familiar de que, antes de cumplir dieciocho años, ya podía hablar y escribir con entera naturalidad en tres lenguas europeas, y que había viajado por toda América y parte de Europa y hasta África, sin ser hija ni de diplomático ni de millonario.

      Tratándose además ya de una ciudadana con nacionalidad europea que vive en España, estudiando en la universidad que primero se fundó en ese país (hace ochocientos años), y que es a la vez la segunda más antigua de Europa, la de Salamanca, para nosotros era como el personaje que cierra el ciclo familiar de acercamiento a ese continente y al mundo.

      Al final, sin embargo, se decidió editorialmente y de manera acertada dejar esta propuesta colectiva familiar para una publicación posterior, y regalar al lector las crónicas de viaje de mi abuelo en un esquema totalmente limpio de aditamentos, aclaraciones o actualizaciones, al estilo propio de la Colección Rescates, y ese fue el modelo seguido que entregamos al lector.

      A pesar de ello quedó claro, en ese proceso de decisiones editoriales, que el lector de las crónicas iba a querer saber cómo esas memorias llegaron a convertirse en objeto de interés para su publicación y salir del ámbito familiar para el cual originariamente fueron escritas. Ese es el motivo por el cual en esta presentación nos hayamos extendido en seguirle la huella al texto desde los cuadernos originales hasta el momento de su presentación íntegra en este libro, porque es parte también de las crónicas mismas.

      Pero mucho más interesante aún resulta el poder relatar en estas notas introductorias las respuestas a lo que seguramente el lector se preguntará, como hice yo al leer las crónicas, ¿quién era Raúl Vélez y por qué se obsesionó por viajar, escribir y sobre todo hablar de sus viajes como algo tan vital para su existencia?

      En especial, hay una cuestión que me obsesionó también a mí por un tiempo, y respecto de lo cual pude obtener algunas respuestas, investigando aquí y en España sobre los ancestros de mi abuelo: ¿habría algún antecedente familiar que explique por qué las cuatro últimas generaciones, comenzando por el abuelo Raúl, se han dedicado tan insistentemente a viajar?

      La primera acción para responder a estas preguntas sobre mi abuelo Raúl fue, por supuesto, entrevistar largamente a sus tres hijos, con edades por entonces cercanas a los ochenta años, y a cualquier otro familiar coetáneo de él que lo hubiera conocido y estuviera dispuesto a contarme lo que supieran.

      Desde niño recordaba que mi mamá, Teresita, me llevaba a visitar a una hermana de su papá Raúl, que en pleno barrio residencial de Calasanz tenía un gallinero en la terraza de su casa, y que me regalaba dulces y libros con cualquier excusa. Cuando ella murió, seguimos visitando a sus dos hijas solteras, Laura y Alicia, a quienes cariñosamente todo el mundo llamaba “las muchachas”. Hasta el sol de hoy he mantenido la costumbre de “hacer visita” a la casa de las primas, y aunque una de ellas ya falleció, sigo diciendo que estuve donde “las muchachas” y todos entienden de inmediato a quien me refiero.

      Con el tiempo fue siendo claro para mí cómo, además de la motivación de cuidar a su mamá, las muchachas optaron por este estilo de vida, de ser independientes y estar en el mercado laboral con éxito, para lograr una libertad que casi ninguna otra mujer en su medio y época pudo tener. Lo usaron sobre todo para vivir tranquilas, rodeadas de perros pequineses, que te ensordecían al llegar, pero también para viajar hasta cuando tuvieron salud, llegando incluso a la mismísima China, en una época en que pocos se aventuraban a ello. Una vez incluso fui su guía en Madrid y soportaron íntegramente el plan de un día recorriendo la parte vieja de la ciudad a pie, tour al que desde el siglo pasado someto a mis amigos cuando llegan por primera vez a España y coincido con ellos en la capital.

      Por supuesto, el diálogo fue cambiando con los años. Por ejemplo, la sobreviviente Alicia, quien tiene una pequeña estatua de Laureano Gómez en su escritorio como si fuera un santo más, discutió conmigo un tiempo sobre política. Nunca entendió por qué yo había decidido ser seguidor del Partido Liberal luego de que terminé de escribir mi trabajo de tesis doctoral sobre la política colombiana en el siglo XX, pero con el tiempo me entendió y en adelante nos reímos del asunto.

      Ya pensando en el libro, le pregunté directamente si había alguna razón por la que a mi abuelo le gustaran los viajes, y la respuesta fue inmediata: “Lo llevaba en la sangre”. Me causó gracia la respuesta porque el anterior libro de viajes con algunos fragmentos de las memorias de mi abuelo llevaba ese título, El viaje está en la sangre.1

      El nombre lo había puesto mi hija Sara, por entonces de diez años, quien también había propuesto la portada, consistente en un tubo de ensayo con una muestra de sangre, un barco y un avión, comparando así las diferentes formas de desplazamiento de las crónicas contenidas en el libro, las de mi abuelo y las mías. Y el ilustrador aceptó la idea y la plasmó en la portada.

      Al principio, de todos modos, no entendí muy bien a qué se refería Alicia con esa frase del viaje en la sangre porque tenía entendido que mi abuelo había sido el primero en salir del país desde que nuestros ancestros llegaran de España en la época de la Colonia, en un barco procedente de Sevilla. Pero todo quedó claro cuando miramos un mapa viejo que otro familiar tenía de Antioquia, en el que las montañas estaban muy bien dibujadas. Entendí al ver aquel pañuelo arrugado de accidentes geográficos antioqueños que la pulsión por viajar de este lado de la familia encontraba su expresión en la medida de las posibilidades. Mi bisabuelo, el papá del abuelo Raúl, había sido un arriero toda su vida y murió en ejercicio de ese oficio.

      A pesar de ser un buen padre de familia, insistía Alicia, el trabajo de su abuelo, mi bisabuelo, hacía que la mayor parte del tiempo “tuviera” que estar viajando. No se trataba de viajes internacionales, como los de las siguientes generaciones de viajeros de la familia “midiendo el mundo”, pero sí de interminables desplazamientos desde Bolívar, Antioquia, a lo que, a partir de 1947, sería el departamento del Chocó.

      Como es bien sabido, esta región habitada mayoritariamente por indígenas y descendientes de esclavos africanos ha sido rica en metales preciosos, especialmente oro. El trabajo del bisabuelo era desplazarse con un par de mulas desde su natal Bolívar, municipio antioqueño luego rebautizado Ciudad Bolívar, que era limítrofe con el Chocó, para comprar ese oro y venderlo a su regreso. Las mulas por supuesto no iban sin carga en el camino de ida, así que el negocio en el fondo era la venta de cachivaches para los mineros, y seguramente la mayoría de las veces se trataba de un simple trueque. De hecho, mi abuelo alcanzó a nacer en el pueblo de Negua en el Chocó, a raíz de esos desplazamientos de la familia entre los dos departamentos.

      De este modo, y sin ser rico con el negocio, pero tampoco subordinado de nadie, sostenía bien a su esposa y a sus tres hijos en Bolívar, dos varones, mi abuelo Raúl y su hermano Conrado, y una mujer, Mercedes, la madre de “las muchachas”. Pero sobre todo, dice doña Alicia, además de ganar los ingresos para vivir, con ese modo de vida mi bisabuelo le daba gusto a una poderosa necesidad que existía entre nuestros ancestros desde generaciones atrás, la de estar en permanente desplazamiento, sin renunciar por eso a la creación de un núcleo familiar estable.

      Pero la fatalidad se abatió sobre ellos, contaban las “muchachas” muy compungidas, como si se tratase de un hecho reciente, cuando un día el bisabuelo no regresó más de una de sus correrías, y semanas después se supo que había sido asesinado por forajidos


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