Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
York para su tratamiento contra el cáncer de pulmón, con el mismo doctor de Evita Perón, y desafortunadamente con el mismo resultado.
El abuelo fue muy paciente en su espera del gran viaje, pero su novia, mi abuela, doña Antonia Ochoa, a quien no conocí tampoco por lo dicho, fue una auténtica Penélope. Lo esperó largos años a que lograra organizar este viaje soñado, y confió en que cumpliría su palabra de casarse con ella al regreso del mismo, como en efecto sucedió. Tal cual lo prometió, mi abuelo Raúl se dedicó el resto de la vida a ella, a sus hijos, a sus estudiantes, y por supuesto a la lectura, que era su otra gran debilidad. No dejo de pensar que si él hubiera vivido en estos tiempos de viajes aéreos transoceánicos y desplazamientos low cost, y quizá con el apoyo inicial de una familia en mejor situación financiera, como fue mi caso y el de mis tíos, podría haber hecho compatibles esas ocupaciones con la pasión viajera por el resto de su vida.
Hay que recordar, sin embargo, como el lector podrá comprobarlo unas páginas más adelante, que el abuelo Raúl escribió estas memorias de viaje no en honor de mi abuela, que era su novia por entonces y lo esperó, sino pensando en su mamá. Se nota en sus palabras la devoción filial que sentía por ella, lo que es comprensible habiendo sido capaz de criar a tres hijos ella sola tras la muerte del bisabuelo en sus viajes transmontanos.
Creo que su intención inicial era no leerlas a nadie más y utilizarlas también como un recordatorio para sí mismo de esos meses inolvidables, porque hace la advertencia a su madre en el texto de que por favor no decida cerrar el cuaderno cuando menciona su visita a un restaurante de bailarinas famosas, “Les Folies”, diciéndole que no describirá nada más sobre el tema para evitar su censura. Justamente como estaba pensado en ser leído por su mamá, este texto está desprovisto de esa retórica varonil casi barroca utilizada en esos tiempos en nuestra tierra, y por eso creí que lo hacía cercano al lector del siglo XXI y que merecía su publicación.
Con una escritura agradable y humorística, sin ser avaro ni recargado con las descripciones, considero que mi abuelo en cierta forma, con este estilo, pudo haber sido sin saberlo el autor del primer blog de viajes en Colombia conocido. Con su pequeño cuaderno de profesor, convertido en diario de a bordo, para su mamá y el recuerdo personal, sin duda marcó un ritmo dialéctico bien parecido al de los actuales blogeros de viajes que inundan internet con sus relatos, pero más fino en el estilo, por supuesto.
Debo aclarar que la decisión de publicar íntegro este diario de viajes, que inicialmente el mismo autor no lo vio como un texto para enviar a una editorial ni lo escribió para eso, se debe a que tenemos conocimiento en la familia de que en algún momento mi abuelo sí manifestó que quería publicarlo. Lo cierto es que lo fue posponiendo, como nos suele pasar a todos los viajeros empedernidos con nuestros propios escritos sobre esos temas, y es un honor para nosotros poder cumplir ese deseo como un homenaje a su memoria.
Además de ello, nos ha parecido a nuestra familia, y a la Editorial EAFIT, que es interesante mostrar a los colombianos, y especialmente a los antioqueños, cómo un profesor de principios del siglo pasado de nuestra tierra veía el mundo a través de sus conocimientos de historia y de un único viaje al Viejo Continente.
La gracia de este texto es su sencillez, su falta de pretensión, pero sobre todo esa prosa fluida y descomplicada, y al mismo tiempo elegante, precisa y suficiente. El hecho de que con ella quiso transmitir a su mamá las experiencias del viaje que lo separaba de ella por un tiempo largo, es parte del encanto. En el mundo actual, cuando enviamos a nuestros hijos a estudiar al otro lado del mundo sin tener aún mayoría de edad, nos extraña esa actitud, pero refleja cómo se pensaba y sentía entonces en nuestra tierra colombiana y particularmente en Antioquia.
En efecto, este libro contiene unas sencillas memorias de viaje, y no es la portentosa obra Hace tiempos de Tomás Carrasquilla, en la que nos dibuja al detalle aquellas épocas. Sin embargo, también nos da pistas interesantes de cómo pensaban nuestros abuelos y bisabuelos, y nos ayudan a descifrarnos a nosotros mismos. Por ejemplo, la escena de mi abuelo preguntando al director de un colegio en París sobre la clase de religión, nos ayuda a comprender lo importante que era el tema en esa época en Medellín. Y la mayor prueba fue que a la respuesta del profesor francés, laicizado tras un siglo de revueltas, sobre cuál religión se debía enseñar habiendo varias, el abuelo contestó rotundamente “pues: La Religión”.
Hay multitud de escenas que merecen comentario o actualización en las memorias, pero esto haría esta presentación tan extensa como el libro, así que, para concluir elijo una de ellas que tiene su gracia, porque explica en parte esa gran pregunta sobre la tradición viajera de la familia. Don Raúl tenía investigaciones genealógicas sobre los Vélez, las cuales continuó el tío Ramiro, quien me las entregó a mí junto con las memorias. En ella se afirmaba que el primer ancestro de apellido Vélez en venir a Antioquia y sembrar el apellido había sido el capitán Juan Vélez de Ribero, proveniente de un pueblo llamado Cabezón de la Sal, en el norte de España.
En estas memorias se cuenta cómo mi abuelo fue a dicho pueblo, entrevistó al párroco y trató de desentrañar algo sobre el viaje de ese primer familiar, y hasta intentó buscar los archivos de la fe de bautismo de nuestro ancestro, sin lograrlo. Años después de la publicación resumida de las memorias de ese viaje que se hizo en Cartagena, viajé a este pueblo, situado entre Oviedo y Santander, busqué a los Vélez que aún hay y me entrevisté con algunos, recopilé historias, e intenté terminar esa tarea de búsqueda del primer viajero de la familia, ochenta años después del intento del abuelo. Y en efecto, incluso ya sé dónde está oficialmente esa fe de bautismo del indiano Vélez, nuestro ancestro, aunque será labor de mi hija ir a tomarle la foto al viejo documento, ya para una próxima publicación, o de su hermano menor, mi hijo André.
Para más coincidencias, hablé con el párroco del pueblo, muy anciano y ya jubilado, quien recordaba al viejo sacerdote con el que se entrevistó mi abuelo, porque dijo haberle recibido la parroquia a él, siendo la diferencia de edad de los dos muy grande. Y quiso la casualidad también que este sacerdote hubiera dedicado su vida a estudiar la historia de su pueblo, y hasta había publicado de su propio bolsillo varios libros sobre ello, lo que resultó fascinante en mi búsqueda de información sobre los ancestros.
Él afirmaba que los Vélez éramos descendientes de los cantabros prehistóricos y de poblaciones que nunca terminaron de asentarse definitivamente en ningún lugar por diversos motivos. Me dijo que cuando por fin tenían cierta estabilidad en una zona esas familias de todos modos emigraban al poco tiempo hacia diferentes partes del mundo, como hizo el capitán Juan Vélez de Ribero, primero a Sevilla y luego a lo que es hoy Antioquia. Si bien esto parece explicar esta pulsión familiar del movimiento geográfico de don Juan Vélez, y de sus descendientes seguramente arrieros hasta mi propio bisabuelo, así como de los que de ahí en adelante en la familia nos obsesionamos con los viajes, puede haber otra razón que le dé cuerpo a la cuestión.
Como explica Enrique Serrano en su reciente libro, Colombia: historia de un olvido, muchos españoles vinieron a América y especialmente a lo que hoy es Colombia y, sobre todo, Antioquia, a buscar oportunidades que como descendientes de judíos no podían tener por no ser cristianos viejos, y construyeron con la arriería un mundo nuevo, pacífico, semisecreto y al mismo tiempo interconectado. Yo me identifico con esta teoría y veo en mi abuelo hipercatólico la huella de esa sangre semítica que llevó al pueblo judío a recorrer el mundo a fuer de exilios y empresas fundacionales, toda vez que Vélez es un apellido para algunos claramente Sefarad, o sea, perteneciente a los judíos que huyeron hacía España en el siglo I, tras la destrucción de su templo en Jerusalén por parte de los romanos.
Cualquiera que pueda ser la verdad de por qué mi abuelo le dio tanta importancia a un sencillo viaje de ocho meses por el Viejo Continente, o de por qué sus ancestros y descendientes valoraban y valoramos los viajes de un modo en exceso superlativo, lo cierto es que este texto personal se libró del olvido y es un nuevo libro de la colección justamente llamada Rescates, para el deleite del lector antioqueño y colombiano.
Disfrute el lector de este doble viaje, geográfico y en el tiempo, que nos habla del Viejo Mundo, pero también de quienes en el fondo somos y seguiremos siendo los antioqueños, a través del sencillo diario