Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González

Memorias de viaje (1929) - Raúl Vélez González


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interior, y ellas me revelan del trabajo imposible a mi pluma, de describirla. Me remito los datos que me escribió el guía en un papel. La catedral tiene en su frente principal dos torres, de dos cuadras de altura; atrás tiene otra como cúpula y en todo su exterior ciento cuatro torrecitas de diversos tamaños. Las columnas que separan la nave central de las laterales tienen cincuenta metros de altura, veinticuatro penetran bajo el nivel del suelo y tienen veintiocho de circunferencia; el largo del edificio es de ciento cuarenta y cuatro metros. Tiene setecientos setenta y ocho de gran tamaño y cinco mil de inferior, que decoran muros y columnas por dentro y por fuera; y, en fin, caben cómodamente unas veinticuatro mil personas. Fue comenzada en 1248 y solo se terminó hace unos cincuenta años, en 1880. Vista desde muy lejos, parece un despoblado, porque los altos edificios que la rodean, de cinco pisos o más, apenas se distinguen al lado de esa mole.

      Después de comer en un restaurante fuimos a dar un paseo a pie a lo largo de los bellos malecones del Rin. A lado y lado se ven todavía los bares de los viejos castillos, y yo cerraba los ojos al presente para ver en el lejano pasado las flotas normandas entrando a sangre y fuego por aquel río, hoy tan civilizado y tranquilo.

      Recorriendo la ciudad encontré con una pila, viejo monumento romano. Según las inscripciones latinas que tiene y los bajorrelieves de finísima piedra, es este el monumento en que, Claudio dedicó la fundación de esta villa a su esposa Agripina, madre de Nerón, nacida allí cuando este era un pueblecito de pescadores. Para honor de la honrada mujer fundó esta colonia romana y por eso su nombre es Colonia.

      Por la mañana, el veintiséis, hicimos un agradable paseo a Bonn, patria de Beethoven, el gran músico, y fuimos derecho a la casa donde nació y vivió mucho tiempo el genio de la música. La casa, aunque en el exterior está reformada, en su interior conserva su antigua humildad. El cuarto donde nació el hombre está en un balconcito y parece algo como un gallinero. Sus habitaciones son humildes en extremo y solo tienen la grandeza de los muchos objetos de pertenencia del músico: medallas y condecoraciones, retratos en todas sus edades, mascarillas en barro, vivo y muerto, sus violines, sus cornetas acústicas (¡él era sordo!), dos pianos que suenan muy duro, donde componía, el órgano de la iglesia donde fue organista durante dieciséis años, aparato viejo y ordinario, y para terminar, los originales de la Misa solemne y de la “novena sinfonía” fuera de otros menos conocidos. Salimos; otra vez rodamos hacia Colonia a lo largo del Rin; viendo más castillos y más piedra vieja en todas las formas; llegamos a la ciudad, y después de unas horas más, empleadas en curiosear el comercio, en comprar postales y algunas curiosidades de la vieja villa, tomamos el tren para Bruselas.

      Pasamos muchos pueblos, de esos pueblos sin nombre para el viajero de otras regiones, de pronto una estación ostenta un nombre bien conocido, que me alboroza la memoria: Aix-lachapelle, ¡la vieja Aquisgrán de Carlomagno! Allá, a la derecha, sobre intrincadas colinitas se levantan los viejos muros de la viejísima metrópoli del más poderoso monarca que tuvieran estas tierras. Sobre un monte vecino, entre pinares, hay un castillo o algo así; quiero preguntar algo pero ¿a quién? Aún estoy en poder de los alemanes. Es tal el trabajo con esta maldita lengua, que cuando en Colonia vi letreros en latín fue como si viera cosa familiar: tanto, que los traduje si dificultad.

      Voy pensando en estas cosas cuando para el tren y entran en nuestro departamento dos hombres de uniforme, que dicen con una educación y cultura exquisitas: “L’adouane. Degrez, messieurs ouvrir les baoulés, s’il vous plait”. Estamos en Bélgica. Se habla el francés, se nos trata con cultura… hemos dejado atrás a los bárbaros, ya puedo hablar, ya entiendo y me entienden. Casi canto el Tedeum.

      Otra estación: Lieja, la bella y desgraciada ciudad que recibió el primer bautismo de sangre en 1914. Entra en nuestro departamento una anciana fuerte aún; le hago algunas atenciones y simpatizamos; aludo a la guerra y comienza a contarme con calma los horrores de esos días; va energizándose y acaba con los puños cerrados y llorando.

      “Estaban, me dice, esos bárbaros disfrazados y con solo un puñado de hombres y por eso entraron en nuestra pobre tierra, tan rica en trabajo y en valor. Si hubiéramos estado avisados no se entran, por Dios; yo hubiera empuñado un fusil a pesar de mis años”. Y al hablar la vieja tiembla de odio contra el alemán. En estas pláticas llegamos a Lovaina, la que más sufrió de todas las ciudades. No podemos verla sino de la estación. Será lo mismo una cosa que otra pues teatros de guerra nos sobrarán en Bélgica.

      Llegamos por fin. Son las ocho y treinta de la noche y está de día. Como ya sé hablar doy instrucciones al chofer para que nos lleve a un hotel barato y confortable. Nos trae al Hotel Pol. Veinte francos belgas vale el cuarto, está central y cómodo y a la altura de mis recursos.

       [Bruselas]

      Después de instalados, salgo solo por esas calles, porque mi compañero gusta más del reposo, después de cinco horas de tren. Por casualidad emboco el bulevar Adolfo Max, uno de los más hermosos de la ciudad, y me entretengo viendo los escaparates de los grandes almacenes, donde se nota la elegancia francesa, en contraposición con aquella rigidez y grandeza alemanas que acabamos de dejar. Paseo un buen rato entretenido y rehuyendo las propuestas dudosas que hacen con señas y con medias palabras, mujeres bien puestas, pobres criaturas que ofrecen al viajero un poco del honor que nunca tuvieron. Vuelvo al hotel y duermo.

      Al día siguiente, sábado, me dedico a conocer un poco la ciudad y a buscar algunas personas que necesito. Encuentro una sola de ellas. Busco la rue de l’Ermitage por si doy con el Dr. Decroly, mi viejo amigo, y un agente de policía me dice que hace un año que murió. ¿Será verdad? Por mucho que busco al Dr. Agustín Govaerts, no doy con él. Tal vez la dirección está errada. Resuelvo informarme de todo en el consulado el lunes venidero.

       [28 de abril]

      Hoy he llenado otro de los grandes deseos de toda mi vida: ¡He estado en Waterloo! Por cuarenta y cinco francos (1,35 pesos), un auto, con guía y todo, nos he llevado al campo memorable, pasando por las carreteras más lindas, por bosques, lagos y castillos que son un edén. Como es domingo hay gran multitud de paseantes. Parece que Bruselas toda se hubiera dado cita en estos lugares encantados. Llegamos al campo de batalla. En todo el centro de la acción se levanta un monumento de tierra, un montículo cónico como un pan de azúcar algo achatado, de cincuenta metros de altura, y coronado por un león de hierro, según nos dicen, fabricado con cañones tomados a los franceses. El monte tiene unos dos o tres mil pies de base y se sube a la cima por una escala de piedra de doscientos seis escalones. Tanto allí encima como en el paseo que damos por el campo, el guía, viejo que asegura que su abuelo estuvo en la batalla, nos la describe con sobra de prosopopeya. Pienso que nos dirá doscientas mil mentiras, pero, en todo caso, nada ha dicho contrario a lo que yo he leído. Aunque hablaba en un francés muy flamenco, creo que no le perdí palabra, y esta es poco más o menos la descripción que nos hace:

       Desde el 16 de junio de 1815, Napoleón, se aproximó al campo, rechazando a los enemigos. Los prusianos fueron perseguidos por Grouchy, mientras Napoleón se preparaba para atacar a los ingleses en sus fortificaciones de Waterloo. Llegó al campo histórico el 17 por la tarde y a caballo estuvo recorriéndolo toda la noche para ver cuál era el punto vulnerable del enemigo. Solo ya de día descansó un poco y a las 11: 35 del 18 dio el primer cañonazo. Su intento desde un principio fue tomar la granja de Hougoumont, principal valuarte de los ingleses, y después de siete asaltos logró la fuerza francesa (a la izquierda) tomar los patios de la granja-castillo, con una enorme pérdida de soldados. Mientras tanto Ney, al frente de la caballería intentaba tomar la fortificación de Mont. St. Jean, y fue rechazado en doce terribles ataques que le hizo. En estas, mientras los franceses esperaban a Grouchy, apareció por la llanura, a la derecha de Napoleón, la armada prusiana a órdenes de Blücher, compuesta de cincuenta mil hombres. Napoleón comprendió que estaba perdido y ya no hizo sino procurar un último esfuerzo, en forma de retirada en orden, que pronto se convirtió en derrota. Y el emperador, viéndose perdido, tuvo que abandonar su carroza y huir como y por donde pudo.

      El ejército francés constaba de setenta y dos mil hombres y los aliados (Inglaterra, Holanda y


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