Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González
de Berlín y estos fallaron en favor del campesino, quien siguió trabajando en su molino, y el rey se acostumbró al ruido. Por orden del rey, el molino se conservó y hoy Alemania lo tiene como una joya que dice de la libertad que ha habido siempre en la nación para poseer propiedades.
Es la segunda una hermosa nevada que me tocó. Comenzó a caer antes de entrar al palacio y duró casi todo el día, de manera que nos cayó casi toda encima y parecíamos unos álamos andando por los jardines. Me divertí con el espectáculo, tan nuevo para mí. Gocé viendo caer esas a manera de maripositas blancas, del tamaño de un afrecho y en cantidad tan copiosa como una nube de langostas. Fue de los gustos más grandes y más inesperados que he tenido, pues ya llevamos un mes de primavera. Al regreso vimos muchas residencias de nobles antiguas. Recorrimos una calle que partiendo del palacio del Káiser en el centro de Berlín, va a los lugares donde se hacían las maniobras militares. Es una línea recta y tiene treinta y dos kilómetros. En su curso, ya dentro de la ciudad, hay un parque, el Tiergarten que tiene una legua de largo y casi el mismo ancho. Su nombre significa jardín de los animales y está cuajado de estatuas. Por la mañana he visto la avenida “Unter den linden” (Bajo los tilos), que está separada del Tiergarten por la puerta de Brandeburgo, que es algo así como el Arco del Triunfo de Berlín. Sobre dicha puerta está la Cuadriga, imponente grupo de caballos guiados por un Marte, todo en bronce, que se llevó Napoleón a París como trofeo y que luego, en 1815 recuperó el Gral. Blücher, sin que los franceses la hubieran aún desempacado (en treinta y seis cajas). La avenida es muy ancha y tiene una ruta central, que en tiempo del imperio solo pisaban los carruajes del Káiser. En el extremo está el palacio imperial en un lado y la catedral en otro y a lo largo la Universidad, el palacio del Kromprins, el edificio de la Guardia, las principales embajadas, los hoteles más lujosos y muchas cosas más de importancia histórica y artística. Pero lo sorprendente está en una de las avenidas del Tiergarten, la llamada Siegesallee, que tiene las estatuas, en mármol blanco, de todos los soberanos de Alemania desde antes de Carlomagno. Están alineados a lado y lado de la avenida y tienen detrás, cada una, a derecha y a izquierda, dos bustos de graves personajes, quizá ministros, muchos con mitras. Cada monumento está limitado por detrás por un semicírculo de balaustrada de mármol. Al extremo norte de la avenida está el monumento a la victoria, tan alto como una catedral, y siguiendo encuéntrase la estatua de Roon, organizador del ejército alemán; a la izquierda, la de Moltke y a la derecha el soberbio edificio del Reistacf (congreso). Frente a este edificio está la estatua de Bismarck, en bronce y rodeada de cuatro alegorías en el mismo metal y que representan todas a un gigante: matando un león, forjando una espada, escribiendo un libro y protegiendo no sé qué industrias; todo ello símbolos de la grandeza de esta nación y de su odio secular a Francia. Veré algo del inmenso Berlín que se extiende por todas partes en proporciones gigantescas, con suntuosos edificios, con sus elegantísimos teatros, sus restaurantes lujosos, etc. pero todo sin una importancia muy capital para mí. Lo último grande que quizá vea el martes, será el famoso almacén llamado Wertheim que tiene dieciocho mil dependientes y donde venden desde un diamante hasta un chorizo y una hoja de cal. Entonces saldrá para la “Vieja Colonia”.
No quiero terminar esta croniquita sin recordar atrás dos humoradas del gran Federico. Como el palacio que visité primero se llama Sanssouci, que significa en francés algo así como sin cuidados, sin preocupaciones, alguien felicitó al rey porque había hecho un retiro tranquilo y él respondió que como el nombre del palacio estaba en la fachada, quería decir que fuera podían todos estar sin cuidados ya que su rey estaba adentro devorándolas todas. La otra, que me hizo mucha gracia, fue que, como él protegió a Voltaire, le destinó una habitación en el palacio nuevo y se la decoró a su gusto. La habitación, que yo vi muy detenidamente, tiene mil dibujos de animales grotescos: loros, monos, ardillas, zorras, etc. los cuales el rey explicó al viejo renegado, traduciéndoselos por hablador, feo, inquieto, malicioso, etc.
[24 de abril]
Aún en Berlín. No quiero despedirme de la ciudad a pesar del idioma. Porque es un trabajo el tal idioma; en los almacenes grandes se habla francés, pero en las calles si uno quiere una información, se fregó. Sus razones, y muy poderosas, tendrían Dios para tirarse la parada aquella de la Torre de Babel, pero hoy por hoy, es lo cierto que me tiene tirado a mí con su paradita. No hay remedio: hay que salir de aquí y ya será mañana, para ver de estar al fin de la semana en Bruselas.
El día de ayer, como el de hoy, ha sido bueno. Conocí nada menos que el palacio del Káiser que ocupa una gran manzana y que tiene seis siglos. Al frente de la fachada principal está la estatua ecuestre de Guillermo primero, con mil alegorías bélicas y casi tan alta como el palacio. Muchas salas visité, pero es notable la sala de trabajo del emperador, donde firmó, en 1914 la declaratoria de guerra al mundo. Hay en el centro una mesa, regalo de la reina Victoria de Inglaterra, contraída con madera de la fragata Victoria en que iba Nelson en la batalla naval de Trafalgar, y donde perdió la vida. En el centro de la mesa hay una papelera que imita la fragata, con una banderita que representa, en el lenguaje naval, la frase de Nelson al comenzar la batalla, y que es la proclama más corta y más hermosa que han visto los siglos: “Soldados. Cada uno de vosotros es hoy Inglaterra”. Quisiera tener tiempo para descubrirlo todo. Qué riqueza en porcelanas, mármoles y pinturas, qué pavimentos, qué decorados, qué retratos, qué forma de alumbrado, donde no se ve un foco y la luz, al ser encendida, se filtra tenuemente al través de delgadas placas de mármol blanco, de manera que quedan las paredes dando luz sin que sepa uno de dónde viene. Y ya cierro el cuaderno. No escribiré más de Berlín, porque no acabaría. Hoy he tomado un auto y a toda velocidad no pude salir de la ciudad en casi una hora, pero encontré un enorme parque, siempre con el ídolo en bronce: Federico el Grande. Si voy esta noche al teatro, no quedará constancia. No escribo más.
[27 de abril]
Ya estoy en Bruselas y como el viaje fue rápido, con una pequeña demora en Colonia, no tuve tiempo de tomar mis notas. Todavía, antes de salir de Berlín, vi cosas dignas de apuntarse, como el jardín zoológico que tiene unos tres mil ejemplares de animales raros, desde el oso blanco de los polos hasta el león africano. El acuario parece un cuento de hadas. Qué variedad de peces, que viven en vitrinas iluminadas, qué elegancia y qué lujo en esa instalación. En el centro del edificio se encuentra uno como caño o laguna artificial que tiene vegetación tropical y está calentado el ambiente a una temperatura como la del Magdalena. Allí viven a su gusto toda clase de caimanes y cocodrilos. Y en fin, cuanto Dios hizo en materia de lagartos y culebras.
Salí de Berlín a las 8:24, y a las cuatro distinguí a lo lejos la enormísima catedral de Colonia, después de haber recorrido una gran parte del hermoso río Weser. Allá se divisa el Rin, tranquilo y torcido en elegantes curvas. Se pasa por un fuerte gigante y se llega a la estación que está al pie de la gran catedral. Bajamos y allí son los trabajos. Veo un individuo con una gorra que dice: “Dom Hotel”; le hago señas, carga con las maletas, busca un auto y nos lleva, para descargarnos a una cuadra, al otro costado de la catedral. En la puerta, un criado de frac, hace una cortesía hasta el suelo. Entramos en un vestíbulo como una iglesia, lleno de tapices y de cuadros. El portero parece un mariscal y solo conozco que es portero porque en la gorra tiene la palabra. Veo que nos metimos en la grande y que además de lo caro que será el tal hotel, el diablo que sepa vivir allí. Pero como tenemos intenciones de partir al día siguiente, me resuelvo a que nos desplumen. En efecto: el cuarto vale veinte marcos (U$5) por noche, sin alimentación. En el ascensor nos hacen mil cortesías. El cuarto es a todo taladro, como decimos en Antioquia. Aquí se tiene un respeto por los profesores, extraordinario, y como escribí esa palabra en la tarjeta para la policía, ya todo se volvió hacerme cortesías todo mundo y decirme “Herr profesor”.
[Colonia]
Poco diré de la ciudad, porque toda mi atención se la llevaron el río y la catedral. Inmediatamente dejamos las maletas en el cuarto, bajamos y derecho a la catedral. Puede uno hacer suposiciones y nunca llegará a imaginarse lo que es esta enorme fábrica, hecha en muchos siglos. Me quedé estático ante ese