Contra la caridad. Daniel Reventós
Pfaff argumenta que la supervivencia evolutiva depende del cuidado de madres, padres y familiares. El cerebro humano, dice (p. 58), superpone y difumina imágenes de otras personas con la nuestra, mediante «un incremento de la excitabilidad de las neuronas corticales, de modo que, cuando las células nerviosas que representan al otro emiten señales, las que representan al yo también lo hacen». Existe un «interruptor ético» en el cerebro, que se activa antes de que realicemos un acto, de manera que, «en lugar de ver literalmente las consecuencias del acto para otra persona, ¡las visualizamos automáticamente como si afectaran a nuestro propio yo!» (p. 60).
Puede que los argumentos de Pfaff no apoyen necesariamente la programación para el altruismo o la bondad innata, pero sugieren la naturaleza social de los seres humanos. Pero ¿qué tipo de naturaleza social? La regla de oro o ley de reciprocidad, «haz a los demás...», puede llevar a resultados contradictorios y violentos. ¿Quién sabe lo que le gusta a una persona? Un sádico no es un masoquista. A la mayoría de nosotros nos gusta que nos traten bien, pero ¿significa eso que debemos tratar bien a los supremacistas blancos? ¿O pensamos en sus víctimas, las apoyamos y hacemos la vida imposible a sus abusadores? Las explicaciones respetuosas con todas las religiones que instan a una u otra versión de la regla de oro suelen soslayar las cuestiones sociales.
Existe un peligro en la teoría de Pfaff, especialmente cuando afirma que su investigación sobre el altruismo puede «emplearse para contribuir a atraer a los individuos antisociales a la corriente mayoritaria» (p. 221). ¿A qué redil «mayoritario» quiere llevar a esos individuos? Este es un asunto cultural y político y a menudo puede utilizarse, como sabemos por todo tipo de terribles experimentos de ingeniería social, para discriminar, atacar la libertad y la diferencia, destruir identidades y hacer daño, en general. Basta con pensar en los «tratamientos» dados a homosexuales y mujeres difíciles que eran bondadosamente encerradas, como a Lucia Joyce, la hija de James Joyce (encerrada con la ayuda de los benevolentes fans ricos de Joyce), por citar un solo caso espantoso. A Pfaff le interesan principalmente las iniciativas sociales para incentivar las funciones del cerebro altruista, aun si las condiciones sociales, incluyendo a la pobreza y la gran desigualdad, resultan irresolubles. Pero, en esas condiciones, es más probable que los desposeídos sean «antisociales». Seguramente, es natural expresar ira contra una sociedad que te perjudica. Así que ¿habría que convertir a la «corriente mayoritaria», con un poco de altruismo, a los rebeldes iracundos? No hace tanto tiempo que la lobotomía se consideraba bienintencionada. El altruismo de Pfaff no está lejos de los viejos preceptos religiosos que aceptan la injusticia e intentan, a lo sumo, poner parches al statu quo (con la intención de apoyarlo).
Richard Dawkins, en su revolucionario superventas El gen egoísta, examina la «biología del egoísmo y el altruismo» y concluye que el egoísmo genético suele tener como resultado el comportamiento egoísta del individuo, aunque hay circunstancias en que, entre animales individuales, los intereses de un gen se defienden mejor con un cierto nivel de altruismo. Aporta una explicación de la evolución centrada en los genes y dice, por ejemplo, que, cuando un pájaro o un insecto se reproducen, asumen un riesgo, no para beneficiarse ellos mismos o a la especie, sino para asegurarse de que sus genes perduren, sobreviviendo a expensas de otros genes. El título del libro llevó a la especulación de si Dawkins abogaba por el egoísmo individual (al dotar a los genes de rasgos mentales y habilidades como el egoísmo y la intencionalidad). Dawkins a menudo ha dicho que habría querido titular el libro El gen inmortal.
Otro enfoque biológico al altruismo procede de David Sloan Wilson, profesor distinguido de biología y antropología de la Universidad Estatal de Nueva York.64 En su libro ¿Existe el altruismo? Cultura, genes y bienestar del prójimo, argumenta que la selección multinivel —una versión de la selección grupal en que la selección natural puede darse simultáneamente en muchos niveles de la jerarquía biológica, desde los genes hasta los individuos, las poblaciones y las especies— explica el altruismo, lo que sugiere un modo de guiar la evolución de las instituciones sociales humanas, por ejemplo, la economía. A juicio de Wilson, la teoría evolutiva puede localizar los intereses grupales altruistas y los diseños sociales que los favorecen:
Si queremos resolver los problemas más acuciantes de nuestra época, como la paz mundial y la sostenibilidad ecológica global, se requiere más evolución cultural, que debe guiarse por un complejo conocimiento de la evolución. (p. 88)
Dado que los problemas de nuestra época son extremadamente acuciantes y millones de personas mueren o viven con gran angustia a causa de ellos y la evolución se encuentra algo dañada, ya que especies enteras desaparecen cada minuto, puede ser divertido jugar con la «evolución cultural», pero esta es más bien lenta en traer mejoras.
Pasando de la neurobiología a la psicología, uno va de un complejo debate sobre el neocórtex a una descripción de la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales (2007) que parece haberse limitado a añadir la palabra motivacional a descripciones normales y corrientes, para hacerlas así «psicológicas», de modo que aquí el altruismo es «un estado motivacional con el objetivo de aumentar el bienestar del prójimo». Motivacional no ayuda mucho, si no sabemos nada de las motivaciones, por no hablar de las necesidades del beneficiario. El altruismo parece desarrollarse en el vacío social. También en sociología, evidenciando otra vez el abandono de los principios emancipatorios de la Ilustración —que antaño habían predominado en las humanidades—, la definición común de altruismo es vaga y cargada de valores: «un principio de solidaridad respecto a las necesidades y los intereses del prójimo». Pero esta estima solidaria no parece extenderse a, por ejemplo, el estado de Rakáin, en Myanmar, donde el pueblo rohingya ha estado largo tiempo sometido a una persecución genocida.65 Esta tragedia, bien documentada, es tan poco conocida que el corrector de Google objeta a las palabras Rakáin y rohingya. A pesar de que muchos estudios ponderan la relación entre altruismo y bien común, casi nunca se mencionan las condiciones materiales que provocan la necesidad, socialmente originada, del altruismo.
En las actuales sociedades seculares, el debate normativo sobre la caridad o la filantropía suele centrarse en el altruismo y la empatía que aparecen, al menos en algún grado, en todas las opiniones antiguas sobre la caridad, pero ahora adaptadas a los tiempos modernos. Si en el pasado lejano los distintos conceptos estaban marcados por la relación entre divinidades y buenas acciones en la tierra, el debate actual giraría más en torno a la responsabilidad individual (y, a veces, social o estatal) respecto a la gente sufriente. La palabra altruismo fue acuñada por Auguste Comte (1798-1857), como antónimo de egoísmo. Acercándose, más o menos, a lo que actualmente se denomina ética evolutiva, Comte consideraba la ayuda mutua entre los hombres como la continuación de los fenómenos de comportamiento cooperativo que abundan en biología. Reconocido como fundador de la disciplina de la sociología, la «filosofía positiva» y el «evolucionismo social», y también calificado de ideólogo de una posteísta «religión de la humanidad», Comte fue influyente en el siglo xix, una época en que «la caridad era la base de la ayuda a los pobres».66 Con la creciente popularidad de las relativamente nuevas ideas de laissez faire, laissez passer (dejen hacer, dejen pasar) —expresión atribuida a Vicente de Gourney (1712-1759)—, a veces con la floritura de le monde va de lui-même (el mundo funciona por sí mismo), pronto se comprendió que esta versión del individualismo necesitaba ser atemperada con algo de altruismo, finalmente formulado por Auguste Comte.
Pero seis décadas después del inicio de la reacción termidoriana, ya no se hablaba de derechos. En efecto, en su Catecismo positivista,67 Comte elimina conscientemente los derechos de su marco:
[El] punto de vista social no puede tolerar esta noción de derechos, porque esta se basa en el individualismo. Nacemos bajo una carga de obligaciones de todo tipo, para con nuestros predecesores, para con nuestros sucesores, para con nuestros coetáneos. [...] [Vivir para los demás], la fórmula definitiva de moral humana da una sanción directa exclusivamente a nuestros instintos de benevolencia, la fuente común de felicidad y deber. [El hombre debe servir a la] humanidad, a la que pertenecemos totalmente.
Llegados a este punto, es instructivo volver al tipo de derechos contra los que estaban reaccionando los pensadores franceses decimonónicos con sus nociones de altruismo. El derecho esencial, primero, formulado por Robespierre en su discurso de 2 de diciembre de 1792, sobre la subsistencia,