Contra la caridad. Daniel Reventós
y vengador de todo mal que se les infligiera. La hospitalidad, o la falta de ella, es uno de los principales temas de la Odisea, de Homero. Cuando, finalmente, Odiseo vuelve a casa, recuerda a Antínoo, impertinente y oportunista pretendiente de Penélope, que los dioses y las Furias existen para los mendigos y que su grosería con un extranjero le traerá la muerte, no el matrimonio, profecía que cumplirá pronto, con una certera flecha sobre su cuello.
Fundamentalmente, la caridad era un asunto de política, en la mejor tradición de la economía política, porque el interés era apuntalar el sistema de clases. En los siglos v y iv a.n.e., la caridad se basaba más en la sociedad que en el reino de los dioses, porque el mal se veía ahora como un problema terrenal o, como dijo Platón, «la causa del mal debemos buscarla en otras cosas, y no en Dios».43 Aristóteles, el pragmático, estaba preocupado por los efectos desestabilizadores de la pobreza, «porque los débiles están siempre pidiendo igualdad y justicia, pero a los fuertes no les importa ninguna de estas cosas».44 En los siglos vii, vi y v a.n.e., un número creciente de ciudadanos había alcanzado más derechos políticos, pero en el período helenístico, después de 323 a.n.e., las clases altas, comprendiendo que la aplicación legal de los derechos políticos no actuaría en favor suyo, ofrecieron el hoi polloi, una cierta suma de caridad «para que sea concedida o denegada a su antojo», como dice G. E. M. de Ste. Croix.45 Al fin y al cabo, si venían tiempos difíciles, era más fácil recortar en caridad que derogar leyes. En torno a 700 a.n.e., Hesíodo escribió que la pobreza era una realidad dada por Dios y que caería una maldición sobre aquellos que no ayudaran al prójimo necesitado. Pero los pobres estaban lejos de ser la principal preocupación de la filantropía de la antigua Grecia. Los ciudadanos ricos contribuían notablemente a la financiación de los costes de templos, expediciones, producciones teatrales, así como de la liturgia y los deportes, en una primigenia forma del actual tipo de caridad de que tanto alardean las celebridades. La caridad, como en Roma, era una forma de exhibición y, en algunos casos, quizás no fuera distinta de la competición por el protagonismo en los ciclos de regalos en Papúa Nueva Guinea o entre los kwakiutl. Pero había una diferencia esencial, que es que el sistema en que los griegos ricos se esforzaban por conservar un grado considerable de predominio económico individual era, esencialmente, desigual.
En cualquier caso, esas actuaciones eran también una obligación, porque se esperaba de los ricos que dieran apoyo directo a la seguridad del Estado, por ejemplo, comprando barcos para la armada. Así, la «caridad» se convertía en una forma de impuesto, y los nobles atenienses no eran inmunes a las tentaciones de evasión y de solicitar honores de Estado, cuando consideraban que la demanda pública era demasiado alta. En el siglo vi, la «filantropía» hacía referencia, en griego, a las exenciones que los emperadores de Bizancio —durante siglos dotados del título de Vuestra Filantropía— concedían a instituciones caritativas como orfanatos y escuelas. Y, probablemente, ahí está el origen de las exenciones/evasiones fiscales de las instituciones caritativas modernas.
Ste. Croix señala que, en el siglo iv de nuestra era, la esclavitud era universal y acríticamente aceptada como parte del orden natural. El cristianismo, dice, no alteraba la situación, «salvo para reforzar la posición de los pocos que gobernaban y aumentar la aquiescencia de los muchos explotados, aunque incentivara los actos individuales de caridad» (p. 209). La caridad, como el ir a la guerra, era algo que hacían los hombres. Si entraba en la escena alguna dama, era mejor que fuera lactante y virginal y, por lo tanto, que no interfiriera en ninguna propiedad del marido ni en la estructura política general. O podía, discretamente, hacer donaciones al Cristo personificado en los necesitados, como exhorta San Jerónimo (c. 347-420) a Demetria, de alta cuna, en su epístola 130, 14: «a ti se te proponen otros caminos: vestir a Cristo en los pobres...»
Las primigenias ideas hebreas sobre la caridad parecen haberse visto influidas por las de los babilonios, egipcios y otros pueblos del antiguo Oriente Medio, combinadas con su propio pensamiento religioso y social, como se expone en las Escrituras, especialmente en la Biblia hebrea. La raíz ahed (amar) unía lo terreno y lo divino en la caridad, citando el amor de Dios por la humanidad y el amor de la humanidad por Dios, expresado a través del amor por los otros pueblos creados por este. Con todo, la idea actualmente predominante de utilizar la caridad para apuntalar el orden establecido, fijar jerarquías de estatus y resaltar la propiedad era una constante. En el fondo, la idea de filantropía tiene que ver con la responsabilidad cívica: la donación era más una obligación del estatus noble o privilegiado que un derecho y un deber del común de la humanidad.
En términos ideológicos, el cristianismo pasó de un «tipo público» de caridad a adoptar, conforme a las enseñanzas de Cristo, un valor más universal de «amor» (aheb) o «caridad» (ἀγάπη, agápē, en griego), como expone San Pablo en su carta a los corintios: el cristiano estaba obligado a prestar ayuda, no solo a un compatriota, sino también a cualquier persona en situación de necesidad. Ahora la filantropía estaba cambiando la generosidad pública por una beneficencia más privada, aunque los privilegios del sistema de propiedad quedaran intactos, en parte porque la recompensa prometida en el Nuevo Testamento no era solamente terrenal, como aclara Lucas (12, 33): «Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla.» Pero la recompensa celestial no era suficiente y era generalmente aceptado, con un pequeño retoque del mandamiento de Cristo en los Evangelios, que un cristiano tuviera propiedades, pero no en exceso. Podía hacer uso de ellas, pero no abuso, y era un tipo de fideicomisario para los pobres a los que tenía que conceder su caridad.46
Pero, ¿quiénes eran esos pobres que la merecían? La distribución de caridad no se regulaba por lo que necesitaba la persona, sino por su carácter moral. Según San Agustín (354-430), no debía darse limosna a practicantes de «profesiones reprobables, como adivinos, gladiadores, actores y prostitutas», porque «quienes dan a gladiadores no dan al hombre, sino a su malvado arte». «Y es que si solo fuera un hombre, y no un gladiador, no le darías...»47 En la Edad Media, concluye Bronislaw Geremek, «la doctrina cristiana sobre la pobreza tenía poco que ver con la realidad social; la pobreza se trataba como un valor puramente espiritual». «Sin embargo, la exaltación medieval no alteró el hecho de que el pobre no fuera tratado como un sujeto, sino como un objeto de la comunidad cristiana.»48
El judaísmo antiguo había presentado como la esencia de la beneficencia a un solo Dios macho, protector de los débiles, las viudas, los huérfanos y los sin techo. Jehová era el amo y señor de toda la creación y había dado refugio seguro y hospitalidad a los israelitas, en forma de Tierra Prometida. Eran refugiados, extranjeros pero «para mí, huéspedes» (Levítico, 25, 23). Como tales, los judíos estaban obligados a «amar, por tanto, al extranjero, ya que vosotros habéis sido extranjeros en Egipto» (Deuteronomio, 10, 19), so pena de cometer apostasía, en caso de no obedecer. Esto significa que la caridad —institucionalizada en los rituales prescritos de donación que articulaban el calendario hebreo— se convertía en una forma de veneración. Ayudar a los pobres era algo más que benevolencia. Era lo que Dios esperaba, una cuestión de justicia divina (más que terrenal) o, en otras palabras, más rectitud (tzedaká) y menos amor (aheb). La tzedaká está exigida por ley, porque es la cancelación de una deuda con Dios. El sentimiento queda fuera de escena. Como se supone que toda la riqueza pertenece a Dios, cualquier bien dado a los pobres es, realmente, un regalo de Dios, y los humanos son solamente los agentes (o fideicomisarios) que aseguran que se reparta.
Uno de los textos más influyentes sobre esas viejas ideas es un tratado sobre la tzedaká49 escrito por Rabbi Moses ben Maimon (Maimónides, 1135/1138-1204), filósofo, astrónomo y físico sefardí y uno de los eruditos sobre la Torá más destacados de su tiempo. Fundamentalmente, es una recopilación de las leyes rabínicas existentes, que resalta la filosofía que las sustenta y, en particular, la idea de que Dios considera que los pobres están cerca de él. Pero el desigual orden establecido queda siempre incontestado: «nunca faltarán pobres en tu país» (Deuteronomio, 15, 11).
Maimónides echa mano, entre otros, del Levítico («No sacarás hasta el último racimo de tu viña ni recogerás los frutos caídos, sino que los dejarás para el pobre y el extranjero», 19, 10) y del Deuteronomio, así como de otras partes de la Torá. Analiza las