Contra la caridad. Daniel Reventós

Contra la caridad - Daniel Reventós


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      El enorme trabajo de Mauss en forma de librito examina la donación recíproca de regalos en sociedades tan lejanas como los indios americanos, los esquimales, los melanesios y los aborígenes australianos, y también descubre los mismos principios básicos en los sistemas legales antiguos —romano, germánico, indoeuropeo e hindú clásico—, cuyas legislaciones, en todos los casos, contienen el principio básico de que no existen los regalos gratuitos. A partir de su amplia gama de datos, argumenta que gran parte de la sociedad humana se basa en prácticas de intercambio colectivo. Su teoría del don es una teoría de la «solidaridad humana», pero también expone puras relaciones de poder en la estructura económica de la sociedad —«todas las deudas, regalos, multas, herencias y sucesiones, impuestos, tarifas y pagos» (p. xii)— que muestran que esos mecanismos posibilitan saber quién es excluido y a quién se beneficia. Pero, a diferencia del capitalismo y su falta de transparencia, incluso en las operaciones caritativas, o especialmente en ellas, la economía del don es pública por naturaleza y los participantes conocen esos factores.

      Los mecanismos reveladores de las estructuras económicas que describe Mauss no se limitan a lugares remotos, sino que parecen ser intrínsecos, si bien en grados y formas distintas, a todas las sociedades humanas. La frecuente confusión sistemática entre la caridad y el regalo también es indicativa de quién es excluido y a quién se beneficia, como puede ejemplificarse mucho más cerca de casa, por ejemplo, en la Inglaterra del siglo xviii, con los intentos de presentar como muestras de magnanimidad cristiana leyes contra los pobres cada vez más duras. Aquí la caridad se hizo famosa como una ideología de la benevolencia que, regulada por una miríada de leyes, normas e instituciones —y, en el caso de las mujeres de clase alta en apuros, tutela moral, como narran las novelas de Sarah Scott Descripción de Millenium Hall y del país adyacente, junto con los caracteres de sus habitantes y anécdotas históricas y reflexiones que pueden suscitar en el lector genuinos sentimientos humanitarios y dirigir su mente al amor por la virtud (1762) y La historia de Sir George Ellison (1766)—, apuntalaba un sistema social y económico que actuaba a favor de la gentry y ejercía sobre las infraclases una violencia cubierta con guante de terciopelo. La caridad y la benevolencia no solamente servían para enmascarar la brutalidad del capitalismo agrario, sino que también eran esenciales para la construcción y mantenimiento de las relaciones de dominio mientras se consolidaba e institucionalizaba el capitalismo industrial.

      Los proletarios romanos no vivían por el trabajo, sino por las limosnas que repartía el Estado. Igualmente, las peticiones de propiedad colectiva de los cristianos no estaban relacionadas con los medios de producción, sino con los medios de consumo.

      Toda noción de caridad de producción en que la gente pudiera haber trabajado conjuntamente «en relaciones de amor» estaba casi totalmente ausente. Alimentada por las desigualdades estructurales del feudalismo, la incipiente industrialización no iba a tolerar ninguna reivindicación de los trabajadores sobre los beneficios de su propio trabajo. Sin duda, la visión de John Locke sobre la abundancia de la tierra pinchó nervio:

      Las referencias a la caridad señalaban el reparto de comida y, a veces, a ricos y pobres compartiendo el pan en la misma mesa, como miembros amorosos de una misma familia, pero las relaciones de producción eran totalmente carentes de amor, una ausencia a veces camuflada por barrigas llenas permitidas por un amo temporalmente benéfico, cubierto por el simbolismo del pan y Dios. Y, como concluye Williams, «en el complejo de sentimiento y referencia derivado de esta tradición, importa, y mucho, además, que el nombre de Dios y el del amo sean, significativamente, uno solo: Señor» (p. 31).

      El humanitarismo, actualmente, tiene elementos de esas viejas ideas de caridad, al aceptar que la catástrofe es algo establecido, que ocurre, básicamente, a los condenados de la Tierra, y al urgir a remediar los desastres supuestamente naturales con bienes de consumo, sin un solo pensamiento sobre las causas de aquellos, un punto de vista que se remonta a la Edad Media: «en la escasez de la economía medieval, la pobreza podía verse como la consecuencia natural de lo que parecían calamidades naturales: hambrunas, enfermedades y plagas» (p. 83). En teoría, la respuesta era la caridad «natural», que se esperaba que practicaran todos los hombres buenos como servicio a Dios, su creador.

      En la arbitrariedad caritativa, durante mucho tiempo se distinguió entre «vagabundos delincuentes» y «pobres merecedores de ayuda». En la temprana modernidad inglesa, entre 1700 y 1828, se aprobaron 28 leyes sobre vagabundeo. En sus comienzos, el Estado moderno era draconiano y solo los pobres más dóciles recibían caridad. El vagabundeo —relacionado etimológicamente con walcrer, en francés antiguo, «vagar»—, una de las escasas vías por las que una persona pobre podía ejercer una pizca de libertad, era un delito intolerable para una sociedad en que los valores cristianos de trabajo y orden eran fundamentales para los jefes supremos. Cuando los pobres abrazaban esos valores eran recompensados, con un poco de suerte, con unas migajas de caridad. El vagabundeo o la itinerancia significaban ausencia de control —semilla de masas indisciplinadas y peligrosas y de sus marchas del hambre y, en el fondo, de los efectos potencialmente incendiarios de la falta de tierra— y desgobierno social en el campo. Un vagabundo era un hombre sin amo, una anomalía terrible, por lo que podía ser esclavizado, ahorcado, encarcelado o deportado. La cuestión aquí es que las leyes de vagabundeo, en sus comienzos, eran parte del enfoque oficial sobre la caridad en tiempos cambiantes. Es difícil hallar un ejemplo más claro del hecho de que la caridad significa control y dominación.


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