Contra la caridad. Daniel Reventós
humano (o apaciguamiento del malestar social) era casi siempre evidente. En el antiguo Egipto, por ejemplo, la caridad era una vía hacia la inmortalidad, ya que satisfacía a los dioses y mostraba también una propensión bondadosa para con los propios congéneres.
Mucho tiempo más tarde, en Oriente, Confucio (551-479 a.n.e.) hizo un llamamiento a los gobernantes a que dieran ejemplo al pueblo mostrando respeto, tolerancia y generosidad hacia el prójimo. Con su gran respeto por la jerarquía, Confucio rechaza la idea de amor universal y establece un esquema de devoción obligatoria que, partiendo del padre y pasando por la familia, se extiende hasta todos los miembros de la sociedad. A su juicio, la responsabilidad del «Gobierno benévolo» era el bien público. En torno a un siglo más tarde, su crítico antiautoritario Zhuangzi, también conocido como Chuang Tzu (siglo iv o iii a.n.e.), celebraba la dignidad de los parias de la sociedad. En el Zhuangzi, su maravillosa defensa de la justicia y la libertad, advertía de la naturaleza divisiva de la caridad autoritaria:
Pero cuando aparecían filósofos y profetas confundiendo al pueblo con la caridad y encadenándolo al deber respecto a su vecino, la duda hallaba su camino en el mundo. Y entonces, con sus preocupaciones por la ejecución musical y sus obsesiones ceremoniales, el imperio quedaba dividido.38
A preguntas de Tang, un alto funcionario de Sung, Zhuangzi explica su visión humanista y universalista de la caridad. A su juicio, no se encuentra sola y no se puede institucionalizar, porque es parte de un todo virtuoso:
La piedad filial, el amor fraternal, la caridad, el deber para con un vecino, la lealtad, la verdad, la castidad y la honestidad, todos ellos son esfuerzos estudiados, diseñados como ayuda para el desarrollo de la virtud. Son solo partes de un todo.39
Este «todo virtuoso» podría subsumirse en la bondad, en su sentido etimológico más pleno.
En la India, el Artha-shastra (c. 300 a.n.e.) del pensador Kautilia (o Chanakia) parece haber influido en el budista converso Ashoka (300-232 a.n.e.), para que, tras sus violentos comienzos, diera un trato humano y magnánimo a todos sus súbditos. Los budistas no tienden a ver la riqueza como intrínsecamente mala, en la medida en que se obtenga por medios honrados y se utilice en beneficio del conjunto de la sociedad. El dar sin buscar nada a cambio aporta riqueza espiritual y desincentiva los impulsos adquisitivos que llevan al sufrimiento. En la comunidad monástica, la caridad es particularmente valorada como donación compasiva y discreta a los pobres y los enfermos. Este es un paso esencial en el camino hacia la iluminación. En el hinduismo, se incentiva la donación, que, como parte del dharma —comportamiento, que incluye leyes, deberes, virtudes o buena vida, respetando el ritá, el orden que hace posible la vida y el universo—, está más relacionada con obligaciones que con derechos y, en la práctica, apuntala un sistema desigual, mediante la rigurosa codificación en diferentes niveles de obligaciones de casta.
Las concepciones más antiguas de la justicia en el derecho natural europeo son difíciles de separar de las primeras nociones de caridad, ya que las descripciones del derecho natural y de los derechos dados por Dios a veces parecen confluir. Ambos postulan estándares morales inherentes independientes y por encima de la positividad de las condiciones existentes y ambos se basan en modelos que van desde la naturaleza física hasta Dios, la naturaleza humana y la razón. En este marco, practicar la benevolencia era más un derecho que una obligación, una parte de un sistema natural. En De legibus, Cicerón escribió que la justicia y la ley derivan de lo que la naturaleza ha dado al hombre. Reflexiona sobre la función del hombre, cómo unir a la humanidad y concluye que estamos obligados, por ley natural, a contribuir al bien general de la sociedad. Las leyes positivas eran los medios para mantener «la seguridad de los ciudadanos, los estados y la tranquilidad y felicidad de la vida humana»40 y, por ello, eran un incentivo para la virtud. Pero las virtudes también eran interesadas. Así, en el libro primero de De legibus, Cicerón describe leyes que aumentan nuestra felicidad y, en el caso de la caridad, cultivan el beneficio mutuo. Pero, con la consolidación de sistemas políticos cada vez más desiguales y de sus leyes autoprotectoras, los principios de justicia natural y la caridad se separaron.
Los romanos vieron su philanthropia como una forma de exhibición que sostenía una estructura social claramente vertical. Y, como los griegos, los filántropos romanos esperaban alguna forma de reconocimiento público a cambio de su manifiesta benevolencia. Según Séneca (4 a.n.e. - 56), la gratitud generada por las donaciones de la élite matendría unida a la sociedad, lo que significaba que la caridad debía ser cuidadosamente calculada. Había que escoger tanto los dones como a los beneficiarios con el máximo beneficio para el donante en mente, para que mostrara su poder y generosidad de la mejor manera posible al conjunto de la sociedad. Los emperadores, evidentemente, tenían ventaja, ya que estaban en condiciones de otorgar a la sociedad los regalos más lujosos. Uno de los grandes donantes romanos fue Cayo Mecenas (70-8 a.n.e.), cuyo nombre es sinónimo de apoyo al arte, tanto en castellano (mecenas) como en francés (mecene). Protector de Virgilio y Horacio, Mecenas era un ideólogo que creía que el arte y la literatura podrían guiar a la opinión pública durante la transición de la República al Imperio. Un donante más populista era otro aliado de César Augusto, el general Marco Vipsanio Agripa, cuyas especialidades eran reparar edificios públicos, limpiar cloacas y repartir aceite de oliva y sal a las masas. Las diferencias entre las prioridades de los donantes llevaron a Cicerón a sostener que había dos tipos de benefactores: los que alardeaban de riqueza organizando festines y juegos para ganar popularidad (los «pródigos»), y los «generosos», que eran bondadosos y realizaban buenas acciones, como liberar cautivos. Su advertencia sobre los primeros (acaso actualmente reencarnados en propietarios de clubs de fútbol o equipos de béisbol, por no mencionar a los que organizan fiestas de caridad ostentosa, por ejemplo) es actualmente pertinente:
Ahora hay muchos —especialmente, los que ambicionan prestigio y gloria— que roban a uno para enriquecer a otro y, si colocan a sus amigos en vías de enriquecerse, sin importar por qué medios, esperan ser considerados generosos. [...] No hay nada que sea generoso si no es, al mismo tiempo, justo.41
En su carta a Arsacio,42 el sumo sacerdote de Galacia (Anatolia central), el emperador reformador Juliano (el Apóstata, 331/332-363), hombre de sentimiento anticristiano pero también máximo pontífice, sumo sacerdote de la religión de Estado, enumeró los beneficios para el Estado de las concepciones cristiana y judía de la caridad. Vio que las reformas gubernamentales no eran suficientes, al preguntarse «¿[por qué] pensamos que esto es suficiente, y no nos damos cuenta de que, con su bondad para con los extranjeros, su atención al sepelio de sus muertos y la sobriedad de su estilo de vida, los cristianos han sacado el máximo provecho para su causa?» Ordenó que se repartiera grano y vino en Galacia; el 80 %, a los ayudantes de sacerdotes, y el resto, a «forasteros y mendigos». «Porque es vergonzoso que ningún judío sea mendigo y los impíos galileos apoyen a nuestros pobres, además de a los suyos; todo el mundo puede ver que nuestros correligionarios están necesitados de nuestra ayuda.» Se hacía eco de San Agustín, casi coetáneo suyo, al querer prohibir a los sacerdotes —la pretendida personificación de la caridad y de su repartición— que recibieran a gente de profesiones «viles» (cocheros, bailarines y mimos). Citando la Odisea, instaba a Arsacio a recordar a aquellos de «religión griega» que «todos los extranjeros y mendigos son de Zeus». Al fin y al cabo, es una cuestión de apariencias, de hacer una actuación mejor que la de los oponentes. «No permitáis que los demás nos superen en buenas obras, mientras a nosotros nos deshonra la vagancia.»
La ley romana hizo un hueco a los donantes menos exaltados que podían trabajar con discreción mediante sociedades reconocidas legalmente, pero había poco consuelo en todo esto para los pobres de las ciudades imperiales, y aun menos para los desventurados habitantes de los países extranjeros absorbidos por el Imperio, vistos como receptores afortunados de la superior magnanimidad de la civilización romana. Todo esto no es distinto de la caridad llevada a zonas del extranjero por misioneros decimonónicos que difundían su mensaje hasta los confines más lejanos de África y Asia, en nombre del Imperio británico.
En la antigua Grecia, los conceptos de caridad y filantropía (como «amor por la humanidad») gozaban de un estatus considerable. Al fin y al cabo, Prometeo, castigado cruelmente por Zeus, justificaba su acción alegando que había