Contra la caridad. Daniel Reventós

Contra la caridad - Daniel Reventós


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caídos», los racimos de uva malformados y la «propiedad sin dueño»;

       «el diezmo para los pobres», cuánto, de quién y para quién;

       las donaciones a la comunidad judía y las relaciones con la comunidad gentil;

       la redención de los cautivos;

       las instituciones caritativas, normas para los recolectores de tzedaká, motivaciones para donar e incluso una jerarquía de ocho niveles de caridad: 1) apoyar a un compatriota judío hasta que ya no necesite depender de otros y, así, eliminar la necesidad de caridad ajena; 2) donar anónimamente a pobres desconocidos, respetando su dignidad; 3) dar anónimamente a pobres conocidos; 4) dar a un desconocido —por ejemplo, dejando caer monedas de espaldas— que conoce al benefactor; 5) dar directamente antes de que le pidan a uno; 6) dar después de que le pidan; 7) dar insuficientemente, pero voluntariamente, con una sonrisa, y 8) dar de mala gana.

      La caridad era nada menos que una parte integral del pueblo de Israel. La generosidad y la identidad judía eran inseparables, tanto que Maimónides afirmaba que nadie podía ser judío sin ser caritativo y que el trono de Israel se basa en la tzedaká (Isaías, 54, 14) y está establecido únicamente sobre la tzedek (rectitud). No hay redención posible sin practicar la caridad. Pero, a pesar de todos sus aires de universalidad, la caridad estaba firmemente basada en un concepto más o menos limitado de bondad, por una razón altamente práctica. El pueblo elegido estaba solo y tenía que ser autosuficiente, porque nadie más se iba a ocupar de él. Maimónides pregunta: «Y si un hermano no muestra compasión por otro hermano, entonces ¿quién lo hará? Y ¿a quién pueden mirar los pobres de Israel?» Sin la (misma) bondad de familia, estaban sentenciados. Según la ley de la tzedaká, tenían prioridad los parientes, pero también había que aceptar como familia a las viudas y los huérfanos. Y la familia implicaba obligaciones de empatía. Maimónides (10, 5) advierte de que «está prohibido hablar con dureza a un pobre o alzarle la voz, porque su corazón está roto y machacado». Sin embargo, la realidad es que, con el advenimiento de nuestra era, la caridad en las comunidades judías, en muchos casos, se convirtió en un medio de expresión de estatus y garantía de privilegio sacerdotal. Como había predicho antes Zhuangzi, en China, los actos de caridad selectiva habían originado sectarismo y, de los conflictos sociales resultantes, surgieron judíos desafectos que, como Jesús de Galilea, siguieron predicando los viejos valores de humildad y caridad empática.

      Tíralo todo y posee solo a Dios, porque tú eres el proveedor de riquezas que no te pertenecen. Pero si no lo quieres dar todo, da la mayor parte y, si ni siquiera quieres hacer eso, entonces haz un uso piadoso de tu superfluidad.

      Esto empieza a sonar un poco al altruismo de Peter Singer.

      La caridad, pilar ideológico y fuente de prestigio, tenía que ser algo más que un acto individual determinado libremente. Necesitaba ser codificada y regulada por la Iglesia. Tomás de Aquino (1225-1274) enumeraba siete buenas obras obligatorias, que se hallaban más en la categoría de «superfluas» (posteriormente conocidas como supererogatorias) que en la de grandes obligaciones de los ricos: vestir a los desnudos; ofrecer agua; dar comida; rescatar de la cárcel; dar cobijo; cuidar a enfermos y ancianos, y enterrar a los muertos. Al enfrentarse con la pregunta planteada por Aristóteles en torno a si la donación puede ser virtuosa si es interesada y espera recompensa, Aquino retrotraía la tradición cristiana a las antiguas nociones griegas de caridad. Esquivaba el problema utilizando el viejo argumento hebreo según el cual la caridad es un acto de amor a Dios, expresado indirectamente en la forma de beneficencia hacia el prójimo. Era la mayor de las tres virtudes cristianas (fe, esperanza y caridad). Al cabo, está escrito (Juan, 1, 4, 8) que Dios es caridad (deus caritas est o, en griego, θεὸς ἀγάπη ἐστίν [Theos agape estin]), aunque, más frecuentemente, se traduce como Dios es «amor» (volvemos de nuevo al aheb).

      En la Edad Media, la caridad se institucionalizó cada vez más. La Iglesia, financiada por el diezmo y apoyada por la Corona, proporcionaba auxilio social. En fecha tan temprana como 511, el Concilio de Orleans nombró a los obispos «padres de los pobres» y, en consecuencia, un cuarto de los ingresos eclesiales debía repartirse entre ellos. Pero los ricos seguían queriendo algo a cambio de su dinero y solían ofrecer más por su seguro para la otra vida, en forma de plegarias por sus difuntas almas, que por las necesidades cotidianas de los cuerpos en lucha por su supervivencia en la tierra. Para la Baja Edad Media, la filantropía que aspiraba a la reforma social apenas existía. A medida que crecían los centros urbanos, las finanzas y el comercio desplazaban a la riqueza de la tierra. Los siervos capaces y razonablemente bien alimentados ya no eran el activo que habían sido antaño. Sin embargo, con la Ilustración la filantropía empezó a aparecer en su forma moderna, con una sociedad civil expansiva y asociaciones voluntarias y cooperativas. En 1741, el capitán Thomas Coram fundó el Hospital de Expósitos de Londres, para niños abandonados y huérfanos. Fue la primera iniciativa de este tipo en el mundo occidental y sería el precedente de futuras instituciones caritativas.

      A lo largo de toda la historia de estos conceptos, una serie de ideas ha permanecido más o menos constante. La pobreza o la desigualdad social se toma como algo dado, el debate sobre la justicia (y los derechos humanos) está


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