Contra la caridad. Daniel Reventós

Contra la caridad - Daniel Reventós


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cuando Douglas estaba escribiendo, el utilitarismo estaba vivito y coleando como teoría social. Actualmente, está resguardado en la respetabilidad de la cuidadosamente podada, estrecha y especializada disciplina de la economía.

      El utilitarismo no es solo una técnica econométrica ni una olvidada filosofía dieciochesca. […] El darwinismo social merodea de nuevo y la supervivencia de los mejor adaptados se invoca abiertamente. Chirriante filosóficamente, pero técnicamente brillante, unificada y poderosa, la teoría de la utilidad es el principal instrumento analítico para las decisiones políticas. (pp. xvi)

      Ahora que las raíces de la economía en la economía política se han extirpado, estas decisiones políticas no se preocupan ni remotamente por investigar el funcionamiento interno de la estructura social expresado en hechos como quiénes están incluidos en los ciclos de intercambio y quiénes, no. Más bien, están desesperadamente ansiosas por no hacerlo. Una ojeada a los informes del Foro Económico de Davos posteriores a 2012 muestra que la camarilla de Davos ha abandonado sus preocupaciones en torno a la prevención de catástrofes y ahora se centra en la «resiliencia», su eufemismo para la supervivencia de los mejor adaptados.

      La caridad es inimaginable en una sociedad basada en el regalo, que puede ser un factor económico, pero, especialmente, se basa en la idea de honor. Marcel Mauss, combinando historia, sociología y etnografía al analizar sus datos antropológicos, lo denomina hecho social total. Es religioso, mitológico, chamánico, jurídico, económico, así como un pilar de una gran estructura social, en la medida en que junta a tribus, clanes, familias e incluso grupos de diferentes territorios. El regalo es político, en la medida en que funciona como una forma de poder, defiende intereses personales y comunitarios, pero este poder se encuentra atemperado porque implica tres obligaciones básicas: dar, recibir y corresponder. Esta tercera condición, la reciprocidad, implica una relación entre más o menos iguales y descalifica la caridad como regalo. El intercambio de regalos allí donde los regalos circulan continuamente es una característica de las sociedades basadas en clanes, pero no en clases, donde las mercancías son intercambiables y alienadas.

      En el sistema de intercambio de regalos —que es, básicamente, un ámbito masculino (al menos en la bibliografía, que tiende a soslayar el papel económico de las mujeres), opuesto al de los abundantes senos femeninos de la caridad romana—, uno no debería rechazar un regalo, porque, en el supuesto de que el receptor sea, más o menos, un igual, entraña obligaciones. En efecto, sostiene el sistema social como forma de compromiso, es un pacto que todo el mundo entiende. El rechazo, al mostrar la no disposición a participar, es visto como un acto antisocial, que afecta a todo el grupo. En palabras de Mauss, «negarse a donar y a invitar, igual que no aceptar, equivale a una declaración de guerra; es rechazar el vínculo de alianza y de comunidad». El donante está obligado a dar, porque «el receptor posee algún tipo de derecho de propiedad sobre cualquier cosa que pertenezca al donante», una propiedad expresada y entendida como «vínculo espiritual» (p. 13). A diferencia del intercambio de mercancías, que, al tratar con objetos alienados, implica el establecimiento de precios y normas de compra y venta, el intercambio de regalos crea una relación entre sujetos en la forma de regalo y regalo de vuelta, en un ciclo perpetuo donde la idea de conservación es clave. El regalo es inalienable de la sociedad.

      Antes de que los europeos alcanzaran el noroeste del Pacífico, en 1774, las enfermedades que habían llevado a toda Norteamérica ya habían llegado e infectado a los grupos indios, lo que provocó una caída enorme de la población. Eso llevó a una competencia feroz entre los jefes tribales, que intentaban mantener la jerarquía social amenazada, que no se basaba en la acumulación, sino en la riqueza, para donarla o destruirla. Finalmente, la introducción de bienes manufacturados a las acaballas del siglo xviii y principios del xix provocó una inflación gigantesca de la economía del don.

      Faltos de interés e incapaces de comprender cosa alguna de este complejo principio de estructura social y, lo que es peor, escandalizados por una práctica tan antitética a la tacañería de la caridad cristiana, los misioneros vieron el potlatch como un terrible y derrochador obstáculo a la conversión y la civilización. Los legisladores, también. En 1884, la ley sobre los indios lo proscribió, así como las danzas a él asociadas, y cualquiera que participara en él estaba expuesto a ser encarcelado. Sin embargo, la tradición estaba profundamente arraigada, como fundamento mismo de la sociedad, y los asentamientos eran tan numerosos que hasta las tribus conversas podían seguir practicando el potlatch. En contra de las expectativas, cuando un pueblo más joven, educado y más civilizado suplantó a los viejos líderes, el potlatch no se extinguió y, en 1951, finalmente, la ley fue derogada. Actualmente, el pueblo indígena todavía organiza el potlatch como forma de reafirmación de su derecho natural y de sus valores sociales duraderos.


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