Mirando al cielo. Juan de Mora
sobresaltado. Había descansado muy bien, pero era como si algo se estuviese moviendo dentro de él. Habían llegado muy tarde de Barcelona y se quedó dormido nada más caer en la cama. Sin embargo, las sensaciones que tenía eran muy distintas a las de ayer. Se sentía raro. Como si algo no anduviera bien en su mundo. Fue a la sala de desayuno y se encontró con las tostadas y el zumo en la mesa, al lado había una nota:
«Hoy he salido a solventar algunos asuntos. Martín, solo te pido que te abras totalmente a la experiencia de hoy. Intenta que mande el corazón y no la mente. Hay experiencias que la mente no puede entender.
Te veré mañana. Marta».
Eso terminó de removerle, sintió cómo se le descompuso el vientre y se fue urgentemente al baño. Media hora después y con sudores fríos, pudo desayunar.
—Buenos días, Manuela.
—Buenos días, Martín, tienes hoy una carita regular…
—Sí, me siento raro, tengo la sensación como si algo fuera a pasar.
—Algo va a pasar, pero yo estaré aquí contigo.
—Vale, ¿comenzamos la meditación?
—No, hoy va a ser distinto. Suelta el bolígrafo y el cuaderno, no los vas a necesitar.
—Ah, sorpresa entonces.
—Sí. Martín, ¿tú sabes lo que es ser médium?
—Me suena un poco como a comunicarse con los muertos, pero no estoy seguro.
—Eso es, aparte de con personas fallecidas, tengo la capacidad de conectar con otros seres de luz que nos acompañan o que acuden puntualmente a dar un mensaje. Hoy hay alguien aquí que no puedes ver, pero que quiere comunicarse contigo.
—A mí estas cosas me dan muy mal rollo, Manuela, no me gustan.
—Lo sé, pero si esto se ha dado así es porque estás preparado para la experiencia, sino te aseguro que no se daría.
—Bien, y ¿qué tengo que hacer?
—Tú solo escuchar y comunicarte conmigo. No juzgues ni analices lo que ocurra, eso podrás hacerlo después si quieres. Solo entrégate a la experiencia. Recuerda tu compromiso con Lucas de hacer lo que aquí se te pidiera.
—Está bien, pero soy muy escéptico. Puede que se me escape una risa o una cara rara.
—Comencemos pues. —Manuela cerró sus ojos y comenzó a respirar de manera profunda. Su cuerpo se balanceaba por momentos desde atrás hacia adelante.
—Martín. Hay aquí una persona fallecida que quiere hablar contigo. Yo te comunicaré lo que me vaya diciendo.
—Adelante.
—Hola, papi. —A Martín se le cambió la cara y un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Quién eres?
—Es tu hija, me dice que se llama Raquel.
—No puedo creerlo.
—Martín, hemos quedado en que te entregarías a la experiencia. Es una oportunidad única para escuchar lo que hay para ti de parte de tu hija.
—Está bien. Si es verdad que ella está aquí, ¿qué tengo que hacer?
—¿Qué harías si lo creyeras?
—Hablarle.
—Háblale.
—Hola, Raquel.
—Me alegro de poderme comunicar contigo, papi, llevo mucho tiempo esperando este momento, pero en el cielo tuvieron que explicarme cómo hacerlo.
—No sé qué decir. —Martín no salía de su incredulidad y esto le estaba resultando un teatro de mal gusto.
—Papi, he venido a decirte que estoy curada de la enfermedad. Cuando llegué al cielo conocí a un ángel que me ayudó. Había una sala de curación y estábamos juntos muchos niños que habíamos abandonado la tierra. Este ángel me ha estado cuidando mucho tiempo. Curó mi alma de los dolores terrenales y puedo decirte que estoy curada y soy feliz. —Manuela seguía dándole los mensajes de su hija en primera persona.
—Lo siento, Manuela, esto no me está gustando.
—Tu hija te mira con compasión, Martín. Te sigue amando mucho y me dice que te cuida desde el otro plano. A ver, un momento…
Manuela tuvo que concentrarse aún más. Tenía los párpados cerrados, pero dentro de sus ojos había un rápido movimiento.
—Martín, me dice que te acuerdes de vuestro secreto.
—Eso es verdad, teníamos un secreto que solo conocemos ella y yo. ¿Cómo sabes tú eso? No recuerdo habérselo contado a Lucas.
—Me muestra la imagen de un conejo en un papel. Hay un nombre escrito: «Cuqui».
—¿Cómo puedes saber nuestro secreto, Manuela? ¡Solo lo sabemos ella y yo! —Martín comenzó a llorar.
—Tu hija te acaba de demostrar que está aquí, habla con ella, por favor.
—Raquel, mi vida, te quiero, te echo muchísimo de menos.
—Yo a ti también, papi, no quiero que estés triste. Yo soy muy feliz aquí. Tengo muchos amigos, todo el mundo es muy bueno y me están enseñando mucho sobre la vida en la tierra de las almas. Esta es aquí nuestra escuela, no necesitamos las matemáticas. Esto último te lo ha dicho riéndose, Martín.
—¿Por qué te fuiste tan pronto, mi amor? ¿Por qué Dios me ha castigado sin ti? —Martín no podía parar de llorar.
—Dios no te ha castigado, mi enfermedad estaba en el programa que tenía que vivir mi alma. Estaba también en tu plan de alma vivirlo. Sé que tú no lo puedes comprender y eso me pone triste. He estado a tu lado cada vez que llorabas con mi foto entre tus manos, enviándote luz como me han enseñado en el cielo.
—Y yo te sentía, mi niña, te juro que te sentía, pero el dolor me mataba por dentro y aún lo hace. ¿Por qué, hija mía? Pedí mil veces que la enfermedad me hubiese llevado a mí y no a ti, cariño, con toda una vida por delante. —El hombre estaba roto de dolor.
—Hay cosas que solo podrás comprenderlas cuando estés aquí, pero he venido a hablar contigo para eso. Para que deje de doler. Para que entiendas que hay una razón poderosa de lo que ocurrió y que yo estoy muy feliz aquí. Mientras tú me recuerdes podré venir a visitarte y a ayudarte con tu propósito.
—Yo quiero irme contigo, mi amor.
—Aún no, papi. Me han dicho que eres alguien importante en el cielo y que has ido a la tierra con un propósito grande. Vas a dar mucho amor a los demás y muchas almas te necesitan. Cuando lo hayas cumplido, regresarás aquí y yo iré a recogerte. Tienes un amigo en el cielo que me manda recuerdos para ti, se llama Lucas. Él es un ser con muchísima luz.
—Te quiero, Raquel, te querré siempre.
—Y yo a ti, papi. Se ha marchado, Martín —le dijo Manuela.
Martín rompió en llanto, lloraba roto de dolor como cuando aquello ocurrió. Se tumbó en el suelo y se encogió. Gemía de dolor. Manuela hizo silencio. Hay momentos en los que las palabras sobran, en los que cualquier cosa que se diga suena tremendamente vacía. Este era uno de esos momentos.
—Yo le dediqué muy poco tiempo, Manuela, estaba siempre trabajando, siempre estresado, muchas veces me hablaba y no le prestaba atención —dijo Martín entre gemidos. Manuela lo arrulló en su regazo como quien sostiene a un niño.
—Fui un mal padre… qué poco jugué con ella… qué poco hablé con ella… Dios mío, ¿por qué?
—Lo hiciste lo mejor que supiste en ese momento. Estabas estresado por un trabajo. ¿Por qué te importaba tanto ese empleo?
—Porque