Mirando al cielo. Juan de Mora
se escucharon las risas de los dos.
Terminaron la visita y volvieron al coche. Caía ya la tarde y el sol empezaba a ocultarse en el horizonte. Se dirigieron al puerto de Barcelona, a una zona de bares junto a la playa. Se sentaron en una terraza, Martín pidió un gintonic y Marta un combinado de frutas sin alcohol.
—El mar... cuánto hace que no lo veía. Gracias por traerme aquí, Marta.
—De nada, a mí también me gusta mucho. Lástima que me queda un poco lejos, un paseo diario por la arena de la playa es el mejor ansiolítico que existe.
—Hablando de ansiolíticos, que es una palabra que asocio a pasarlo mal, y sin ánimo de estropear nuestro día libre que está siendo genial, me dijiste que me contarías sobre tus sufrimientos pasados.
—¿Seguro que los quieres escuchar?
—Solo si tú quieres contármelos. Siento que desde que te conocí me estás ayudando mucho y creo que es justo que yo también pueda escucharte y sobre todo conocerte a ti.
—Está bien. No tuve una infancia sencilla, Martín. Mi padre era alcohólico, siempre llegaba a casa enfadado y lo pagaba con mi madre. Cada día eran broncas continuas y yo sufría mucho. Me sentía impotente porque era una niña inocente, quería que en mi casa hubiese amor. No entendía esas discusiones constantes y cuando discutían por mí me sentía muy culpable. Todavía no había nacido mi hermano y mis días eran solitarios. Apenas tenía amigos, porque en el pueblo yo era la «niña rara» y se metían conmigo insultándome y llamándome loca. Así que imagínate cómo transcurrían los días. Intentaba distraerme sola, jugar, pero cuando llegaba la hora en la que mi padre volvía a casa y escuchaba el motor de su coche, yo me llenaba de temor. Viví toda mi infancia con miedo a mi padre, era tan intenso, que no le contaba a nadie cómo me sentía por miedo a sus represalias. Cuando se ponía a discutir con mi madre yo me ponía a temblar, me iba a mi habitación y escondía la cabeza bajo la almohada, pero el temblor no se iba. Una noche, de esa misma ansiedad, me levanté sin respiración y sentí pánico, pensé que me moría. Mis padres acababan de tener una de sus peleas y le conté a mi padre lo que me acababa de pasar, que me había quedado sin respiración. Primero me dijo que fuera a la cama con él (mi madre estaba durmiendo en el sofá). Fui a dormir con él y del mismo miedo, las piernas no me dejaban de temblar. Él, bruscamente, me gritó diciéndome que si pensaba estarme quieta. Volví a mi cama sintiéndome más sola aún, Martín, más asustada.
»Un día estábamos comiendo y comenzaron a discutir, cada vez se iban poniendo más tensos los dos, cada vez más agresivos, me levanté de la mesa y retiré mi plato, pero cuando me di la vuelta mi padre estaba golpeando a mi madre. La golpeó duramente. En un principio intenté pararle, sujetarle, pero era una cría de diez años. No podía con ese monstruo en el que se había convertido mi padre en ese momento. Salí corriendo en busca de ayuda, golpeé las puertas de varios vecinos gritando ¡socorro! ¡ayúdenme! Nadie me abrió su puerta. Mi padre salió a buscarme y me dijo que si tenía pensado llamar a toda la calle. Volví a sentir pánico. No quería volver a esa casa, no quería estar allí, pero tampoco pensé que hubiese otra opción para mí. A los pocos días mi padre se encontró con su hermano, con mi tío. Le contó lo que había hecho y delante de mí le dijo: «como la niña se ponga mala por esto, a la madre la descuartizo, la hago trocitos». Mi tío le dijo que por favor no dijera esas cosas delante de mí. Podrás imaginar el miedo que tuve a ponerme mala. Contenía mis emociones y fingía una sonrisa, solo para que esa tremenda amenaza no pasara nunca. Me hubiese marcado de por vida. Mi madre descuartizada por «mi culpa».
»Durante muchos años envidié a los niños que tenían un padre cariñoso, envidié a los niños cuyos padres se demostraban amor. Yo no había conocido eso en mi hogar.
»Esa experiencia me dejó sin autoestima, llena de miedos y como un foco de atracción perfecto para relaciones tóxicas. Víctima ideal para encontrar parejas que me dieran el mismo tipo de amor que yo conocí en casa. Me costó mucho hacerme adulta. Hacerme responsable de mí misma. Me costó mucho amar de verdad.
»Al tiempo, mis padres tuvieron otro hijo y poco después se divorciaron. A mi padre no lo he vuelto a ver. Mi madre estuvo un tiempo en un hospital psiquiátrico, eran muchas sus heridas. Después pudo rehacer su vida. Yo me fui a vivir con mis abuelos, Salvador y Manuela, que fueron dos bendiciones que me dio el cielo para aliviar mi carga.
—Vaya, Marta. No sé qué decir… lo siento mucho.
—Gracias por tu compasión y tu empatía, Martín.
—Es muy duro y para nada lo esperaba. Te veo una mujer tan fuerte, tan segura de sí misma, que nunca hubiese imaginado que has pasado por ahí.
—Esa mujer se ha hecho a sí misma a través del dolor. Estuve mucho tiempo lamentando mi suerte y sintiéndome una víctima de mi propia vida, del destino. Pero llegó un momento en que empecé a comprender con una visión más amplia todo lo sucedido, eso me empoderó, me ayudó a creer en mí. Digamos que utilicé esas vivencias como un motor y no como un freno, que es lo que fueron por mucho tiempo. Un freno que bloqueaba mi potencial.
—¿Y cómo lo has hecho?
—Pues elegí hacerme responsable y no víctima. Elegí usar ese dolor para poder empatizar con el dolor del otro. Elegí creer en mí pese a todo lo que estaba en mi contra. Y elegí perdonar. Perdonar a mi padre, perdonar el pasado y perdonarme a mí misma. Elegí coger a esa pequeña niña dolida y asustada, sentarla en mi regazo, y decirle que ya no tenga miedo. Que ya es mayor. Que siempre estará cuidada, protegida y amada por mí.
Asomaron lágrimas a los ojos de Martín. Era una chica guapa para él, pero acababa de convertirse en alguien admirable. Sintió la tentación de agarrarla de la mano, pero no quería que se violentara y se rompiera la conexión que había entre los dos.
—Marta, muchas gracias por contármelo y que sepas que puedes contar conmigo siempre.
—Lo sé, gracias a ti. Sé que tú también has sufrido mucho, Lucas algo me contó. Y sé que, así como yo hice, estás en el momento de transformación de ese dolor en tu máximo potencial.
—Hoy ha sido un día maravilloso.
—Está siendo Martín, está siendo. Por cierto, qué tal tu sueño con Lucas, el que me comentaste en el desayuno.
—Ah sí. He soñado que Lucas venía y me abrazaba. He sentido el abrazo muy real, como si estuviera vivo. Me decía que estaba curado, que se alegraba por mis avances y que pronto recibiría una visita muy especial.
—Lucas está vivo. En otra forma, pero lo está. De hecho, ha utilizado su energía para visitarte en sueños y darte un mensaje. Mientras duermes tu mente consciente se relaja y permite que se abra el subconsciente, eso hace que puedas recibir este tipo de experiencias que estando despierto no te permites.
—Ahora recuerdo que me dijo eso en el hospital.
—¿El qué?
—Que vendría a visitarme en sueños.
—Es una bendición que te abras a recibir mensajes, ya sea a través de los sueños, en meditación profunda u otros. Tienes una gran capacidad para conectar con el mundo espiritual.
—Si me permites voy a terminar de conectar con este gintonic que a tu lado me sabe delicioso.
—Vaya, qué halagador. Disfruta, claro que sí, yo también estoy disfrutando mucho este momento.
—Lo malo es que se acaba… todo lo bueno se acaba.
—¡Y lo malo también! Mañana será un día difícil para ti, ya te aviso, pero no ocurrirá nada que no estés preparado para gestionar.
—¿Me ayudarás a gestionarlo?
—Cuenta con ello.
Tomaron el camino de vuelta a Andorra, esta vez la banda sonora que les acompañaba eran canciones de James Blunt, bastante más suaves que las del camino de ida. Hicieron casi todo el camino de vuelta en silencio, asimilando