Mirando al cielo. Juan de Mora

Mirando al cielo - Juan de Mora


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vivo y eso era algo que hacía años que no recordaba lo que era.

      Era un bar sin grandes adornos, pero acogedor, tenía varias mesas dentro y algunas sillas cercanas a la barra. Detrás de ella un hombre corpulento, con bigote y cara de no haber roto nunca un plato, le observaba. Unas chicas hablaban despreocupadas en la esquina de la barra y en la otra esquina un hombre mayor parecía inmerso en todo un mundo de pensamientos.

      —Buenas tardes, señor, ¿qué va a ser?

      —Póngame una cerveza bien fría, por favor.

      —Eso está hecho.

      Martín sentía cercanía y amabilidad en ese hombre. Percibía en él mucha bondad a pesar de su aspecto grande y fuerte.

      —El Desahogo, curioso nombre —dijo Martín.

      —Bueno, todo tiene siempre su sentido y si no lo tiene es porque aún no lo has descubierto. —Vaya, que místico es todo el mundo aquí, hasta el camarero es filósofo, pensó para sí Martín.

      —Pues me encantaría saberlo, la verdad.

      —En un principio este bar se llamaba «Bar Ramón», como podrás comprobar no maté ninguna neurona para buscarle un nombre. Poco a poco, me di cuenta de que el bar no era solo un sitio para beber o tomar unas tapas. La gente venía, tomaba unos vinitos y empezaba a desahogarse. La mujer, los niños, la amante, el trabajo, el jefe, el dinero… siempre el que venía terminaba hablándome como si fuera un psicólogo y no un tabernero. Yo no le daba importancia, pero un día apareció una chica muy guapa, morena con ojos oscuros...

      —¿Marta?

      —Sí, ¡eso es! ¿la conoces?

      —Eh…sí, digamos que un poco la conozco.

      —Pues chico, maravillosa mujer, te lo digo desde ya. Ella me dijo que las cosas a veces se presentan a los ojos de una forma, pero son simplemente excusas. Que este era un lugar donde la gente encontraba paz y se marchaba mejor a casa, y la excusa con la que se presentaba, es que era un bar. Y ante lo evidente… pues le cambié el nombre, le hacía más justicia al lugar que el mío propio.

      —Pues enhorabuena porque por experiencia propia te digo que no abundan los sitios donde uno pueda sentirse en paz.

      —Gracias, amigo... eh…

      —Martín, me llamo Martín.

      —Mucho gusto, Martín. Y bueno, ¿te pongo otra cerveza?

      —Dale.

      —Te advierto que en la segunda es donde empieza el proceso.

      —Pues si tienes que escuchar mi desahogo espero que tengas al menos un barril. —el viejito de la esquina los miró sonriendo.

      —Chico, ten cuenta de lo que te dice Ramón. Yo empecé con dos cervezas y mira, me he hecho viejo aquí.—Y sonaron carcajadas en el bar.

      Estuvieron largo rato conversando, cayeron unas cuantas cervezas más y empezó a anochecer en el pueblo. Tocaba regresar. Tenía razón ese hombre, de su bar salía uno en armonía y paz, quizás también un poco borracho.

      Marta lo esperaba en la puerta de la casa, lo vio llegar con dificultades en su andar.

      —Bueno, bueno, pero mira quién ha aprovechado su tarde libre.

      —Hola, guapísima.

      —¿Guapísima? Mmm… ¿cuántas cervezas, Martín?

      —Eh… pues… todo empezó en la segunda. Esa es la importante, me dijo Ramón. Y claro, pues si la segunda era importante, imagínate la tercera, la cuarta… y no sé ya cuántas más porque ese hombre habla muchísimo y perdí la cuenta.

      —Y escucha muy bien.

      —Sí, pero bueno, como aquí todo es tan transcendental he preferido hablar de cosas simples; fútbol, trabajo, mujeres... vamos que para romper con la tradición de su clientela no me he desahogado.

      —¿Qué te pareció el pueblo?

      —Muy bonito. Bonitas casas, bonitas flores, bonita iglesia, bonita gente.

      —Son las doce. Si fueras cenicienta te habrías salvado por los pelos. Así que pasa antes de que me arrepienta y vete a dormir la mona, anda.

      —Siempre a su orden, señorita Marta.

      A Marta le caía muy bien Martín. Sabía que era un hombre herido, pero veía en él mucha pureza, era como un niño asustado al que le da miedo hacerse mayor.

      4

      Despertó con un dolor de cabeza horrible. Hacía mucho que no tenía una resaca como en sus tiempos de chaval.

      —Hoy vas a conocer a mi abuela. Aunque no sé si estás en las mejores condiciones para lo que te espera…

      —Tranquila, Marta, estoy en mis cabales, aunque queda la resaca. Por cierto, disculpa si ayer estuve demasiado atrevido o abusé de tu confianza.

      —No, tranquilo con eso. Al fin y al cabo, guapísima es algo que a cualquier mujer le gusta escuchar. —Martín se puso rojo como el tomate que tenía enfrente en la mesa de desayuno.

      —Martín, te presento a Manuela. Ella es mi abuela y tu maestra de meditación.

      —Pero… a usted yo la conozco. Hablamos brevemente en el aeropuerto. —Martín estaba sorprendido.

      —Así es, Martín, yo venía también hacía aquí y quería asegurarme de que todo andaba bien. Para tu amigo Lucas era muy importante esto que estás haciendo.

      —Pues que sepa usted que tendrá que explicarme lo de que no hay accidentes, aún le doy vueltas a aquello.

      —Nos vamos a ver cada mañana, pero las explicaciones las dejo para Salvador, yo me voy a encargar de hacerte sentir y conectarte con el amor.

      —Ah, con el amor que todo lo mueve.

      —Exacto, ya veo que te han hablado de ese amor.

       Manuela era una mujer muy especial. Desde pequeña tenía una conexión muy fuerte con otros planos de existencia, con el mundo espiritual. Era capaz de ver y canalizar seres de esos otros planos, incluidas personas que habían abandonado recientemente el plano terrenal. Algunos la denominaban médium, ella simplemente se veía como un instrumento de ayuda a los demás, de una forma diferente o extraña para muchos escépticos, pero estaba acostumbrada a no ser igual que el resto, o al menos no igual a la mayoría. Primero le costó muchos años aceptarse a sí misma y su don, después le costó también mucho tiempo dedicarse a ayudar a los demás. La llegada de Salvador a su vida marcó un antes y un después, aquel hombre la quería en su diferencia, la respetaba, y la ayudó muchísimo a ser quien ella es. Ahora se encontraba en el otro lado de la moneda, le tocaba mostrar a Martín quién es él. Ayudarle a descubrirse, a reconocerse, y a realizar el propósito divino que traía para consigo mismo y los demás.

      Se fueron juntos a una sala cercana a la habitación de Martín, tenía una amplitud como de unos veinte metros cuadrados, con el suelo de madera y varios cojines, mantas, y esterillas, todo apilado muy ordenadamente en una esquina.

      La sala era realmente acogedora y se sentía en ella una energía especial.

      —Bueno, Martín, ya te ha comentado Marta que seré tu maestra de meditación. Cada mañana nos reuniremos aquí a las 11:11, para realizar el trabajo que nos toque hacer. He de decirte que ni yo misma sé cómo se va a desarrollar este trabajo, iremos viendo sobre la marcha cómo se va dando todo.

      —Gracias, Manuela, si te soy sincero me sorprende que no haya una metodología de trabajo prevista o unas pautas previas. Me suena todo, con perdón, un poquito improvisado.

      —¡Así es! Es totalmente improvisado, pero no te preocupes que cada día tendrá su propio afán. Sé que para ti y tu mente racional sería mucho más fácil tener todo previsto y estructurado, pero en este terreno no funciona así. Y te diré más,


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