Mirando al cielo. Juan de Mora
gusto es mío, Martín. ¿Qué tal te encuentras?
—Bueno, he dormido casi doce horas así que cansado no le puedo decir, pero sí un poco abrumado con esta situación. Todo esto es nuevo para mí y, la verdad, Marta aún no me ha explicado qué hago aquí. —Al abuelo se le escapó una sonrisa pícara.
—Te entiendo perfectamente, sin embargo, déjame decirte que a veces necesitamos la explicación de todo como si el entender las cosas desde la mente te diera la certeza de que estás en buen o mal lugar, o haciendo lo correcto. Hay cosas que se explican solas y la mente no acierta a comprenderlas. Son cosas del corazón.
—Adivino que «esto» es una de esas, de las del corazón, ¿verdad?
—Ja, ja, ja, me caes bien, chico, creo que vamos a pasar muy buenos ratos tú y yo. De momento, por hoy está bien. Nos vemos mañana a la tarde, como ya conoces el camino, te espero solo. Un placer conocerte, Martín.
—Igualmente, Salvador.
Marta lo miró con esa profundidad que había en sus ojos negros.
—Mi abuelo no suele juzgar a las personas sin conocerlas así que nunca se sabe qué piensa sobre alguien, pero yo le conozco muy bien y puedo decirte que ha visto algo en ti que sabe que es de enorme potencial.
—Sí, ¡mi ironía!
—Ja, ja, ja entre otras cosas, Martín, entre otras cosas. Ponte algo cómodo que vamos a salir a correr.
—¿Correr? Ahora te diré yo lo que decía mi abuelo… ¡Correr es de cobardes! —Y rieron los dos.
Salieron por una puerta trasera que Martín no conocía. Daba directamente a un sendero de montaña, si mirabas a la izquierda, no muy lejos se divisaba un pequeño pueblo. Marta comenzó a trotar y él le siguió.
—Vamos, voy a enseñarte un lugar secreto.
—Mmm un lugar secreto… suena misterioso.
—Lo es.
—Pero Marta, baja el ritmo por favor que hace mucho que no hago esto.
—¡Si vamos casi andando! Sudar un poco te irá muy bien, ya verás.
Continuaron por un sendero que se hacía cada vez más angosto y rodeado de la flora natural del lugar. Había una fragancia agradable en el ambiente y corría una brisa refrescante. Avanzaron un kilómetro por el sendero y fueron a dar a un monte con una cueva en su lateral.
—Vamos, Martín, estamos llegando, es ahí —dijo señalando la cueva. Martín intentaba costosamente recobrar el aliento, estaba empapado en sudor. Marta sacó de su mochila un cortavientos.
—Toma, anda, no quiero que te me resfríes. En la cueva baja unos grados la temperatura.
—No habrá ahí ningún lobo, ¿verdad? Ya sabes, no es miedo, es por no molestar…
—A los lobos que hay que temer es a los que tenemos dentro, esos se vuelven peligrosos si no los conocemos y nos devoran la posibilidad de ser felices. Tenemos que entrar a conocerlos y hacernos amigos de ellos. Solo aceptándolos y dándoles su lugar te dejarán en paz.
—Suena genial, Marta, pero primero quiero estar seguro que no me devorará alguno que esté afuera. —Marta suspiró, las resistencias de Martín le hacían ver que quedaba mucho trabajo por hacer con él. Entraron a la cueva.
—Vengo a esta cueva desde que era pequeña, es mi pequeño rinconcito secreto. He querido enseñártelo a ti, pero no hables de ella con nadie. Considéralo un regalo porque me caes bien.
—Vaya, muchas gracias, de corazón.
—¿Cómo te sientes aquí?
—Pues no sé si es la carrera, el sitio, o la compañía, pero siento una enorme sensación de paz. Hacía mucho que no me sentía así. Últimamente, el estrés, la ansiedad, los miedos, han sido mi manera de sentirme cada día.
—¿Últimamente?
—Bueno, es una forma de hablar, si te digo la verdad ya no recuerdo la última vez que me sentí bien. Lo de ahora me parece como un oasis en el desierto.
—Esta cueva tiene una energía especial. Siempre he encontrado aquí paz y consuelo, no creas que mi vida ha sido un camino de rosas tampoco. A veces, venía aquí simplemente a llorar, a desahogarme. Cuando regresaba era otra. Recobraba la paz y podía continuar con aquello que estaba viviendo.
—Vaya, lo siento. No aparentas para nada ser alguien que ha sufrido. Si quieres contarme te presto mi oído, y mi hombro también si lo necesitas.
—Gracias, Martín. El sufrimiento es lo que nos mueve. Cuando todo es un camino de rosas, cuando la vida va sobre ruedas, no hay ni avance ni crecimiento. El sufrimiento te zarandea y te dice que hay cosas que no están funcionando en tu vida. Eso te pone en marcha, nadie quiere quedarse en un estado de sufrimiento permanente.
—Yo casi me he acostumbrado a vivir ahí, a quedarme en él.
—Sí, porque a veces de eso se saca un rédito. Puedes sentirte víctima, culpar al otro, a la vida, a la suerte, al karma… todo menos hacerte responsable de tu vida. Cuando te haces responsable las cosas empiezan a cambiar para bien.
—Siento mucha verdad en tus palabras. A ti todo lo que sabes, ¿quién te lo enseñó?
—El sufrimiento fue primero, después el amor. Pero no el amor de pareja, no pongas esa cara de pillo, fue un amor más grande. El amor que todo lo mueve.
—Yo quiero conocer ese amor.
—Estás en el camino, pero antes tendrás que mirar de frente a tu dolor y hacerte responsable. Pronto conocerás también a mi abuela. De hecho, ya la conoces. Ella sabe mucho del amor, vive conectada a él.
—¿Al amor que todo lo mueve?
—Exacto, Martín. Vamos, hay que regresar. —Y Marta sonrió.
Almorzaron tranquilamente y en silencio, después del ejercicio traían un hambre atroz y la carne con tomate le supo a verdadera gloria. Se notaba la mano experta de la abuela en la cocina, color, textura, sabor, ella sabía cocinar como «antiguamente», a fuego lento, con cariño, sabiendo mezclar los ingredientes. Acompañaban a la carne unas patatas fritas hechas en la sartén y un poco de verdura de la huerta.
—Martín, tienes la tarde libre.
—Bien, vacaciones, y eso que acabo de llegar. Debe de estar cambiando mi suerte.
—Ha sido demasiada información para empezar y ahora viene lo fuerte, te vendrá bien despejarte. Date una vuelta por el pueblo y pasa por el bar de Ramón, es un tipo muy majo.
—No pienso andar diez kilómetros para tomarme una cerveza, Marta, ni hablar.
—Ni falta que hace, por la puerta que salimos esta mañana tienes el pueblo a un kilómetro.
Martín se quedó pensativo, algo no le cuadraba.
—Oye y cuando llegué, no hubiese sido más fácil hacerlo por esa otra puerta o haber aparcado en el pueblo, qué sé yo… recorrí diez kilómetros cargado con el equipaje…
—Sí, hubiese sido más fácil, pero el camino fácil no suele ser siempre el mejor.
Después de una buena siesta Martín se fue a pasear por el pueblo como le había sugerido Marta. Recorrió el kilómetro que lo separaba de la casa disfrutando del paseo. La paz que sintió en la mañana aún continuaba en la tarde y eso le hacía sentir extraño. En su mente aparecían pensamientos de advertencia como si fuese peligroso para él sentirse feliz.
El pueblo era pequeño, calles laberínticas que alternaban pasajes anchos y otros muy estrechos. Las casas eran todas de piedra con tejados a dos aguas para soportar las inclemencias del invierno. Una iglesia destacaba en la parte central y la calle principal estaba adornada por unas bonitas flores rosas. Desprendía la calma de los pueblos poco habitados y lejanos de