Mirando al cielo. Juan de Mora

Mirando al cielo - Juan de Mora


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una lágrima más, pero echaba de menos a Lucas. Su amigo, su sostén cuando no podía más, su maestro. De Lucas siempre se aprendía algo, ya estuvieran en un evento formal hablando seriamente de algún problema, o simplemente tomando una cerveza en la barra de un bar. Se dio cuenta de que su amigo era una fuente de sabiduría. Lo echaba de menos.

      Continuó varios kilómetros y de pronto llegó a un punto donde no había carretera. Sin embargo, el GPS le marcaba que faltaban diez kilómetros más. ¿Cómo era posible? ¿Diez kilómetros andando? Hacía mucho que no andaba ni siquiera para ir a comprar el pan y suspiró profundamente, empezaba a plantearse si había hecho lo correcto con la promesa a su amigo. Quizás podía haber dicho simplemente que no, que no haría nada. Recordó que nunca sabía decir que no y eso le hizo sentir muy mal.

      Cogió su maleta y se dispuso a caminar hasta el punto indicado, era una zona sinuosa y la maleta pesaba, pero al menos el paisaje de los Pirineos era espectacular.

      Cuando se iba aproximando al lugar indicado comenzó a llover. Agradeció esa lluvia que le refrescaba. Se sentía extenuado. La mezcla de aventura y viaje le había dejado sin fuerzas, no estaba acostumbrado a vivir.

      A unos trescientos metros se veía una casa muy grande, era similar a un hotel de una sola planta. Estaba construida en piedra de un color grisáceo, pero no desentonaba con el paisaje general que era de un verde radiante y frondoso.

      Miró el reloj, eran ya las seis de la tarde. Entró a la casa.

      Había una especie de recepción y en ella, de espaldas, una chica joven.

      —Buenas tardes, soy Martín. Busco a la señora Marta, por favor.

      —Bienvenido, Martín, sí y no.

      —¿Perdón?

      —Sí, soy Marta. Y no soy una señora, señorita tal vez. —Marta sonrío.

      Martín no daba crédito. Era una chica guapísima. Morena, de ojos brillantes y oscuros, con una figura que quitaba el sentido. Lucas debió avisarle que era tan guapa, se sentía abrumado en ese momento.

      —Sé que estás pensando que no tengo «la pinta» de una maestra espiritual, ¿no?

      —Desde luego no eres como te imaginaba.

      —Lo entiendo, es la parte complicada de hacerse expectativas, puedes sorprenderte tanto para bien, como para mal. La vida siempre sorprende a los que planifican demasiado.

      —Disculpa si te he ofendido —se excusó Martín.

      —¿Ofendido? Para nada, ahora me pongo la túnica blanca y te canto unos mantras. —Marta soltó una tremenda carcajada y Martín se ruborizó—. Te acompaño a la habitación, debes de estar cansado.

      Lo acompañó por un largo pasillo, aunque no se veían muchas habitaciones ni había ruidos. Su habitación era muy simple. Era amplia, con las paredes en blanco y muy pocos muebles. Un armario, la cama y dos mesitas de noche eran el mobiliario. Una lámpara de mesa y un cuadro en la pared constituían todo el decorado. El cuadro era cuanto menos curioso. Parecía un dibujo hecho a mano, había un mago que asomaba por encima de una ciudad, como si desde arriba contemplara todo. Estaba hecho en blanco y negro, excepto la ciudad que era verde y violeta. A Martín le llamó la atención.

      —¿Te gusta el cuadro, Martín?

      —Sí, me resulta llamativo.

      —¿Qué ves en él?

      —Pues me llama la atención esa especie de mago que contempla desde arriba la ciudad. Y después, los colores en los que está pintada, verde y violeta.

      —Todo habla, Martín. Hasta el detalle que te parezca más insignificante está contando algo. El mago, bien puede ser alguien que es capaz de salirse del mundo para conseguir verlo desde fuera y así ganar entendimiento. Los colores también tienen un sentido. El verde, es el color de la sanación y la esperanza. El violeta, es el color de la transmutación, de cambiar aquello que no nos gusta y transformarlo.

      —Interesante. Porque ni tengo esperanza, ni sé cómo se cambia aquello que no me gusta.

      —La esperanza volverá a ti cuando sanes aquello que hay que sanar. Eso ahora ocupa un espacio en ti que no deja entrar nada más. Hay que vaciarte de dolor. Para cambiar lo que no te gusta hay que mirar adentro, lo de afuera es un reflejo de lo que hay dentro de ti. Cuando dentro de ti hay caos, lo de fuera lo reflejará. Cuando hay paz dentro de ti, lo de fuera será armonioso. Como es adentro es afuera, como es arriba es abajo.

      Me alegra que hayas visto más allá del cuadro, Martín, hay en ti más profundidad de la que crees.

      —Ya te comentaría Lucas que no soy una persona como él. Quiero decir, no soy alguien «espiritual».

      —Todos somos espirituales en nuestro fondo y muy distintos en nuestras formas, pero entiendo que estarás muy cansado. Te dejo descansar. Al final del pasillo está el comedor. A las nueve te esperamos para cenar.

      —Muchas gracias, Marta, una última cosa, ¿podrías darme la clave del wifi?

      —¿Clave del wifi? Dudo mucho que ni siquiera tengas cobertura. Aquí evitamos todo lo que sea una distracción de uno mismo, eso incluye teléfonos y televisión.

      —¿Y cómo voy a pasar las horas? —protestó Martín.

      —Pasarás mucho rato contigo mismo. Quizás sea algo novedoso en tu vida, pero ya verás que encierra maravillas para ti.

      Le guiñó un ojo y salió de la habitación con una sonrisa. Martín no pudo evitar sonreír, había algo en aquella chica que le calmaba, incluso cuando le decía cosas que no le gustaba oír.

      3

      Despertó confundido. Asomaba un rayo de sol por la ventana, miró el reloj y eran las ocho de la mañana, la cena, Marta... Llevaba doce horas durmiendo y en su estómago había ruidos que anunciaban un hambre feroz. Se vistió rápidamente, se aseó, y se dirigió a la cocina. Allí estaba Marta.

      —Buenos días, bello durmiente. Veo que la cena para otro día quizás…

      —Buenos días, sí y no.

      —¿Cómo?

      —Sí a lo de durmiente, no a lo de bello.

      —Bueno, es tu forma de verlo o de verte.

      —Nunca me vi especialmente guapo, imagínate bello…

      —La belleza está en los ojos de quien mira. No lo olvides. ¿Hay algo que te parezca bello, Martín? —Martín agachó la mirada, tragó saliva. Tú, tú eres bellísima, le hubiese gustado decir, pero guardó silencio. Ella sonrió como si hubiese leído su pensamiento.

      —Estoy segura de que tus ojos pueden ver belleza, pues que sepas que eso es porque la tienes dentro de ti. Quizás tengamos que entrar a buscarla. ¿Qué quieres desayunar? Desayuna bien que hoy vas a conocer a alguien especial.

      —Zumo y tostadas, por favor.

      —Marchando, caballero.

      Marta despedía un aire jovial y alegre que para Martín era agua en el desierto. No tenía ninguna gana de afrontar esos tres meses fuera de su casa, con gente desconocida y lo que es peor, sin saber qué iba a tener que hacer, pero era un hombre de palabra y para él cumplir lo prometido era muy importante. La presencia de Marta le hacía mucho más agradable la estancia en ese extraño lugar.

      Se preguntaba quién sería ese alguien especial a quien iba a conocer, pero empezaba a confiar en la chica. Tenía la extraña sensación de que la conocía desde hace mucho tiempo.

      Salieron por una puerta trasera de la casa que daba a un jardín. Era un jardín hermoso, estaba lleno de distintos tipos de flores. Había también varios árboles y un caminito de tierra que conducía a un pequeño puente que hacía de paso sobre un riachuelo. Siguieron caminando por el sendero, pasaron el puente y al fondo se veía un banco de madera. Sentado en él, un hombre anciano con pelo largo


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