Artemisia. Anna Banti
para encantamientos y toda clase de bagatelas. Todo lo ponía a la vista en el escalón del umbral de la casa, y Artemisia, todavía niña y ya vecina suya, escupía allí encima desde la ventana. Tenía miedo de ella como del diablo y si, levantando hacia arriba las pestañas, la descubría, arramblaba con todos sus tesoros y los escondía en el saco que tenía siempre a su lado, y le palpitaban las narices por la emoción. No vendía, pero hacía como que vendía o trocaba, temblando, con los peleones de su edad. Aquellos trueques un día u otro acababan en moneditas y eran la diversión de la chiquillería. Empezó a protegerlo el padre Agatone, capuchino, pasó a los Camillini, a los Filippini, vestido de largo, con albas raídas y gorgueras sucias, estuvo en las Escuelas Pías más de dos años. Le enseñaron a contar y el padre comenzó a enorgullecerse de él, mientras que antes, cuando venían a decirle que había desaparecido de la escuela o pasaba fuera de casa días y días, se contentaba con maldecirlo sin descomponerse. Siempre se las ingeniaban los Stiattesi para seguir a los Gentileschi a cualquier casa a la que se mudasen, alojados en buhardillas, en sótanos o en un chamizo junto al huerto, y siempre por caridad. Cuatro hijos, y Artemisia ni siquiera los distinguía, salvo a Antonio que se hacía mayor y palidecía. No se trataba con nadie, acostumbrada a burlarse de ellos y a oírles sus burlas, pero en su cabeza figuraban como parientes deshonrosos; parientes, sin embargo, aunque no le hubieran dicho nunca cómo y de qué grado. En Santo Spirito, después del escándalo, habían levantado la cabeza, se habían metido en la planta baja en una habitación destartalada, un día amigos, otro enemigos de Tuzia, guardianes todos juntos de la desvergonzada, como entre ellos llamaban a Artemisia. Aquellos muchachos estaban siempre dentro o fuera del portal, jugando y gritando, dibujando porquerías en el muro con carbón. El padre fingía cultivar hortalizas detrás de la casa, pero siempre estaba entre curas, como era su costumbre. La madre tosía. En aquel tiempo Antonio había desaparecido.
Pero cuando Orazio le dijo a la hija: tienes que casarte, apareció una mañana peinado, con un jubón nuevo, y paseaba bajo las ventanas, como esperando. Todo estaba dispuesto en Santa Maria in Aquiro, una parroquia algo lejana, donde nadie los conocía. «Vístete de fiesta», le dijo Orazio a la hija, que encendía el fuego, y ella, que desde hacía tiempo buscaba en los paños negros refugio y garantía, se vistió de negro, sin saber que iba a casarse. En el umbral, de tanto que no salía, el reverbero del adoquinado la deslumbró y entre el parpadeo vio a Antonio, altísimo y demacrado, y a toda la familia Stiattesi vestida para la ocasión, menos Grazia, que estaba encamada. Echaron a andar. Quizá los vecinos sabían algo, se oía como un susurro en el forzado silencio, y los crujidos de una contraventana hacían pensar en una furtiva vigilancia. Iban deprisa, a la desbandada, y cuando llegaron al puente, donde nadie podía verlos, se recogieron sin decir palabra.
Antonio no hablaba. Desmemoriado, andaba delante porque tenía las piernas largas. El jubón nuevo era rico, pero no estaba hecho a su medida y se le caía de los hombros, mientras a los lados se le quedaba rígido y le hacía picos. Llevaba la cabeza al descubierto y el sombrero en la mano, un fieltro amplio con la pluma parda que barría la tierra. Un penacho de cabellos rubiancos, sin brillo, se le erguía en el cráneo, y el viento, al pasar, lo descomponía en tiesos mechones. Tenía espuelas en las botas, que tintineaban. A ratos, se paraba a esperar al grupo y volvía un poco la cabeza, pero sin mirar. Se le veía un gajo de mejilla colgante y la nariz corta. Se paró cuando Gervasio y Protasio, los dos gemelos, se encapricharon con el pan pepato5 que un vendedor ofrecía; y cuando el padre encontró un benefactor (con la cabeza inclinada, la mano en el pecho, como una imagen), echó la cabeza hacia el hombro derecho en actitud resignada. Parecía un caballo, que para dormir suspende una pata. Orazio miraba con los ojos entreabiertos hacia el Palazzo Farnese, los críos refunfuñaban y Artemisia se tiraba del velo hacia la frente.
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