Artemisia. Anna Banti

Artemisia - Anna Banti


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arruguitas que preludiaba una sonrisa, un indicio de satisfacción. Con la yema del pulgar difuminó delicadamente la sombra un poco dura del carboncillo en el vestido del ángel. Se volvió a levantar y también ella se levantó intimidada, pero no torpe ya. Orazio dijo: «Termina», y entró en la habitación. Un minuto después le oyó que silbaba, refrescándose.

      Aquella tarde, en la casa de los Gentileschi hubo sopa y tortilla, como en las demás casas de la vecindad, y padre e hija comieron sentados el uno frente al otro. Orazio había abierto la ventana; veían volar las golondrinas y el ruido del patio, incluso la voz de Tuzia, que no faltó, se quedó fuera como si los postigos estuvieran cerrados. Sirviéndose el último vaso, Orazio comenzó a hablar, y Artemisia fue tan feliz que las palabras se le escapaban, sólo oía la voz. La tenía sorda y baja, casi desganada, y aún más cuando sabía que decía cosas nuevas, que eran escuchadas con interés o maravilla. «He terminado en Monte Cavallo y no quiero trabajar más en Roma, necesito viajar. Por ahora vamos a Florencia; el gran duque me ha hecho una propuesta y las condiciones son buenas. Se incluye también una visita a Pisa.» Una vez vaciado el vaso, Orazio se levanta de la mesa, su silueta enjuta se recorta en la luz pálida de la ventana. La hija se ha quedado sentada entre los cacharros que tendrá que fregar, pero sin aliento, entre el temor y la esperanza. «¿Vamos?» ¿De quién habla el padre? Quizá quiere llevarse consigo a Francesco y a todos los hermanos, ella se quedará sola en Roma. Y entonces Orazio se vuelve, la mira un momento, después fija la atención en el fregadero: «Si quieres venir te llevo conmigo y conmigo trabajas. Pero antes te tienes que casar».

      Ya no podré liberarme de Artemisia, esta conciencia es una acreedora puntillosa y obstinada a la que me acostumbro como a dormir en el suelo. Ya no es el coloquio de los primeros días lo que me compromete, sino una especie de pacto estipulado entre notario y testadora al que debo hacer honor. Entretanto puedo distraerme, ensayar malicias sobre un recuerdo que, ahora, disimulo. Dijo Orazio: «Te tienes que casar». Pero yo ya arrastro a Artemisia de paseo por los jardines maltratados y desiertos de Boboli después del éxodo de los refugiados; y la obligo a moverse junto a los últimos rezagados, tristes dueños de un gran espacio contaminado; a encontrarnos con prostitutas y soldaduchos; a mojarnos con la lluvia otoñal. El ritmo de su historia tenía una moral y un sentido que quizá se han hundido con mis últimas experiencias. Me los juego: que se contente Artemisia con lo que viene. Hoy, el grupo de sus amigas florentinas, en la áspera gravilla del amplio paseo en cuesta, cada una con su nombre –la viuda Violante, Giovanna Sorri, las dos cuñadas Torrigiani, la soltera Caterina–, todas ellas con su alto encaje rígido que se tropieza en la nuca con sus tocaditos, jadean un poco porque suben deprisa y todas pierden más dignidad de la que quisieran. No del todo condescendiente la Gentileschi las acompaña, dividida entre la sociabilidad y la reserva. Las damas me honran, pero que sepan quién soy: una virtuosa de la pintura, no una chismosa cualquiera. Cuando, a la vuelta, aparece la gran mole árida del palacio, la injusticia de mi albedrío me sabe amarga y me impulsa a recoger, como un objeto perdido, el oro octobrino de Roma y, dentro de él, a Artemisia inclinada sobre el baúl aplastando vestidos, enseres, lo que le importa en el mundo, el resto lo tirará al Tíber, pues tiene claro que a Roma no volverá. Despacio, despacio, que los Stiattesi no se enteren, que no sospechen, su marido es un Stiattesi. Pero si se para a pensar que se va con su padre, que el gran Gentileschi la lleva consigo, estos reparos le parecen ridículos y pisa fuerte con los tacones al hacer sus tareas. Papelones, cintas viejas, cartas, sí, las cuatro cartas de Agostino conservadas hasta ahora, todo al viento, desde la ventana, y que los vea quien quiera. Al asomarse, al ofrecerse sin reparos al aire ligero –ya le parece estar en el carruaje– entrevé los pies de Giambattista, sentado en el umbral de su casa, los pies gotosos que buscan el sol, largos y secos como los de su hijo Antonio, que desapareció el día de la boda. No se da cuenta de que se ha quedado abstraída un momento, el ceño apretado en la frente, abandonados los brazos, movidos los cabellos por la brisa, como si esperase, como si escuchase algo. «Los pañuelos», se despabila, y corre a buscarlos a la habitación.

      Pero una inquietud traidora no quiso dejarla y le tembló en las manos y en la garganta hasta el final, en aquel silencio ficticio que Orazio mantenía una vez tomada la decisión, como si no se tratase más que de quedarse en casa como siempre. Uno a uno los hermanos se habían ido, Giulio a Velletri, Marco con el patrón, y Francesco había encontrado un sitio en strada Pia, en un convento que le permitía tener un taller. Quería establecerse por su cuenta, decía, pero parecía que las palabras, apenas pronunciadas, le excavaban un agujero en el enjuto pecho. Hablaba demasiado: cuando los Gentileschi están contentos no hablan. Y que el sitio era bellísimo, una ganga, con la oportunidad, en verano, del Papa en Monte Cavallo y al lado las viñas de los mejores señores, y modelos, entre los boyeros, sin gastar un céntimo. Probaba a darse aires de decidido y astuto, como hacen los artistas prácticos, pero, por ahora, poco debía de concertar en strada Pia, porque lo veías continuamente en Santo Spirito llevando ya el pincel fino, ya la arcilla especial, por si tuviera la ocasión de hacer esbozos, porque esto en Florencia no lo hay; y quizá el licor para los males del corazón, destilado por sus monjas. Se sentaba, se dejaba servir una distraída comida y, si Artemisia tenía cosas que hacer en la habitación, se quedaba allí, con la mirada perdida. Finalmente la hermana dejó de dar vueltas; el equipaje estaba dispuesto y se sentó, con los ojos inmóviles, sombríos. Hacía un mes que Orazio no daba señales del viaje, quizá había olvidado el proyecto o la invitación, y no había manera de penetrar en sus intenciones porque no tenía sus cosas en casa. No había ni un lápiz por allí, ni un trozo de tela, sólo un viejo bastidor destartalado colgado de un clavo. El gato maullaba. En aquellos momentos la inquietud de Artemisia latía como una vena. «Dentro de un mes –decía Francesco entonces– estarás en Florencia ya instalada. Estate atenta a escoger bien la orientación de las ventanas, la luz de Florencia es blanca y traidora, mejor en el primero que en el último piso.» Francesco sabía de las cosas que no había visto y las conveniencias que a él no le servían.

      Artemisia partió el 22 de octubre, al alba. La verdad no está en la fecha, sino en las palabras siempre repetidas que la fijaron. Pero una fecha hace falta, como hizo falta para hacer saltar el corazón de una joven que nunca se ha movido de casa y allí ha sufrido su vergüenza. Los mozos transportaron las cajas y un canto de la más pesada desconchó la pared de la escalera. Los vecinos se sorprendieron, Giambattista Stiattesi, suegro deshonrado, levantó sus manos al cielo durante muchos de los días siguientes. Pero mientras tanto, la rubia partía, sentada entre su padre y un fraile gordo romañolo que volvía –al momento lo dijo– a Bolonia. Después de una noche pasada en una silla, vestida, la precaria inmovilidad de aquel primer instante de viaje le daba un vértigo de eternidad. Caballerizos y postillones andaban alrededor con las linternas como si fuese de noche todavía; por los lienzos de las tabernas se filtraban lucecitas. Un mendigo, tendido sobre un banco de piedra, parecía muerto. Un caballero con grandes mostachos a la española espoleó su montura y fanfarroneaba con un escudero cojo. La campana de Santa Maria del Popolo sonó y Artemisia sintió por un momento el absurdo impulso de desmontar, entrar en la iglesia, oír misa. Tenía sueño, quizá al dormirse descansaría en el hombro paterno, dulcísimo reposo infinito. Pero cuando el carruaje se tambaleó («en mala hora y en viernes», gritaron casi al unísono dos voces), los ojos ahora cerrados vieron nítidamente a Francesco con los hombros encorvados, que decía, con las llaves en la mano: «Este invierno». Un recuerdo de ayer, ya tan lejano.

      Descubro que Artemisia, una noche de luna, en Nápoles, a la vista del mar, dijo: «También yo tengo escritos los recuerdos de mi primer viaje». Hablaba a Tommaso Guaragna, a quien había conocido seis horas antes. Tenía treinta y seis años y mentía. Mentía con una especie de buena fe, prestando a la memoria la imagen de un folio blanco, escrito con bonita caligrafía; y era lo menos que podía hacer, pues recordaba demasiado el sabor de las anguilas de Bolsena y la cama dura de San Quirico y la voz del postillón, que dijo: «De aquí a Radicofani son todo baches». Pero lo importante aquella semana fue la revancha de la infancia, una infancia suspendida y en vías de restauración; así que las vistas, los encuentros, las sorpresas y hasta los miedos no contaban nada ante el porvenir reencontrado. Todo se asentaba en la inefable certeza de que Orazio estaba a su lado, y ella podía dormirse y despertarse cien veces, que seguía allí. Admiraba aquel porte desenvuelto, ni de artesano ni de comerciante, la franqueza de sus bromas y su risa.


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