No eres tú, soy yo…. Tash Skilton

No eres tú, soy yo… - Tash Skilton


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mis pre­gun­tas so­bre em­ba­ra­zos.

      Per­se­Yo: Es que es­toy es­cri­bien­do una can­ción. In­ves­ti­gan­do un poco.

      Si hay can­cio­nes so­bre cur­vas fe­me­ni­nas, tam­bién las pue­de ha­ber so­bre vien­tres fe­me­ni­nos, digo yo.

      Ju­le­s478: Ah… ¿Eres mú­si­co?

      Per­se­Yo: Afi­cio­na­do.

      Echo otro vis­ta­zo al cues­tio­na­rio de Far­had.

      Per­se­Yo: Tra­ba­jo en el mun­do de las fi­nan­zas.

      Bien, bien. He sol­ta­do su­til­men­te lo del tra­ba­jo es­ta­ble. A lo me­jor he vuel­to a ge­ne­rar­le in­te­rés y todo.

      Ju­le­s478: ¿En qué cla­se de gru­po to­cas?

      Echo un nue­vo vis­ta­zo al cues­tio­na­rio. Ah, mier­da.

      Per­se­Yo: En un cuar­te­to de cuer­da.

      Le si­gue otra pau­sa lar­ga.

      Ju­le­s478: Ya veo… Oye, lo sien­to, pero se me aca­ba la pau­sa para co­mer y me ten­go que ir, de ver­dad.

      Son las 8:52 de la ma­ña­na.

      Ju­le­s478: ¿Ha­bla­mos lue­go?

      Pero se des­co­nec­ta an­tes de que le pue­da res­pon­der.

      ¿Quie­res que te sea sin­ce­ro?

      Se­gu­ro que les he he­cho un fa­vor a Far­had y a ella.

      Al fin y al cabo, el amor no exis­te. No hay que po­ner­se en plan ba­la­da heavy me­tal, pero el amor es una ilu­sión. No es más que una cor­ti­na de humo que ocul­ta el fu­tu­ro desamor. ¿Por qué nos ha­ce­mos esto? ¿Por qué? O bien te deja a ti o bien la de­jas tú, o (en el me­jor de los ca­sos) vi­vís fe­li­ces y co­méis per­di­ces has­ta que uno de los dos se mue­re y el otro se que­da com­ple­ta­men­te des­tro­za­do, con­ver­ti­do en una som­bra de su an­ti­guo yo.

      ¿Por qué co­jo­nes los per­se­gui­mos?

      Re­ci­bo un men­sa­je de Lean­ne.

      Lean­ne T: Mi­les, quie­ro que te reúnas con­mi­go en mi des­pa­cho.

      Me cago en todo lo ca­gable.

      Mi­les I: En vein­te mi­nu­tos es­toy ahí. ¿Va bien?

      Lean­ne T: Sí.

      Y en­ton­ces, es que no pue­do evi­tar­lo…

      Mi­les I: Oye, Lean­ne. Una pre­gun­ti­ta. ¿Tú sa­bes qué pin­ta tie­ne una ba­rri­ga de em­ba­ra­za­da de seis se­ma­nas?

      ***

      El des­pa­cho de Lean­ne se en­cuen­tra en un edi­fi­cio que cla­ra­men­te fue un al­ma­cén has­ta hace tres mi­nu­tos, cuan­do a al­gún mag­na­te del sec­tor in­mo­bi­lia­rio se le ocu­rrió crear unos 450 des­pa­chos del ta­ma­ño de un ar­ma­rio y co­brar­le a la gen­te un al­qui­ler desor­bi­ta­do por el pri­vi­le­gio de tra­ba­jar jus­to al lado de la De­ci­mo­se­gun­da Ave­ni­da, a por lo me­nos quin­ce mi­nu­tos del me­tro, al que siem­pre tie­nes que lle­gar an­dan­do con el vien­to en con­tra.

      Es­pe­ro a que me abra la puer­ta y cojo uno de los as­cen­so­res de car­ga has­ta la no­ve­na plan­ta, y en­ton­ces lle­go fren­te al ar­ma­rio de Lean­ne.

      Hace tan solo dos se­ma­nas, la sede de Ha­bla el Co­ra­zón se ubi­ca­ba en unas ofi­ci­nas mo­des­tas pero es­pa­cio­sas del ba­rrio de Meat­pac­king Dis­trict. Unos enor­mes ven­ta­na­les de cris­tal da­ban a las ca­lles ado­qui­na­das, des­de los que po­día­mos ver ca­mi­nar a mu­je­res con mu­chas ga­nas de gas­tar di­ne­ro, ga­fas de sol de mar­ca y za­pa­tos Jimmy Choo que se mez­cla­ban con re­sa­co­sas dis­coa­dic­tas con ga­fas de sol de mar­ca y unos Jimmy Choo aún más al­tos. Me gus­ta­ba mi­rar a la ca­lle y pen­sar que era muy pro­ba­ble que una de esas re­sa­co­sas fue­ra clien­ta nues­tra, que vol­vía de una cita triun­fal que ha­bía ter­mi­na­do a las sie­te de la ma­ña­na, y se apre­su­ra­ba a re­gre­sar a casa para cam­biar­se y lle­gar pre­sen­ta­ble al tra­ba­jo, pero in­ca­paz de es­con­der la son­ri­sa que solo pue­de pro­vo­car una cita in­tere­san­te con un des­co­no­ci­do. No ca­mi­na­ba aver­gon­za­da, sino or­gu­llo­sa. ¿Quién no se sen­ti­ría or­gu­llo­so y eu­fó­ri­co tras una no­che de pa­sión y co­ne­xión per­so­nal? Y qui­zá yo ha­bría te­ni­do algo que ver. Pen­sar­lo me ha­cía sen­tir or­gu­llo­so y eu­fó­ri­co a mí tam­bién.

      Aho­ra ya no.

      Aho­ra sé que es pro­ba­ble que una no­che in­tere­san­te ter­mi­ne desem­bo­can­do en un ca­mino de ago­nía: ya sea por los men­sa­jes de tex­to sin res­pues­ta, por las dis­cu­sio­nes so­bre los pa­dres con­tro­la­do­res de tu pa­re­ja o por­que hay que de­ci­dir quién se que­da con las plan­tas cuan­do se ter­mi­na la re­la­ción. No lle­vo la vida de mis clien­tes más que ha­cia la rui­na y la per­di­ción.

      ¿Que qué tal el des­pa­cho? Bueno, dé­mos­le las gra­cias a otra de las ideas bri­llan­tes y ca­tas­tró­fi­cas de Clif­ford, el ex­ma­ri­do de Lean­ne.

      Como dice Tay­lor Swift en una de sus can­cio­nes, hace mu­chos erro­res ha­bía una vez una pa­re­ja de dos idio­tas, Lean­ne y Clif­ford, que creían que te­nían una re­la­ción que iba a du­rar para siem­pre. Así que no solo in­ter­cam­bia­ron vo­tos, com­pra­ron un piso (nada me­nos que una mul­ti­pro­pie­dad, una pe­sa­di­lla más) y adop­ta­ron a un gato: de­ci­die­ron dar un nue­vo y es­tú­pi­do paso y se con­vir­tie­ron en co­pro­pie­ta­rios de una em­pre­sa.

      Pues sí, Ha­bla el Co­ra­zón em­pe­zó con los dos, aun­que la idea ori­gi­nal fue de Lean­ne, la es­cri­to­ra em­be­le­sa­da por el amor. Ha­bía sido tes­ti­go de cómo sus ami­gas sol­te­ras su­frían la tor­tu­ra de las ci­tas por in­ter­net, de cons­truir­se el per­fil per­fec­to y de­cir lo más ade­cua­do en co­rreos elec­tró­ni­cos y en men­sa­jes de tex­to. Y un día se dio cuen­ta: si se de­di­ca­ba a re­dac­tar el con­te­ni­do ade­cua­do, po­dría ayu­dar a sus ami­gas a dar­le for­ma a lo que ellas que­rían trans­mi­tir.

      De ahí fue cre­cien­do la idea de crear una agen­cia de ghostw­ri­ters que ayu­da­ran a la gen­te a lle­gar has­ta la mis­mí­si­ma puer­ta del ver­da­de­ro amor.

      —No so­mos es­cri­to­res, so­mos cu­pi­dos —de­cía Clif­ford.

      Esa era la ta­rea de Clif­ford: ocu­par­se del mar­ke­ting y de las ope­ra­cio­nes co­mer­cia­les.

      Es de­cir, que fue idea de Clif­ford lla­mar a la em­pre­sa Ha­bla el Co­ra­zón (se­gu­ro que fue la úl­ti­ma vez que Lean­ne y él es­tu­vie­ron de acuer­do en algo). Y, a con­ti­nua­ción, lo ló­gi­co ha­bría sido ha­cer­se con los de­re­chos para uti­li­zar la can­ción de Ro­xet­te en los anun­cios.

      En teo­ría no era mal plan, para nada. Pero re­sul­tó que Ro­xet­te y los com­po­si­to­res no que­rían que se los re­la­cio­na­ra con una rara y des­co­no­ci­da agen­cia de ci­tas on­li­ne con ghostw­ri­ters, y a cam­bio exi­gie­ron una ci­fra desor­bi­ta­da para ce­der los de­re­chos.

      Una per­so­na


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