No eres tú, soy yo…. Tash Skilton
vuestra firma electrónica, tachadlo de vuestro cerebro. Ha pasado a mejor vida. Hagamos como si nunca hubiera existido, ¿vale? Nueva URL, nuevo servidor de correo, nuevo comienzo, nuevo todo.
Ahora nuestro nombre oficial es Palabras de Amor, S. R. L., y seguro que con él lo vamos a petar.
SI OS SIGUEN LLEGANDO CORREOS DE BFF, NO CONTESTÉIS. Se los pasáis de inmediato al servicio de atención al cliente (¡yuju, Crystal!) y los borráis. Así de sencillo. Crystal se encarga.
Responderé encantado a todas las preguntas durante la reunión mensual, pero mientras tanto borrad todas las referencias a BFF (y a TMV para los veteranos) y sustituidlas por Palabras de Amor. En nuestra web aparecerán los cambios a lo largo de esta semana.
Nos vemos en los bares.
Clifford
CEO de Bueno, Fácil, Feliz (anteriormente, Tu Mejor Versión)
Zoey
Cruzar la calle. Es lo único que hay que hacer: cruzar la calle.
Pero no es tan sencillo, claro, porque no es una calle normal ni es una ciudad normal, y antes de cruzar la calle tengo que salir de mi piso. «Piso» es el graciosísimo nombre en clave para esta ratonera. Aunque creo que para las ratas de verdad sería un palacio. Las ratas de verdad están por ahí, por cierto, esperando para echar a correr entre mis zapatos y subir por mis piernas para contagiarme enfermedades, rechinando los dientes, envueltas por una nebulosa de gérmenes como la nube mortífera que rodea al Cochino de las historias de Carlitos y Snoopy.
Nada. No pasa nada. Que el «piso» sea en total media habitación, que el sofá haga las veces de cama, que la ducha esté en un rincón de la cocina y que tenga que trepar por los muebles para poder moverme no son motivos para alterarse. ¡Estoy viviendo una nueva experiencia! Pero como no me largue pronto, me volveré loca. Así está el tema.
Portátil, sí. Bolso, sí. Llaves, sí. Descorro el cerrojo normal y el de seguridad. Abro la puerta lentamente, tan solo un centímetro.
—Voy a salir —grito. El día que me mudé, una vecina a la que no he vuelto a ver me dijo que la avisara así. De vez en cuando la oigo, como supongo que ella me oye a mí, anunciar que sale al descansillo. Es tan pequeño que solo hay espacio para que lo ocupe una persona y, si no avisas y ya hay alguien ocupando el espacio, te arriesgas a sufrir o a provocar alguna lesión, así que uno de los dos tendría que retirarse para que el otro pudiera pasar.
Como no me responde nadie, abro la puerta de par en par, salgo rápidamente y la cierro detrás de mí.
—En el descansillo —grito para informar a alguien que quizá ni siquiera está ahí. Por alguna razón, mi voz se vuelve aflautada siempre que digo esa frase. Quiero asegurarme de que me oye. Mis botas militares garantizan que quien haya en el piso de abajo me oirá sí o sí.
Nuevo obstáculo: las escaleras. Cogería el ascensor, pero la última vez que me subí, había alguien durmiendo en el interior. (Mary, mi exjefa y actual casera, no mostró ninguna compasión: «En mi época, ya se habría ahogado en su propio vómito»). Tengo miedo a que haya alguien durmiendo dentro y que, en cuanto me meta en el ascensor, la persona en cuestión abra los ojos y me agarre del tobillo.
Cuando vivía en Los Ángeles, me preocupaba que alguien se escondiera debajo de mi coche y me rajara los tendones, así que no se trata de un miedo desconocido para mí. Nada más salir al aire «libre», sin embargo, todos los parecidos —reales o inventados— con la Ciudad de las Estrellas se evaporan.
¡Cláxones! ¡Frenazos! ¡Timbres! ¡Discusiones! ¡Gritos!
Me asaltan los ruidos. Y los olores. El de la basura acumulada fuera del portal flota en el aire. Y las cacofonías. Me toca lidiar con el ansia de taparme los oídos, cerrar los ojos y rezar por un dispositivo de teletransportación. ¿Por qué los ruidos son tan fuertes? ¿Por qué sale un humo no identificado de una rejilla mugrienta en plena acera? ¿Por qué todo el mundo avanza y me da codazos a un ritmo tan frenético? Al menos las botas me protegerán. Pero no me ayudarán a ir deprisa, eso seguro.
Llega a la esquina. Tú llega a la esquina, y así podrás cruzar la calle.
Entiendo el atractivo de los quioscos, de verdad que sí. Y de los puestos de comida, cómo no. El problema es que ahora tengo que moverme entre ellos sin chocarme con nadie por accidente, sin mancharme de grasa y sin oler algo que preferiría no oler a esta hora de la mañana.
Madre mía, solo he avanzado media manzana y ya me han fulminado con la mirada, comido con los ojos, pisado, empujado y rodeado. Lo que daría por recuperar la paz y la tranquilidad de mi coche de California. Lo sé, lo sé, allí hay el tráfico más horroroso del mundo, pero ¿sabes qué más hay? Espacio para mí. Control sobre la temperatura. Un lugar en el que respirar, la opción de escuchar la música, el podcast o la emisora que me dé la gana y la posibilidad de prestarle atención en la calma de mi coche, mientras me bebo un té helado o imagino hipotéticos diálogos.
Por fin llego a la intersección y el semáforo se pone en verde, pero ya he aprendido que todavía no hay que empezar a caminar. Los tres primeros coches no se paran. Dos patinan y el tercero pita, como si me insultara y me prohibiera siquiera pensar en él.
¿Sabes qué más tenemos en California?
Montañas. Árboles. Playa. Hierba (de los dos tipos).
Antes de que me dé cuenta, vuelve a iluminarse la funesta mano roja y he perdido la oportunidad de cruzar. Me echo hacia atrás, frustrada y avergonzada. ¿Por qué no consigo mover los pies? Se me acercan varias personas y me pongo tensa, preparada para recibir golpes a medida que me rodean. ¡Y entonces van y todos cruzan la calle! Aunque se vea claramente la advertencia de «No cruzar». Por lo visto, tienen tendencias suicidas. Me tendría que haber agarrado a la camisa de uno y dejar que me arrastrara consigo. Seguro que es la única manera que tengo de llegar al Café Crudité.
Dos nuevas luces verdes y reaparece la advertencia roja. Me obligo a echar a correr, lo más rápido posible, con la cabeza gacha y sin mirar atrás. ¡Chúpate esa, Nueva York! Paso por delante de una quesería y una farmacia y logro