No eres tú, soy yo…. Tash Skilton

No eres tú, soy yo… - Tash Skilton


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para desa­yu­nar; será otra ma­ña­na de bis­cot­ti, pues. (El Café Cru­di­té ofre­ce gra­tis «de­li­cias hor­nea­das ayer» en un pla­to a la vis­ta en el mos­tra­dor). El es­ta­ble­ci­mien­to está prác­ti­ca­men­te va­cío: en la cola solo hay una per­so­na de­lan­te de mí y na­die de­trás. A cá­ma­ra len­ta, veo cómo el glo­tón que ten­go de­lan­te mue­ve la mano ha­cia los bis­cot­ti gra­tui­tos, es de­cir, ha­cia mi desa­yuno. Solo que­dan dos, que bas­ta­rían para una tris­te se­mi­co­mi­da. Ten­go tan­ta ham­bre que noto la sa­li­va que se me acu­mu­la en el in­te­rior de las me­ji­llas.

      Ne­ce­si­to los bis­cot­ti.

      —¡Un mo­men­to! —chi­llo. He gri­ta­do con mi voz rara y re­so­nan­te de «¡En el des­can­si­llo!». Vuel­vo a em­pe­zar—. Es que… son míos y… —ter­mino con voz nor­mal.

      La mano del tío se de­tie­ne en el aire y se gira para mi­rar­me. Es alto y mo­reno, como mis li­gues de Ca­li­for­nia del pa­sa­do, pero en él no hay bon­dad, des­preo­cu­pa­ción ni go­tas del océano so­bre el ros­tro. Tie­ne el pelo ne­gro, de pun­ta, in­ten­so y en­fa­da­do, lle­va unas ga­fas de híps­ter que se­gu­ra­men­te no ne­ce­si­ta y un ama­go de bar­ba que no sabe qué quie­re ser de ma­yor. Se pa­re­ce a Zayn Ma­lik en una ver­sión de es­tu­dian­te de Odon­to­lo­gía es­tre­sa­do.

      —¿Cómo que son «tu­yos»? —pre­gun­ta el den­tis­ta Zayn Ma­lik, y hace el ges­to de las co­mi­llas en el aire.

      —Pue­des que­dar­te con los muf­fins de ayer —digo, y se los se­ña­lo. (Je. Son ve­ge­ta­les, pero Ga­fas de Híps­ter qui­zá no lo sabe. Qui­zá tam­po­co sabe que las cru­di­tés son ver­du­ras)—. Son más gran­des, lle­nan más y te hago el fa­vor de de­jar que te los que­des tú —aña­do con los dien­tes apre­ta­dos.

      —Qué gran ge­ne­ro­si­dad la tuya. Es­tán du­ros.

      —¡Por eso son gra­tis!

      —Y se­gu­ra­men­te lle­van ca­la­ba­cín o kale.

      Vaya. Lo sabe.

      —Los bis­cot­ti tam­bién es­tán ya du­ros, no van a es­tar bue­nos —me es­pe­ta an­tes de di­ri­gir­se de nue­vo ha­cia ellos—. Pero los muf­fins es­ta­rán ma­lí­si­mos. Ade­más, yo he lle­ga­do pri­me­ro.

      Sus ca­be­llos em­bra­ve­ci­dos y re­vuel­tos me sa­can de qui­cio. Es evi­den­te que al­guien le tiró del pelo ano­che en un mo­men­to de pa­sión y no se ha preo­cu­pa­do por arre­glár­se­lo. Se debe de ver a sí mis­mo como un tío des­pei­na­do y sexy, al día si­guien­te de triun­far; se­gu­ro que se ha le­van­ta­do tar­de y le ha pre­pa­ra­do a su pa­re­ja hue­vos y tos­ta­das para desa­yu­nar en la cama, y ¿aho­ra pien­sa que tam­bién se va a que­dar con mis bis­cot­ti? Aun­que to­da­vía no los ha co­gi­do…, a lo me­jor atien­de a ra­zo­nes y todo.

      —Es que los bis­cot­ti siem­pre me los lle­vo yo —mur­mu­llo. Ya casi pue­do sa­bo­rear­los—. Me los guar­dan para mí.

      La ca­ma­re­ra hace acto de pre­sen­cia y le en­tre­ga el café gran­de al tío. En su cha­pa se lee «Evelynn».

      —¿Le es­tás guar­dan­do los bis­cot­ti de ayer a esta loca, Evelynn? —le pre­gun­ta.

      —No la he vis­to en mi vida. Y no, va por or­den de lle­ga­da.

      —Ven­go to­dos los días —pro­tes­to—. De lu­nes a do­min­go, sie­te días a la se­ma­na.

      —No me acuer­do de ti. —Evelynn se en­co­ge de hom­bros.

      —Yo te doy más tra­ba­jo que él —digo a la de­ses­pe­ra­da—. Soy una clien­ta ha­bi­tual, ven­go to­dos los días des­de que me mudé a Nue­va York.

      —¿Cuán­do te mu­das­te? —pre­gun­ta Ga­fas de Híps­ter.

      —Hace un mes.

      —Ahí va, ma­dre mía, sí, eres toda una le­yen­da —ex­cla­ma—. ¡La chi­ca de la ca­fe­te­ría! ¿Di­ces que hace un mes que vie­nes? Im­pre­sio­nan­te…, pero es que YO LLE­VO VI­NIEN­DO DES­DE HACE CASI QUIN­CE AÑOS.

      Un com­ple­to des­co­no­ci­do me está gri­tan­do, ¡en pú­bli­co! En Los Án­ge­les, eso solo les pasa a los fa­mo­sos. La par­te rep­ti­lia­na de mi ce­re­bro chi­lla: «¡Re­ti­ra­da!», pero la par­te ham­brien­ta le res­pon­de: «Ni se te ocu­rra», así que le­van­to la ca­be­za.

      —¿Cómo es po­si­ble que no te haya vis­to nun­ca, en­ton­ces? —exi­jo sa­ber.

      —Pues será por­que dejo pa­sar un tiem­po en­tre una vi­si­ta y otra, como se su­po­ne que hace la gen­te nor­mal.

      —La pró­xi­ma vez deja pa­sar más tiem­po y más es­pa­cio —le con­tes­to. Sé que sue­na a lo­cu­ra, pero él no ne­ce­si­ta los bis­cot­ti como yo. Es neo­yor­quino, li­bre de mo­ver­se por la ciu­dad, mien­tras yo, por aho­ra, es­toy atra­pa­da en esta man­za­na.

      —Un mo­men­to. —Evelynn chas­quea los de­dos ha­cia mí—. Sí que me acuer­do de ti. Café ame­ri­cano lar­guí­si­mo, sin nada de co­mer.

      —Eso no es dar­les tra­ba­jo —apun­ta Ga­fas de Híps­ter—. Es qui­tar­les tra­ba­jo.

      —Evelynn, te doy diez cén­ti­mos por los bis­cot­ti —es­pe­to.

      —Vein­ti­cin­co —con­tra­ata­ca el tío.

      Evelynn se nos que­da mi­ran­do.

      —Se­ten­ta y cin­co —re­pli­co.

      —La gra­cia es que son gra­tis —dice Evelynn len­ta­men­te—, por­que no es­tán de­ma­sia­do bue­nos.

      —Te los doy a ti, Evelynn —re­mar­co—. Bajo mano. No se tie­ne que en­te­rar na­die.

      —Dos dó­la­res —dice el ri­ca­chón con el di­ne­ro en la mano—. Es mi úl­ti­ma ofer­ta.

      —La gra­cia es que son gra­tis —pro­tes­to. Ya no pue­do com­pe­tir. Ne­ce­si­to los dos dó­la­res para mi café ame­ri­cano.

      Evelynn coge el pla­to.

      —Es­tu­pen­do —se en­fa­da el tío—. ¡Aho­ra na­die va a co­mer bis­cot­ti ni per­di­ces!

      —Vale, cal­ma. ¿Per­di­ces?

      Con las ma­nos en­guan­ta­das, Evelynn par­te los dos bis­cot­ti por la mi­tad. Pone dos tro­ci­tos en mi mano y los otros dos, en la mano de él. Pero ¿por qué los ha par­ti­do por la mi­tad? ¿Por­que era la úni­ca ma­ne­ra de mos­trar la ra­bia que sien­te? ¿Por­que así los dos ten­dre­mos dos tro­zos, ce­rra­re­mos el pico y nos lar­ga­re­mos? ¿O es su ma­ne­ra de re­cor­dar­nos quién os­ten­ta el po­der aquí? (Es irre­le­van­te, ya lo sé. Pero es que son los de­ta­lles los que cons­tru­yen una per­so­na­li­dad. Y yo siem­pre me fijo en los de­ta­lles).

      Con los tro­ci­tos de bis­cot­ti y las mi­gas bien apre­ta­dos, pido un ame­ri­cano lar­guí­si­mo y dejo se­ten­ta y cin­co cén­ti­mos en el ta­rro de las pro­pi­nas, por­que es lo que he apos­ta­do en la subas­ta. Me ar­den


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