No eres tú, soy yo…. Tash Skilton
no poder currar ya en una oficina.
Y la pobre Leanne, nuestra CEO, está desterrada en un armario polvoriento y sin ventanas en el que a duras penas caben su escritorio y dos sillas, y mucho menos las obras de arte eclécticas y las esculturas chulísimas que decoraban los rincones de su antiguo despacho.
Sin embargo, a pesar del entorno, se la ve tan impecable como siempre. Leanne es de origen chino, con una cabellera lacia, larga y negra, la pose de una primera bailarina y un fondo de armario que consiste casi en su totalidad en prendas tan estructuradas que, al verlas, te entran ganas de buscar los planos en las etiquetas. Aunque Leanne sabe llevarlas, estoy convencido de que cualquier otra mujer parecería ir disfrazada del Empire State Building.
—¿Te importaría explicarme lo que ha pasado hoy, Miles? —me pregunta con voz grave y tranquila, la clase de voz que sabes que tiene el potencial de soltar un tsunami de insultos demoledores si hace falta.
—¿A qué te refieres? —Carraspeo.
—Empecemos por el hecho de que no sabías que nuestro cliente toca en un cuarteto de cuerda. Y sigamos con el desastre de las preguntas sobre embarazadas.
—¿Cómo te has enterado de todo eso? —pregunto tímidamente.
—Miles, después del fiasco con los últimos tres clientes, te dije que iniciaría sesión en tu ordenador para ver tus chats. Y esta mañana has aceptado mi petición de acceso remoto.
—Ah, sí —digo. Mierda. Pues sí, la había aceptado. Y hoy tenía toda la intención del mundo de estar a la altura, pero eso fue antes de que Jordan anunciara al mundo (ah, y también a mí) que está embarazada.
—Mira. —Leanne suspira—. Sé que estás pasando por un mal momento. —No he entrado en detalles con ella, solo le he dicho que Jordan y yo hemos roto. Y que me he marchado de nuestro piso para vivir en el salón de Dylan. Y que Charles, el novio de Dylan, está cabreado y me deja notas con muy mala leche para recordarme la pésima influencia que tengo en sus vidas. Y que me hizo devolver a la tienda el papel higiénico de una sola capa que compré para darle las gracias por dejarme vivir en su piso porque, según me aseguró, ningún culo se merece la humillación de que lo limpien con papel de una sola capa, ni siquiera el mío.
Bueno, vale, a lo mejor sí que le he contado bastantes cosas a Leanne. El problema es que, durante los dieciocho meses que estuvimos juntos, terminé quedando solo con los amigos de Jordan, y ahora estoy atrapado, intentando formar una suerte de círculo social.
—Vamos a ver —dice Leanne—. No me puedo permitir estos fallos, Miles. No me los puedo permitir, en plan literal. Está claro que tenemos muchos problemas. —Mueve ligeramente los brazos para señalar el lamentable espectáculo de la pintura que se descascarilla y los muebles de oficina de formica que conforman su entorno—. Y perder a cuatro clientes en un solo mes… Es que es inaceptable.
Asiento con la cabeza y de repente me doy cuenta de que es muy posible que me despida (es más que probable). Parezco el episodio piloto de una serie sobre un hombre cuya vida se va al traste y entonces decide dar un giro de ciento ochenta grados y hacerse ganadero en el pueblecito extravagante en el que vive su abuela. Aunque todos mis abuelos están muertos y, en el mundo real, perder un trabajo no conduce a una epifanía tronchante pero conmovedora sobre el supuesto sentido de la vida. Que de repente tengas que añadir LinkedIn a tu ritual diario de redes sociales hace que te sientas como una mierda.
Leanne debe de haber visto el pánico reflejado en mi cara, porque intenta suavizar el terremoto.
—No es ningún secreto que siempre has sido mi mejor empleado, Miles. Se te daba genial. Nadie ha logrado tantos éxitos como tú. ¿A cuántas bodas te han invitado? ¿A tres?
—A cuatro —balbuceo. Siempre en calidad de viejo amigo del novio, porque está claro que ninguno de ellos se atrevería a contarle a su futura esposa que su relación se basa en (seamos sinceros) una especie de mentira.
—Es increíble —añade Leanne con amabilidad, antes de que su voz recupere el tono firme y justo que la convirtió en una directora creativa y brillante cuando trabajaba en una agencia de publicidad, y cuando yo curraba de redactor para ella—. Pero no puedo confiar en tu pasado, tengo que confiar en tu presente. Tengo que saber que cuento con alguien que va a escuchar los deseos y necesidades de nuestros clientes y que hará lo imposible por unirlos con su pareja perfecta.
—Claro —transijo, y me ahorro decirle que lo que ella necesita es alguien que de verdad crea que existen las parejas perfectas. En cierta ocasión, ese fui yo. Pero ya no.
—Te voy a contar lo que vamos a hacer —dice, y espero que saque del escritorio un sobre con el finiquito (si tengo suerte) y me lo dé. Pero lo que coge es su iPad—. Tienes otra oportunidad para hacerlo bien. Un nuevo cliente que necesita que reaparezca el viejo Miles y que le ofrezca una auténtica experiencia de Habla el Corazón.™ —Obviamente, no pronuncia el símbolo de marca comercial, pero casi lo oigo en su voz. Otra de las estupendas y caras ideas de Clifford—. Por tanto, decídete por uno. Hay tres entre los que escoger.
Cojo la tableta a regañadientes y ojeo los expedientes con el formato típico de nuestros clientes. Una foto sonriente y las respuestas al cuestionario inicial. Uno que desea con todas sus fuerzas casarse en menos de dos años. Otro que es nuevo en la ciudad y quiere conocer a alguien con quien experimentar «las maravillas gastronómicas de Nueva York». (Las palabras son suyas, no mías. Y es evidente que vamos a tener que hacer algo con su forma de hablar si al final lo elijo a él).
Y luego está Jude Campbell. En el perfil de Jude no hay nada demasiado especial. Es lo bastante guapo. Sus respuestas son lo bastante normales. O quizá debería decir que en el perfil de Jude «casi» no hay nada demasiado especial.
Por lo visto, se mudó a Nueva York hace un par de años: es escocés. Es decir, que tiene acento escocés. Y si me voy a jugar la carrera para encontrarle el amor a un tío…
Me quedo con el del acento escocés.
[1]. El ghostwriter o escritor