No eres tú, soy yo…. Tash Skilton

No eres tú, soy yo… - Tash Skilton


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en un solo clien­te.

      De vuel­ta a mi mesa de ta­ma­ño in­fan­til, veo que me ha lle­ga­do un co­rreo de Clif­ford. Se­gu­ro que no es más que otro con­tra­to que fir­mar o una ac­tua­li­za­ción del ma­nual del au­tó­no­mo (se ru­mo­rea que lo ha bir­la­do de la em­pre­sa en la que tra­ba­ja­ba an­tes). Hago clic en el en­la­ce de Drop­box del co­rreo y de re­pen­te sue­na mú­si­ca por los al­ta­vo­ces del por­tá­til: The Weeknd re­tum­ba por la ca­fe­te­ría y me can­ta la ban­da so­no­ra de Cin­cuen­ta som­bras de Grey.

      Pero ¡esto qué es! Aprie­to el bo­tón para ba­jar el vo­lu­men has­ta que si­len­cio la can­ción. Las per­so­nas que ha­cen cola ar­quean las ce­jas. Una de ellas mue­ve la ca­be­za en mi di­rec­ción. Y sé que el la­drón de me­sas tam­bién lo ha oído.

      Roja como un to­ma­te, me pon­go los au­ri­cu­la­res, los co­nec­to al or­de­na­dor y, con cui­da­do, subo un poco el vo­lu­men, no sin an­tes ase­gu­rar­me de que na­die más vaya a oír­lo. Es un ví­deo. Con el co­ra­zón a mil, pero esta vez con­ven­ci­da de que será algo pri­va­do, vuel­vo a abrir el en­la­ce. En una pan­ta­lla ne­gra, The Weeknd me can­ta Ear­ned It. Que me lo he ga­na­do, va­mos. Y en ese mo­men­to apa­re­ce Clif­ford. Ca­mi­na ha­cia la cá­ma­ra como si real­men­te se me es­tu­vie­ra acer­can­do.

      —¡Sa­lu­dos, es­tre­lla! No te preo­cu­pes, mu­jer, la can­ción no nos ha cos­ta­do ni un duro por­que solo sir­ve para una bro­mi­lla. Pero es que te lo has ga­na­do.

      «¿Ha gra­ba­do un men­sa­je para las tra­ba­ja­do­ras y otro para los tra­ba­ja­do­res?», me pre­gun­to, dis­traí­da. «Y de ser así, ¿les re­sul­ta­rá ofen­si­vo a los dos gru­pos?».

      —Si es­tás vien­do este men­sa­je es que ¡has es­ta­do bri­llan­te! Tu úl­ti­mo clien­te… —una pau­sa muy rara se­gui­da de un aña­di­do en pos­pro­duc­ción—, Tess Ri­ley… —y vuel­ve a su voz nor­mal y co­rrien­te—, ha eli­mi­na­do su per­fil de la web. Es de­cir, ¡que has te­ni­do éxi­to! ¡Sí! —Otra pau­sa de pos­pro­duc­ción—. Tess Ri­ley… ¡ha en­con­tra­do el ver­da­de­ro amor! ¿Que qué sig­ni­fi­ca? Sig­ni­fi­ca que vas a re­ci­bir una bo­ni­fi­ca­ción de qui­nien­tos dó­la­res. —Sue­na una mu­si­qui­lla de mo­ne­das, que caen al­re­de­dor de Clif­ford—. Y tam­bién una ce­le­bra­ción en tu ho­nor. Echa un vis­ta­zo a tu co­rreo, pan­te­ra, y des­cu­bri­rás una fan­tás­ti­ca sor­pre­sa. Y lo que es más im­por­tan­te: se te va a asig­nar au­to­má­ti­ca­men­te el pró­xi­mo clien­te que se re­gis­tre en la pá­gi­na. No hace fal­ta que te pe­lees por él, es todo tuyo. Fe­li­ci­da­des, y que pa­ses un fe­liz día o no­che.

      Sigo im­pre­sio­na­da por el co­mu­ni­ca­do ines­pe­ra­do de Clif­ford y por la can­ción de The Weeknd, pero no pue­do ne­gar que es una no­ti­cia bue­ní­si­ma. Qui­nien­tos pa­vos que me pa­ga­rán mu­chas ca­rre­ras de ta­xis. Si me des­pla­za­ra a al­gún si­tio, iría su­per­ilu­sio­na­da.

      Y al fin en­tien­do por qué es tan di­fí­cil pes­car a clien­tes en la web: la ma­yo­ría van di­rec­tos a las cuen­tas de los em­plea­dos que han de­mos­tra­do su va­lía. En lo que a mo­ti­va­ción se re­fie­re, Clif­ford es o un ca­pu­llo o un ge­nio. Los que no ten­gan ap­ti­tu­des para el tra­ba­jo no van a ne­ce­si­tar que los echen: sim­ple­men­te no con­se­gui­rán clien­tes nun­ca, sin sa­ber el por­qué. Se­rán ig­no­ra­dos por com­ple­to. No sé cómo me sien­to al res­pec­to, pero en cual­quier caso sí que me lo he ga­na­do, jo­der. Tess Ri­ley que­ría co­no­cer a un ar­qui­tec­to, de en­tre 28 y 37 años, con cuer­po de ju­ga­dor de fút­bol. Y cru­za­ba los de­dos por que fue­ra un hom­bre de as­cen­den­cia su­r­ame­ri­ca­na u ho­lan­de­sa. ¿Que si me por­té? ¡Apues­ta lo que quie­ras y per­de­rás!

      Ma­teo van de Berg cum­plía to­dos los re­qui­si­tos.

      Apa­go el or­de­na­dor y me pre­pa­ro para irme, flo­tan­do en una ola de sa­tis­fac­ción. Se aca­ba la jor­na­da por hoy, y por todo lo alto (bueno, un poco de ma­ría me iría ge­nial para cal­mar­me en el ca­mino de vuel­ta a casa). A lo le­jos ruge una si­re­na, que se acer­ca más y más, y me es­tre­mez­co al re­cor­dar lo que me es­pe­ra ahí fue­ra. La ciu­dad, viva e im­pla­ca­ble, dis­pues­ta a za­ran­dear­me como si fue­ra un vie­jo ba­lón de pla­ya.

      Al sa­lir de la ca­fe­te­ría, paso cer­ca del la­drón de me­sas. Me mira a los ojos y yo los apar­to en­se­gui­da, pero no an­tes de que cru­ce­mos la mi­ra­da. Res­pi­ro hon­do y em­pu­jo la puer­ta. Y en­ton­ces, a pe­sar del rui­do y la mu­che­dum­bre que me ame­na­zan, es­bo­zo una leve son­ri­sa. Por­que aun­que él no lo sepa, hoy es el úl­ti­mo día que se va a sen­tar ahí.

      CAPÍTULO 3

      De: Lean­ne Tseng

      Para: To­dos los tra­ba­ja­do­res de Ha­bla el Co­ra­zón

      Asun­to: La pa­la­bra del día

      Equi­po:

      A ries­go de so­nar como cier­ta per­so­na a la que to­dos co­no­ce­mos y odia­mos, la pa­la­bra del día es «so­bre­ven­der». Esta se­ma­na, quie­ro que ten­gáis en men­te que so­mos una tien­da ex­clu­si­va que ofre­ce una gran va­rie­dad de ser­vi­cios. Ayu­de­mos a que nues­tros clien­tes sa­quen par­ti­do a nues­tro equi­po de ta­len­to­sos es­pe­cia­lis­tas. Su­mer­gíos en los ex­pe­dien­tes de vues­tros clien­tes para ver cómo echar­les una mano para que en­cuen­tren su fi­nal fe­liz.

      Por cier­to, aun­que to­da­vía no ha­ya­mos to­ma­do me­di­das le­ga­les, os in­for­mo de que es­ta­mos es­tu­dian­do si al­gu­na em­pre­sa que ofre­ce ser­vi­cios pa­re­ci­dos (aun­que cla­ra­men­te in­fe­rio­res) ha vio­la­do la pro­pie­dad in­te­lec­tual o la pri­va­ci­dad de in­for­ma­ción. En cuan­to a nues­tros tra­ba­ja­do­res au­tó­no­mos que es­tén co­la­bo­ran­do con al­gu­na de esas em­pre­sas, es­pe­ra­mos ha­ber re­suel­to esta cues­tión lo más pron­to po­si­ble, sin que eso afec­te a vues­tras la­bo­res ni leal­ta­des ha­cia nin­gu­na de las dos.

      Di­cho lo cual, el ob­je­ti­vo nú­me­ro uno es le­van­tar el ne­go­cio has­ta que os pue­da con­tra­tar a to­dos a jor­na­da com­ple­ta, para que así no ten­gáis que pa­sa­ros me­dia se­ma­na bo­rran­do los úl­ti­mos e inapro­pia­dos co­men­ta­rios de vues­tro otro jefe.

      No ol­vi­déis la pa­la­bra del día, chi­cos. La pa­la­bra del día.

      Sa­lu­dos cor­dia­les,

      Lean­ne

      Miles

      Evelynn no exa­ge­ra­ba con lo del café lar­guí­si­mo. La le­yen­da de la ca­fe­te­ría está ahí, sen­ta­da a una mesa del rin­cón; lle­va casi todo el día en­cor­va­da so­bre el por­tá­til y, de vez en cuan­do, me lan­za una mi­ra­da ase­si­na. Pero como ya le he di­cho, lle­vo quin­ce años vi­vien­do en Nue­va York. Si no fue­ra ca­paz de so­por­tar los ra­yos mor­tí­fe­ros que emi­te una mo­re­na con ojos de cor­de­ri­to de­go­lla­do, me ten­drían que qui­tar la Me­tro­Card.

      Por cier­to,


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