No eres tú, soy yo…. Tash Skilton

No eres tú, soy yo… - Tash Skilton


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para así plan­tar la se­mi­lla de un hi­po­té­ti­co en­car­go para Ais­ha—. Has­ta te­ne­mos coaches con­ver­sa­cio­na­les para ayu­dar­te con las ci­tas en per­so­na. —Se tra­ta de Gi­les, el abo­ga­do de Lean­ne que, por ra­zo­nes que to­dos des­co­no­ce­mos, le debe un su­per­fa­vor a Lean­ne.

      —Ya veo —dice Jude.

      —Tam­bién ofre­ce­mos otros pa­que­tes. Nues­tro pa­que­te pla­tea­do te ga­ran­ti­za ayu­da has­ta la ter­ce­ra cita e in­clu­ye re­to­ques fo­to­grá­fi­cos para tres imá­ge­nes, así como una con­sul­ta te­le­fó­ni­ca con nues­tro coach con­ver­sa­cio­nal. Y en nues­tro pa­que­te do­ra­do, que es la re­pe­ra, tra­ba­ja­re­mos con­ti­go has­ta la dé­ci­ma cita. Or­ga­ni­za­re­mos una se­sión de fo­tos y te da­re­mos diez imá­ge­nes re­to­ca­das, diez op­cio­nes dis­tin­tas para aña­dir a tu per­fil. Nues­tro asis­ten­te con­ver­sa­cio­nal es­ta­rá dis­po­ni­ble siem­pre que lo ne­ce­si­tes y has­ta asis­ti­rá a es­con­di­das a una cita para ayu­dar­te con la re­tó­ri­ca a tra­vés de un pin­ga­ni­llo. —Algo que ofre­ce­mos solo por­que na­die es­co­ge nun­ca el pa­que­te do­ra­do. No dis­po­ne­mos del equi­po ne­ce­sa­rio y pon­go la mano en el fue­go a que Gi­les ni si­quie­ra sabe que es una op­ción.

      —Os­tras —dice Jude, que es­tru­ja, ner­vio­so, el li­món so­bre la be­bi­da—. Muy a lo Ja­mes Bond.

      Noto que está abru­ma­do; ha lle­ga­do el mo­men­to de ga­nár­me­lo con la per­fec­ta com­bi­na­ción en­tre con­fian­za en sí mis­mo y au­men­to del amor pro­pio.

      —He­mos te­ni­do éxi­to con to­dos los pa­que­tes. Pero en tu caso te re­co­mien­do el bá­si­co. No creo que va­yas a ne­ce­si­tar de­ma­sia­da ayu­da.

      —¿En se­rio? —se sor­pren­de y me mira es­pe­ran­za­do.

      —Pues cla­ro —lo tran­qui­li­zo. No es­toy min­tien­do. De reojo, veo que la ca­ma­re­ra lo mira con me­lan­co­lía. An­tes de que aca­be el año con­si­go una de dos: o que este tío se haya ca­sa­do o que esté ro­dea­do de un ha­rén; todo de­pen­de­rá del tipo de re­la­cio­nes que ande bus­can­do. Nor­mal­men­te, sin em­bar­go, si acu­den a no­so­tros es por­que tien­den a que­rer algo más se­rio—. Y si re­sul­ta que ne­ce­si­tas al­gún ser­vi­cio ex­tra, po­de­mos ver­lo so­bre la mar­cha. —En nues­tra pró­xi­ma reunión le en­se­ña­ré las ma­ra­vi­llas que hace Ais­ha.

      —Vale —asien­te.

      —Hoy me voy a li­mi­tar a en­se­ñar­te un par de co­si­llas de tus per­fi­les que pue­des me­jo­rar. Para que veas cómo tra­ba­ja­mos y que se­pas que no va­mos a cam­biar nada de tu per­so­na­li­dad.

      —Me pa­re­ce bien —res­pon­de.

      —Ge­nial. —Echo un vis­ta­zo a su per­fil de la app Quí­mi­ka—. Vale, aquí. En «Co­sas que me gus­tan», has pues­to: «La cer­ve­za». Que está bien que seas sin­ce­ro, ¿eh? Pero ¿qué es lo que más te gus­ta de be­ber?

      Jude se me que­da mi­ran­do como si me hu­bie­ran sa­li­do tres ca­be­zas.

      —Pues… bá­si­ca­men­te em­bo­rra­char­me, hom­bre.

      —Cla­ro. —Le son­río—. Pero apar­te de eso. ¿Hay al­gu­na mar­ca que te gus­te en par­ti­cu­lar? ¿Al­gún bar en es­pe­cial?

      —Ah —dice—. Bueno, a ver, es­toy bus­can­do algo raro y es­pe­cí­fi­co. En reali­dad, es una cho­rra­da. —Le da otro sor­bo al agua y afe­rra la taza como si le die­ra se­gu­ri­dad, como si el he­cho de re­ve­lar una bús­que­da ex­tra­ña, pero se­gu­ro que en­can­ta­do­ra, le die­ra mu­cha ver­güen­za. Ma­dre mía, este tío es el pro­ta per­fec­to de una co­me­dia ro­mán­ti­ca.

      —No, no. Cuén­ta­me­lo, anda. Está bien lo de bus­car algo con­cre­to. Es una ma­ne­ra de mos­trar tu for­ma de ser —lo ani­mo.

      —Bueno… Es­toy bus­can­do una cer­ve­za ar­te­sa­nal sin glu­ten y baja en ca­lo­rías que sepa a una nor­mal. He re­co­rri­do la ciu­dad de cabo a rabo y he pro­ba­do to­das las de ba­rril. —¿Qué te ha­bía di­cho?—. De mo­men­to no he te­ni­do suer­te. Aun­que Brooklyn me da bue­na es­pi­na. —Nor­mal.

      —Muy bien —digo—. Po­de­mos ti­rar por ahí.

      —¿En se­rio? —me pre­gun­ta.

      —Cla­ro. Ade­más, ¿no te gus­ta­ría que al­guien te hi­cie­ra com­pa­ñía en esta aven­tu­ra por los ba­res?

      —Jo­der, se­ría ge­nial —dice con una ri­si­lla.

      —Bueno, pues para eso es­toy yo aquí. Ven­ga, em­pe­ce­mos. ¿Te im­por­ta­ría abrir tu cuen­ta? —Giro el por­tá­til para de­jár­se­lo y que in­tro­duz­ca la con­tra­se­ña. He­cho esto, mue­vo el or­de­na­dor para que vea lo que es­cri­bo.

      Co­sas que me gus­tan: En bus­ca de la cer­ve­za ar­te­sa­nal per­fec­ta y de la chi­ca per­fec­ta con la que en­con­trar­la. ¿Te gus­tan las aven­tu­ras? ¿Ex­plo­rar esta in­creí­ble ciu­dad con un reto en men­te y sin otra ra­zón que dis­fru­tar de la com­pa­ñía? Si es así, es­crí­be­me.

      Y ter­mino con una flo­ri­tu­ra.

      —Hala, qué guay —dice Jude—. Está muy guay.

      —Gra­cias —digo—. Bueno, pues si quie­res apun­tar­te, te pue­do en­viar por co­rreo el con­tra­to, en el que ve­rás las ins­truc­cio­nes para cam­biar las con­tra­se­ñas de ac­ce­so de tus per­fi­les y que así po­da­mos en­trar. Que que­de cla­ro que no mo­di­fi­ca­re­mos nada sin tu con­sen­ti­mien­to.

      —Ajá —mur­mu­ra Jude asin­tien­do an­tes de to­mar el úl­ti­mo sor­bo de la taza—. ¡Qué coño! Ha­gá­mos­lo, ¿no? —Me son­ríe y me vuel­ve a ten­der la mano.

      —Ge­nial —res­pon­do, y se la es­tre­cho—. Oye, an­tes de que te va­yas, hay un jue­go al que me gus­ta ju­gar. —Saco el mó­vil y abro otra vez la app 24/7—. Ya que te voy a ayu­dar a mo­de­lar tu dis­cur­so, me gus­ta com­pro­bar cuán­to sé de mis clien­tes nada más leer el cues­tio­na­rio. Dime una cosa, de to­das es­tas mu­je­res, ¿qué cin­co ele­gi­rías?

      —Mmm…, vale —dice Jude. Coge mi te­lé­fono y es­tu­dia la pan­ta­lla.

      —Apun­ta la res­pues­ta —digo mien­tras le dejo mi bloc de no­tas y un bo­lí­gra­fo.

      Se pasa un buen rato con mi mó­vil. De he­cho, me da tiem­po a em­pe­zar una par­ti­da de Ken­Ken en el por­tá­til an­tes de oír­lo ca­rras­pear.

      —Vale. Creo que ya es­toy.

      Veo lo que ha ano­ta­do. Y en­ton­ces, con una son­ri­sa, giro la pá­gi­na para que vea las que yo ha­bía ele­gi­do an­tes por él. Qui­zá no le ha­bría en­se­ña­do mis res­pues­tas si el re­sul­ta­do no fue­ra tan bueno.

      Pero es que nor­mal­men­te lo es.

      Cua­tro de cin­co. Mi­les Ibrahim, el Poe­ta del Amor, ha vuel­to.

      CAPÍTULO


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