No eres tú, soy yo…. Tash Skilton
en persona. No quiero que me influyan sus respuestas reflexionadas; quiero material espontáneo para ayudarla a proyectar al mundo una versión auténtica, con defectos pero encantadora, de sí misma, con la esperanza de emparejarla con un hombre auténtico, con defectos pero encantador.
Como dice el Manual del autónomo: «No mostréis una imagen "perfecta". Nadie se la va a creer. (Y así tiene que ser). Acordaos de la típica y vieja pregunta de cualquier entrevista de trabajo: "¿Cuál es tu mayor defecto?", y el entrevistado responde: "Que soy demasiado organizado". No seáis el tío demasiado organizado. Añadid algún defectillo por aquí y por allá».
Justo cuando iba a levantarme para ir al servicio de la cafetería, suena mi móvil.
Un mensaje de Palabras de Amor: Llamada entrante. ¡Toca hacer de Cupido!
Al cabo de un segundo, me llega la llamada. Dejo que suene un par de veces, respiro hondo, me planto una sonrisa en la cara y emito mi voz serena y profesional.
—Hola, al habla Zoey, de Palabras de Amor. ¿En qué te puedo ayudar?
—Pues es que tengo un imán para los capullos, básicamente —dice Bree Garrett.
A pesar de los años que me he pasado al lado de Mary, la respuesta de Bree me deja descolocada.
—Vaya, lo siento —consigo responder mientras reprimo un ataque de tos—. Pero la buena noticia es que hoy empezaremos a arreglar ese imán.
—¿Cómo funciona este tinglado? —pregunta Bree—. ¿Vas a ser mi Yentl?
Me da a mí que se refiere a Yenta, la casamentera de El violinista en el tejado, pero bueno, ha confundido ese musical con el de Barbra Streisand.
—Eso es —digo con alegría—. Aunque soy un pelín más joven que las típicas celestinas. De hecho, es una de las cosas de las que más orgullosos estamos en Palabras de Amor: formamos una red de seguridad entre iguales, como una amiga en la que confías y que te organiza una cita después de ayudarte a desechar candidatos. Te ayudamos a expresarte mejor y (esperamos) de una manera fascinante, para que así consigas respuestas positivas de los tipos de hombres a los que querrías conocer. Y creo que te gustará saber que mi porcentaje de éxito es del 100 %.
Me pongo un poco roja. (Técnicamente, no es mentira. ¡Una clienta, un éxito!).
—Qué bien —responde—. O sea, que ¿eres una tiquismiquis con la gramática y tal?
—Exacto. Pero solo con la gramática.
—Genial, porque lo de poner comas no es lo mío.
—¿Qué disponibilidad tienes? ¿Quieres que quedemos hoy o mañana para actualizar tu perfil? —Noto enseguida que me afecta la presión del correo sobre tarjetas regalo. Aunque tampoco quiero presionarla demasiado y asustarla—. La semana que viene también me va bien, claro.
Pero ¡no es verdad! El tiempo va corriendo y el gallo ha empezado a cantar en cuanto le he cogido el teléfono.
—¿No puedo enviarte un perfil que ya haya completado? —me pregunta.
—Sí, pero tengo comprobado que en persona la gente se abre más de lo que cree, y así me formaré una mejor idea de tu personalidad, de lo que te gusta y lo que no, y también de lo que buscas físicamente. Porque eso cuenta tanto como la conexión mental.
—Cierto.
—Sincronizaremos nuestros ordenadores y buscaremos un puñado de candidatos a los que dirigirnos, y a partir de ahí ya veremos. ¿Cuál es tu página o aplicación de citas preferida?
—La semana pasada te habría dicho que Flirtville, pero es que allí hay demasiados tíos con ETS —dice.
Ah. Como me imaginaba, algo la ha llevado a activar la tarjeta regalo. De repente, me entra un escalofrío al imaginarme que Clifford está escuchando la llamada. No sé cómo, pero no quiero que Bree diga nada personal por teléfono, por si llega a manos de un tío que suele despedirse en los correos con un «nos vemos en los bares».
—Hay un par más que no están mal, aunque suelen ser para gente que busca algo más serio. ¿Te interesaría?
—Sí, sí. Quiero algo más serio, sí. ¿Quedamos en el Dominick’s para comer el sábado? —dice Bree.
Abro un mapa en el portátil y me estremezco. Está en la Octava Avenida. A dos paradas de metro, ni más ni menos.
—Por lo general me iría bien, pero es que tengo a mi gato enfermo —digo con una oleada de culpa. Está tan enfermo que está en el otro barrio; que no existe, vamos—. Y prefiero quedarme cerca de casa, lo siento. Vivo en el East Village. ¿Te gusta el queso?
—¿Es una coña porque me llamo Bree?
—No, perdona, es que… por aquí hay una quesería.
—¿Sirven algo que no sea queso?
—Diría que no. Si no te gusta el queso, pues buscamos otro sitio. —¿Qué te parece Duane Reade, la otra tienda de mi calle en la que se vende comida?
Miles me mira a los ojos.
—Que so-erá, so-erá —canturrea al pasar por mi lado.
Pongo los ojos en blanco. Pero ¿cómo me ha oído? He hablado superbajo para no molestar a nadie. O eso creía. Quizá hablar de quesos me ha emocionado. Al fin y al cabo, es comida que me puedo permitir.
—¿Con el queso sirven vino? —quiere saber Bree.
—Pues no estoy segura.
—Ya llevaré yo una botella.
—Vale, genial. ¿Por qué no?
Beber una copa de vino es una gran idea. Así seguro que se relaja. Además, parecerá que tengo una amiga en la ciudad y que hemos quedado para comer queso y beber vino, que es una situación completamente normal y corriente; algo sano, mucho más que, por ejemplo, ir a una quesería solo porque vivo y trabajo en esa misma calle y esta ciudad me da pavor.
Concretamos la hora para el sábado y le doy la dirección.
—¿Cómo eres físicamente? —me dice.
—Tengo el pelo bicolor. Pero no porque vaya de guay, sino porque