No eres tú, soy yo…. Tash Skilton
Charles. Y creo que eso solo es posible porque lo que más le atrae de él no es precisamente que sea agradable.
Tal vez esa afirmación sea injusta. Tal vez Charles sea superagradable con alguien que no lleva seis semanas invadiendo su espacio personal, arrojando sudor a una alfombra que quizá es de Kermanshah y que le llena la nevera con cajas de cartón de fideos chinos medio vacías. (Me gustan recién hechos y, si no me los termino, como no quiero tirar comida, las sobras terminan acumulándose. Es el nuevo dilema del milenio: tener conciencia medioambiental y, al mismo tiempo, pedirlo todo a domicilio).
—Me odia —le digo mientras dejo con cuidado las zapatillas junto a la puerta.
—No te odia —se apresura a responder Dylan, tan rápido que cuesta creerlo.
Bueno, a ver. Para serte sincero, no sé si a Charles le he caído bien alguna vez. A lo mejor no supe esconder la expresión de pasmo cuando Dylan me lo presentó. En cuanto Dylan, el paradigma de tío alto, moreno y guapo —el compañero perfecto, porque competíamos en ligas distintas—, entró en el bar, rojo como un tomate y radiante de felicidad al lado de Charles, automáticamente deduje que un señor mayor, medio calvo y con gafas se había interpuesto entre él y el novio que me iba a presentar. Alargué el cuello en busca del joven buenorro al que esperaba ver.
Hasta que Dylan cogió a Charles del brazo y me sonrió de oreja a oreja.
—Te presento a Charles.
Seguro que tardé demasiado en ocultar mi sorpresa, y Charles se dio cuenta. Charles se da cuenta de todo.
Como anoche, cuando me puse a pensar qué iba a pedir para cenar. Charles le echó un vistazo a la app que había abierto y soltó:
—Déjame adivinar. Fideos chinos.
Pedí sushi, solo para tocarle los huevos. (Y, ahora, en la nevera también hay media bandeja de sushi de aguacate y atún).
La semana pasada, debió de ver en la pantalla de mi portátil tres partidas de sudoku, una de KenKen y un crucigrama, porque cuando volví del lavabo me preguntó, como quien no quiere la cosa, qué tal me iba el trabajo.
—Estoy a tope —mentí ipso facto.
—¿En serio? —me dijo—. Por cierto, la segunda columna está mal.
Y hoy, nada más quitarme la camiseta para meterme en la ducha, se apoya en la pared y me dice:
—Así que hoy por fin has ido a correr de verdad, ¿eh?
Me muerdo la lengua para no espetarle que qué sabrá él lo que es correr de verdad, si tenemos en cuenta que el único ejercicio que hace es hablar por los codos. «Soy un invitado en su piso», me recuerdo. «En su piso de un solo dormitorio».
—Sí —decido responder—. Por Riverside.
Asiente.
—¿La joyita que descubriste en Tienes un e-mail? —Y me sonríe con maldad.
Cuando me da la espalda, le hago la peineta con el dedo. Vamos a ver: ¿cómo iba a saber él que Riverside Park es un elemento crucial de Tienes un e-mail si no hubiera visto también la película? ¿Cómo?
No se gira de nuevo, pero sí que me informa de algo:
—Fíjate en las ventanas. Te reflejan. —Y me mira a los ojos a través de una de ellas. Con cuidado, doblo el dedo corazón para que se una con los demás.
Para cuando salgo de la ducha, Charles y Dylan se han ido a una cena de negocios del bufete de abogados de Dylan. «Come algo de la nevera», me ha dejado escrito Charles en la pizarrita magnética del frigorífico. «Va en serio. Que te comas algo».
Abro la nevera y cuento seis cajas de cartón blancas y una bandeja de plástico de sushi. Aparte de una hilera de salsas, mermelada de frambuesa y una botella de kétchup en la puerta, es todo lo que hay. Ni Charles ni Dylan cocinan. Yo antes sí, si pedir que me traigan en una cajita todos los ingredientes y recetas una vez por semana cuenta como cocinar. Pero como ya no tengo una casa en la que recibir esa caja, pues es algo que ya no sucede.
Odio admitirlo, pero Charles tiene razón. Debería comerme las sobras. Tendría que calentarlas y comérmelas…, pero ¿verdad que ahora un bol de fideos con verduritas fantástico y recién hecho suena la mar de bien?
Gracias por recomendarme al bombón. Me siento como en un reportaje para Vanity Fair. Es un mensaje de Aisha. Como suponía, era superfácil que Jude aceptara sus servicios después de nuestra primera reunión.
Pero necesita tu ayuda, no te creas, le respondo. Las fotos que tiene no le hacen justicia.
He hablado un poco por teléfono con él, me escribe Aisha. Habla igual que Jamie Fraser.
Me estrujo el cerebro para adivinar a quién se refiere. Como no le respondo de inmediato, Aisha me resuelve las dudas.
El de Outlander, me informa.
Ah, vale, le digo. Hace tiempo que me desconecté de las series, y esa no la he visto.
¿Me recuerdas otra vez por qué ese tío necesita tu ayuda?, me escribe Aisha.
Nada más recibir ese mensaje, mi móvil anuncia la llegada de otro. Es Jude.
Hola. Oye, me ha mandado un mensaje una chica que me interesa. ¿Qué tengo que hacer ahora?
Le respondo rápido a Aisha. Creo que en breve lo vamos a descubrir. Te dejo. Me toca hacer de Cyrano.
Y entonces abro la conversación con Jude. Buenas. Perfecto. ¿Puedes hacer una videollamada? Será más fácil si esta primera conversación la llevamos entre los dos.
Al instante, me suena el móvil.
—Hola —dice Jude, cuyo rostro llena la pantalla.
—Hola. ¿En qué página estás?
—En A por Todas —me dice.
—Genial —respondo. De todas las apps y webs de citas con las que he trabajado, A por Todas es una de mis preferidas. La interfaz es bastante sencilla e intuitiva. Y los matches se agrupan en tres categorías: Juegos (revolcones), Partidos (un cajón de sastre para los que no saben qué diablos quieren) y Prórrogas (relaciones estables)—.