No eres tú, soy yo…. Tash Skilton
obligándome a levantarme pronto en fin de semana para ser la primera clienta del único lugar al que iré en todo el día, que resulta que se encuentra al otro lado de la maldita calle.
Me da la impresión de que Mary no se refería a esto con «vivir». Pero hasta que Nueva York no deje de dar tanto miedo y de ser tan grotesca —si es que eso llega a suceder—, no veo cambios en el horizonte.
Ayer, cuando llegué a casa, había una cesta junto a la puerta de mi piso. Llevaba una tarjeta escrita a mano con letra a duras penas legible: «¡Champán para mi champeona! ¡Vales mucho! Clifford». La cesta estaba vacía. Alguien me había mangado la botella.
Es un buen resumen de cómo veo Manhattan: puedes coger lo que quieras, pero siempre te lo termina quitando otra persona.
Hago la croqueta en mi sofá cama y llego a la «cocina», es decir, al área en el que se encuentran el hornillo y la mininevera. Otro consejo de la vecina que solo he visto una vez:
—Utiliza el horno para guardar los abrigos de invierno.
Como no tengo armario y soy una pésima cocinera, me pareció muy buena idea. Para mi desgracia, no tengo horno. Por lo tanto, guardo los jerséis en la despensa vacía.
Al otro lado de la ventana, la ciudad se alza oscura y hostil. El ambiente se inunda del ruido de un camión que da marcha atrás (pi, pi, pi). ¿Hay alguna hora de silencio? ¿Ni una sola? Me preparo una taza de café tan largo como irónico para espabilarme y marcharme al Crudité, sin saber si voy a ser la primera en llegar y en pedir más café. Y entonces me dejo caer, con las piernas cruzadas, delante del espejo torcido que cuelga de la puerta y me miro. Ayer parecía una adicta con mono de Xanax que parpadeaba ante la luz, pero hoy no va a ser así. No me basta con ganarle al ladrón de mesas: quiero ganarle estando decente (aunque no es que intente adecentarme con todas mis fuerzas). Me aplico un poco de maquillaje, me delineo los ojos y me perfilo los labios. Me voy a volver a poner las botas y los calentadores de brazos que me tejió Mary, porque me niego a pasarlo fatal en un local con el aire acondicionado demasiado fuerte; calentadores aparte, ahora ya no parezco una zombi, sino una chica inocente ligeramente maquillada. Sonrío a mi reflejo, contenta con el resultado.
Ya fuera, en la oscura acera, me inunda la adrenalina. No hay demasiada gente, algo positivo, pero, por otro lado, no hay demasiada gente, así que si me pasa algo, o si necesito algún tipo de ayuda, no habrá nadie para oír mis gritos.
«Botitas, a caminar. Deprisa».
Consigo cruzar la calle al segundo intento. Vamos progresando. Y entonces, a las 5:01 de la mañana, Evelynn se acerca a la cafetería para abrir la puerta y pega un brinco al verme.
—¡Hola! Perdona. Hola. Supongo que hoy soy la primera, ja, ja, ja. ¿Soy la primera? —balbuceo.
—Sí —dice—. ¿Te puedes apartar mientras…?
—Por curiosidad, ¿los biscotti ya están ahí esperándome? ¿O vas a tener que sacarlos y prepararlos?
—Hemos dejado de ofrecerlos, por lo que ocurrió ayer.
—¿En serio? —Me quedo boquiabierta.
—No. —Me hace un gesto con la mano—. ¿Me dejas un poco de espacio, por favor?
Al cabo de cinco minutos, ya he dispuesto mi despacho móvil en la gloriosa y enorme mesa, he devorado los biscotti gratuitos, muchísimas gracias, y me he bebido la mitad de mi segunda taza de café. Diez minutos después, el lugar se llena de trabajadores, pero no hay ni rastro del ladrón de mesas. En plena discusión, dijo que dejaba pasar un tiempo entre una visita y otra, por lo que quizá hoy se va a la siguiente cafetería de su ronda. Me daría mucha rabia haber madrugado y hecho tantas cosas para nada: ¿soy mala persona por querer que venga, sea testigo de su derrota y sienta en sus carnes la pérdida de la mejor mesa antes de salir de la cafetería y de mi vida?
Mientras me bebo de un trago el café que me queda, adivina quién entra: Don Carácter. Barre el local con la mirada y la posa en mí.
—Hoy no, malvado —mascullo triunfante.
—¿Cómo dices? —Me clava los ojos marrones.
—Nada, que está ocupado.
—Ya lo veo. Porque estás tú sentada.
—Solo me quiero asegurar de que no haya malentendidos. Por cierto, me voy a pasar el día aquí, así que quítate de la cabeza la idea de esperar a que me vaya.
—Normal, las Cincuenta sombras no se ven solas —me dice con desdén.
—¿Perdona?
—Pasarse seis horas viendo porno para mamás es de una disciplina encomiable.
—No sé a qué te…, ah. The Weeknd. —¡Joder, Clifford!—. Era… era un vídeo parodia —tartamudeo.
—El porno paródico está infravalorado —dice, condescendiente.
—No he venido a ver porno —le espeto.
—Hazme un favor y baja el volumen, ¿vale? Algunos venimos aquí a trabajar.
¡Gilipollas!
—Miles, tu pedido está listo —interviene Evelynn.
Conque Miles, ¿eh? Nombre tiene; sitio para sentarse, no. Todas las mesas están ocupadas y todavía hay gente haciendo cola. Se toma su tiempo para ponerse leche y azúcar en el café, sin dejar de controlar la cafetería para apropiarse del próximo asiento libre. Por desgracia, el mostrador con la leche y el azúcar queda justo a mi lado. Noto su mirada penetrante y me fijo en que se vacía medio azucarero en la taza. (Y yo que pensaba que antes estaba tenso… Verás cuando le llegue el azúcar a la sangre, se convertirá en Hulk).
De pronto, suena Last Dance with Mary Jane de Tom Petty por mis altavoces. ¡Otra vez, no!
En la pantalla aparece el recuadro de una videollamada.
Intento hacer clic en «Rechazar» lo más rápido posible, pero me doy tanta prisa que termino apretando «Aceptar» por accidente.
—¿Crees que Frank debería tener una cuenta de Instagram propia? Y, de ser así, ¿qué descripción le podría poner? —grita Mary.