No eres tú, soy yo…. Tash Skilton

No eres tú, soy yo… - Tash Skilton


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«En­ho­ra­bue­na» de… ¡¿En se­rio?! ¿De mi tía Fat­ma?

      Y en­ton­ces, como si hu­bie­ra per­ci­bi­do mi in­mi­nen­te ata­que de ner­vios y la in­cre­du­li­dad que sien­to al pen­sar en su ma­dre, re­ci­bo un men­sa­je.

      ¿Cómo es­tás?

      Es Ais­ha, mi pri­ma.

      ¿Te ha avi­sa­do tu sex­to sen­ti­do arác­ni­do?, es­cri­bo. Ais­ha tie­ne un don (a mí me gus­ta pen­sar que am­bos lo te­ne­mos) para no­tar el mo­men­to pre­ci­so en el que al­guien ne­ce­si­ta que le ha­blen. Es pro­ba­ble que se deba a que so­mos hi­jos úni­cos. Ais­ha es lo más pa­re­ci­do a una her­ma­na que ten­go, y vi­ce­ver­sa.

      Es­pe­ro que no es­tés mi­ran­do la foto de Jor­dan. Ni es­cri­bién­do­le. Ni pen­san­do en ella, me dice.

      Pues cla­ro que no, le res­pon­do. ¿Por qué iba a es­cri­bir­le? Lo de esta ma­ña­na no cuen­ta, por­que es evi­den­te que lo que guio mi mano fue la pura adre­na­li­na. Pero ha­blan­do de es­cri­bir, qui­zá ten­drías que ha­blar con tu ma­dre.

      Ay, Dios. ¿Qué ha he­cho aho­ra?

      No, nada, le digo. Solo ha fe­li­ci­ta­do a mi ex­pro­me­ti­da por el bebé que va a te­ner con otro. En Ins­ta­gram. No pasa nada.

      Hay una pau­sa con­si­de­ra­ble an­tes de que Ais­ha vuel­va a es­cri­bir. ¿Sa­bes los con­tro­les pa­ren­ta­les que ca­pan los te­lé­fo­nos de los hi­jos? Ten­drían que po­ner unos que fun­cio­na­ran al re­vés. Para con­tro­lar a los pa­dres. Ha­bla­ré con ella. Lo sien­to.

      Me echo a reír sin po­der evi­tar­lo. Si te soy sin­ce­ro, es la pri­me­ra vez que me río des­de que Jor­dan me sol­tó lo de «te­ne­mos que ha­blar». A lo me­jor le ten­drías que dar las gra­cias y todo.

      ¿Quie­res que te diga que Jor­dan no te me­re­ce, que es­tás me­jor sin ella y que lo su­pe­rarás en un san­tia­mén?

      Em­pie­zo a es­cri­bir: No, pero en­ton­ces, pen­sán­do­lo me­jor, sigo es­cri­bien­do y aña­do: No me iría mal…

      Pues eso, que no te me­re­ce. Y que es­tás mu­chí­si­mo me­jor sin ella. Y lo ha­brás su­pe­ra­do an­tes, mu­cho an­tes de lo que ima­gi­nas. Es­tar jun­tos no era vues­tro des­tino.

      Vuel­vo a reír, pero aho­ra amar­ga­men­te. Yo no creo en el des­tino.

      Ya, cla­ro, me con­tes­ta. El que aho­ra ha­bla es Mi­les el Aban­do­na­do. Vuel­ve a es­cri­bir­me den­tro de dos me­ses, cuan­do vuel­vas a ser Mi­les, el que se pi­rra en se­cre­to por las co­me­dias ro­mán­ti­cas.

      Oye, le digo. Nun­ca ha sido un se­cre­to.

      Cier­to, me res­pon­de. Mi­les, el li­bro abier­to de par en par. Te es­ta­ré es­pe­ran­do.

      Que sí, que sí.

      Mien­tras tan­to… Desins­tá­la­te Ins­ta­gram, anda.

      Me que­do mi­ran­do el mó­vil, du­dan­do. ¿Po­dré ha­cer­lo? O sea, ¿al­guien pue­de ha­cer­lo de ver­dad?

      Sí que pue­des. Ais­ha vuel­ve a res­pon­der a las se­ña­les de mi ce­re­bro. Y me en­car­ga­ré de que mi ma­dre tam­bién, crée­me.

      Sus­pi­ro y hago clic en el bo­tón de des­ins­ta­lar la app. Vale. ¿Algo más?

      Sí. Que tqm.

      Yo tam­bién tqm.

      Y si al­gún día me en­cuen­tro con Jor­dan, le daré una pa­ta­da en el culo.

      Me echo a reír. Ais­ha mide un me­tro y me­dio, pero va a cla­ses de kick-bo­xing tres ve­ces por se­ma­na. Yo nun­ca apos­ta­ría en su con­tra. Gra­cias, le res­pon­do. Aun­que en su es­ta­do me­jor que no.

      Tie­nes ra­zón, me es­cri­be. Le voy a dar una tre­gua de…, no sé…, ¿de ocho me­ses tras el par­to?

      Me pa­re­ce jus­to.

      Sue­na la puer­ta de la ca­fe­te­ría y, al le­van­tar la mi­ra­da, veo que la cru­za un ros­tro co­no­ci­do. Me ten­go que ir. Ha lle­ga­do mi clien­te.

      Uuh. ¿Mi­ras a ver si me ne­ce­si­ta? Este mes me iría ge­nial tra­ba­jo ex­tra.

      Cla­ro.

      Me le­van­to, me guar­do el te­lé­fono y lla­mo a Jude para lla­mar su aten­ción, ya que soy el que tie­ne ven­ta­ja por ha­ber­lo vis­to en foto. Lle­va el pelo cas­ta­ño ro­ji­zo pei­na­do con maña y una bar­ba bien cui­da­da. Tie­ne los ojos ver­des y ha es­co­gi­do el co­lor de la ca­mi­se­ta ajus­ta­da que vis­te para re­sal­tar­los, y para re­sal­tar tam­bién sus bí­ceps, un cla­ro be­ne­fi­cio de su tra­ba­jo como en­tre­na­dor per­so­nal. Vein­te años atrás, si este tío qui­sie­ra li­gar con chi­cas en un bar…, no ha­bría ne­ce­si­ta­do mi ayu­da, ni de coña.

      En fin, que no se­ría exa­ge­ra­do re­co­men­dar­le los ser­vi­cios fo­to­grá­fi­cos de Ais­ha. Te­nien­do en cuen­ta su as­pec­to, y la ma­gia de Ais­ha para dar con la luz y la pose ade­cua­das y su fil­tro de fres­cu­ra se­cre­to, fijo que si qui­sie­ra lo ha­ría pa­re­cer­se a Jude Law.

      —Hola. Mi­les, ¿ver­dad? —dice, y se di­ri­ge ha­cia mí con la mano ex­ten­di­da.

      Pues sí, hice bien en es­co­ger­lo por su acen­to. Vale, sí, a lo me­jor me cues­ta un poco des­ci­frar lo que dice, pero es que es di­fí­cil oír­lo por en­ci­ma del rui­do de las bra­gas que se van ca­yen­do a su paso.

      —Sí. ¿Qué tal, Jude? En­can­ta­do de co­no­cer­te. Sién­ta­te. —Nos es­tre­cha­mos la mano y se sien­ta de­lan­te de mí—. ¿Quie­res be­ber algo? ¿Un café?

      —No, no, gra­cias —dice—. Lle­vo unos días sin to­mar ca­feí­na. —Me lo apun­to. Tras pen­sar unos ins­tan­tes, aña­de—: Pero ¿crees que me po­drían pre­pa­rar una taza de agua ca­lien­te con li­món?

      —Se­gu­ro que sí. Aho­ra mis­mo vuel­vo. —Es­pe­ro en la cola y se lo pido a la sus­ti­tu­ta de Evelynn, que no dice nada so­bre el he­cho de que lle­vo ho­ras aquí sen­ta­do y que aho­ra quie­ro algo que me va a te­ner que dar gra­tis. Meto un dó­lar en el ta­rro de las pro­pi­nas para te­ner buen kar­ma.

      —Gra­cias —dice Jude cuan­do dejo la taza de­lan­te de él, y des­pués se echa a reír—. Per­do­na, es que es un poco raro, ¿no? Lo de co­no­cer a al­guien que en teo­ría va a ha­cer­se pa­sar por mí, digo.

      —No lo veas así. —Le­van­to las ma­nos—. Tú ima­gí­na­te que soy un coach. O un edi­tor. Te voy a ayu­dar a que des la me­jor ver­sión de ti mis­mo so­bre el pa­pel. Bueno, so­bre la pan­ta­lla.

      —Sí, ya me he dado cuen­ta de que ne­ce­si­to ayu­da con eso —asien­te Jude—. El pro­ble­ma es que nun­ca sé qué res­pon­der, y lue­go me ol­vi­do, y para cuan­do me acuer­do ya me han ig­no­ra­do. En fin. Es lo que me han di­cho un par de chi­cas.

      —Sa­ber es­cri­bir es vi­tal —asien­to—. En reali­dad, vas a con­tra­tar a un asis­ten­te que te ayu­de a lle­gar has­ta la puer­ta. Es lo mis­mo que si con­tra­ta­ras…, no sé, a al­guien para que te eche una mano con el cu­rrí­cu­lum.

      —Ya,


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