No eres tú, soy yo…. Tash Skilton

No eres tú, soy yo… - Tash Skilton


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rojo in­ten­so y un po­rro en la boca. La can­ción vuel­ve a em­pe­zar, aho­ra con una no­ti­fi­ca­ción: «Bloody Mary desea lla­mar­te». Esta vez, si­len­cio la lla­ma­da y cuel­go al ins­tan­te.

      —¿Eh? —De­ci­do fin­gir ig­no­ran­cia.

      —Mary Clark­son. Bajo el mar. ¡Mary Clark­son!

      —Qui­zá. —¿A que aho­ra te ha­bría gus­ta­do ser más ama­ble con­mi­go para po­der­me pre­gun­tar­me co­sas so­bre ella?

      —Y tú has… has… has col­ga­do a Mary Clark­son.

      —Aho­ra le voy a es­cri­bir. Hay que ba­jar el vo­lu­men, ¿re­cuer­das?

      Siem­pre ol­vi­do que, para los tíos de «cier­ta edad» (como Clif­ford), Mary, la va­lien­te y fe­mi­nis­ta du­que­sa Quinn­ley de Bajo el mar, y su bre­ve y obli­ga­do si­re­nis­mo los re­tro­traen a la épo­ca do­ra­da de su in­fan­cia. Fue su pri­mer amor pla­tó­ni­co y, para al­gu­nos, fue tam­bién su pri­mer… amor «pro­pio», ya me en­tien­des. Me pre­gun­to si a Mi­les le pasó. Aun­que pa­re­ce más jo­ven que Clif­ford. Y está en mu­cha me­jor for­ma que él, es evi­den­te. Los co­men­ta­rios mor­da­ces que­man mu­chas ca­lo­rías.

      Te voy con­fe­sar algo: nun­ca he vis­to Bajo el mar. De he­cho, es el mo­ti­vo por el cual con­se­guí el tra­ba­jo de ayu­dan­te de Mary.

      La agen­cia de tra­ba­jo tem­po­ral en la que me apun­té tras gra­duar­me en la uni­ver­si­dad de San­ta Mó­ni­ca me en­vió a un mis­te­rio­so en­car­go para una es­cri­to­ra anó­ni­ma que vi­vía en­ci­ma de Stu­dio City, en la ca­rre­te­ra de Mul­ho­lland. No sa­bía ni quién era ni lo que bus­ca­ba. La re­co­no­cí cuan­do me abrió la puer­ta (con Frank), pero no como la ha­bría re­co­no­ci­do una se­gui­do­ra de la peli. Tan solo pen­sé: «Anda. Es ella».

      Y ahí em­pe­zó el tí­pi­co aná­li­sis de mi CV y la en­tre­vis­ta so­bre tra­ba­jos an­te­rio­res. Al fi­nal, me dijo:

      —Y, aho­ra, la pre­gun­ta más im­por­tan­te. ¿Cómo se lla­ma el pla­ne­ta del que vie­nen los swor­kas?

      —Eh… —No era una res­pues­ta que pu­die­ra im­pro­vi­sar al mo­men­to. No du­da­ba de que los swor­kas eran una par­te odia­da y cur­si de la cul­tu­ra ci­ne­ma­to­grá­fi­ca. Me so­na­ba que se pa­re­cían a los del­fi­nes, pero no te­nía ni idea de cómo se lla­ma­ba su pla­ne­ta. De ha­ber sa­bi­do que iba a en­con­trar­me con Mary Clark­son, me ha­bría des­car­ga­do Bajo el mar y me ha­bría pre­pa­ra­do. Bueno, pues nada, ahí ter­mi­na­ba todo. La miré a los ojos y me en­co­gí de hom­bros—. ¿El pla­ne­ta Mer­chan­di­sing?

      Me son­rió y, en un pes­ta­ñeo, su­ce­dió: mi vida cam­bió.

      —So­la­men­te hay dos nor­mas —me dijo con ojos bri­llan­tes—. La pri­me­ra: si al­gún día me con­vier­to en una per­so­na que le da im­por­tan­cia a que se­pas o no la res­pues­ta a esa pre­gun­ta, pé­ga­me un tiro. La se­gun­da: no veas la pe­lí­cu­la. Has lle­ga­do muy le­jos, no la ca­gues aho­ra. ¿Te in­tere­sa el tra­ba­jo?

      Más tar­de me en­te­ré de que solo con­tra­ta­ba a gen­te que no fue­ra fan. Le im­por­ta­ba un ble­do que de pe­que­ño la hu­bie­ras vis­to en for­ma de si­re­na una o dos ve­ces, pero que ci­ta­ras la pe­lí­cu­la de ma­ne­ra ha­bi­tual ya de adul­to o que tu­vie­ras, por ejem­plo, un dic­cio­na­rio de swor­ka su­po­nía una des­ca­li­fi­ca­ción in­me­dia­ta.

      —¿Cómo me ibas a to­mar en se­rio si la hu­bie­ras vis­to? —me dijo al cabo de unos días, con un par­che en el ojo y unas za­pa­ti­llas mu­lli­das y des­pa­re­ja­das.

      De vuel­ta a la ca­fe­te­ría, Mi­les si­gue ron­dán­do­me.

      —¿Te im­por­ta? No me pue­do con­cen­trar si hay mi­ro­nes cer­ca —digo.

      —Es que no ten­go dón­de sen­tar­me —ob­ser­va—. ¿De ver­dad que has ve­ni­do to­dos los días des­de que te mu­das­te a Nue­va York?

      Se me cris­pa un ojo. Sol­té esa me­dia ver­dad para re­for­zar mi cre­di­bi­li­dad como clien­ta im­por­tan­te, no para echar leña a sus bur­las.

      —Sí —digo en­tre dien­tes.

      —¿Y eso? Tie­nes a tu al­re­de­dor «la» ciu­dad, que re­sul­ta que es uno de los lu­ga­res más in­creí­bles del pla­ne­ta…

      Du­ran­te unos bre­ví­si­mos ins­tan­tes de lo­cu­ra, se me ocu­rre de­cir­le:

      «A lo me­jor me po­drías en­se­ñar por dón­de em­pe­zar. Lle­vas quin­ce años so­bre­vi­vien­do aquí… Se­gu­ro que co­no­ces to­dos los re­co­ve­cos de Nue­va York y, la ver­dad, me iría ge­nial te­ner un ami­go. Al­guien que sepa qué ha­cer con su vida, por­que yo no ten­go ni pa­jo­le­ra idea».

      Pero en­ton­ces me gol­pea la reali­dad y re­cuer­do que es un im­bé­cil que no para de in­sul­tar­me. Y que aca­ba de vol­ver a ha­cer­lo.

      Le doy la es­pal­da, me pon­go los au­ri­cu­la­res y abro un chat con Mary.

      Zoey: Sa­lu­dos des­de el in­fierno.

      Bloody Mary: ¿Ex­plo­ran­do nue­vos ho­ri­zon­tes?

      Zoey: Nada más lle­gar, me pi­sa­ron el pie y me rom­pie­ron el me­ñi­que.

      Bloody Mary: ¿Y de qué te que­jas? Ese dedo no sir­ve para nada.

      Zoey: Fijo que se me cae.

      Bloody Mary: Te voy a en­viar un bo­ti­quín.

      Zoey: ¿Para qué? Se­gu­ro que me lo ro­ban. Por cier­to, Nick dice que le de­bes, y cito tex­tual­men­te, «2000 pa­vos de ma­ría».

      Bloody Mary: Qué men­ti­ra más gor­da. Le debo 1999 pa­vos, no 2000. Pero aho­ra en­tien­do por qué lle­va va­rios días tris­te, con mal de amo­res.

      Zoey: ¿A qué te re­fie­res?

      Bloody Mary: Que es­ta­ba pi­lla­dí­si­mo por ti.

      Zoey: In­co­rrec­to.

      Bloody Mary: Hace poco me pre­gun­tó por qué no te daba ni un día li­bre. Se ve que con­si­guió en­tra­das para un par­ti­do y le di­jis­te que ibas a pa­sar­te todo el mes cu­rran­do has­ta tar­de. ¿¿TODO EL MES??

      Zoey: Nick no me gus­ta­ba tan­to.

      Bloody Mary: Ha­ber­me di­cho que te­nías pla­nes. Po­drías ha­ber sa­li­do an­tes CUAL­QUIER DÍA.

      Zoey: ÉL te­nía pla­nes. YO que­ría tra­ba­jar.

      Bloody Mary: ¿Ya has pro­ba­do el po­llo fri­to de Mo­mo­fu­ku?

      Zoey: To­da­vía no.

      Bloody Mary: No me vuel­vas a ha­blar has­ta que lo prue­bes. Va en se­rio. Para mí es­tás me­dio muer­ta, a par­tir de… ya.

      ***

      Tess Ri­ley fue mi pri­me­ra clien­ta, y su aven­tu­ra en Bueno, Fá­cil, Fe­liz aca­bó en éxi­to. Aun­que no fue sen­ci­llo lle­var­la por el buen ca­mino; fue­ron ne­ce­sa­rias va­rias se­sio­nes te­le­fó­ni­cas


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