No eres tú, soy yo…. Tash Skilton
tal, y esta vez quiero ser del todo sincera en mi perfil. Ser yo al 100%, ¿sabes? Es que, si no, ¿para qué?
Me muerdo la lengua. No será ella porque yo voy a ser ella, por lo menos al principio. Pero negarlo es la regla número uno del Manual del autónomo: «Nunca les recordéis que vais a hablar con sus hipotéticas citas como Cyrano de Bergerac. Es un pensamiento que socava la relación entre cliente y ghostwriter: quizá empiecen a preguntarse si en la cita en persona serán capaces de superar el vacío que queda entre lo que habéis escrito y lo que digan o hagan ellos. Más vale entrar y salir lo más rápido posible para que el cliente tome las riendas en cuanto hayáis llamado la atención de un buen match».
—La has visto, ¿no? —dice Bree, llevándome de vuelta al tema del que hablábamos—. Si vas a hacerte pasar por mí, al menos tendrás que poder citar Bajo el mar —añade.
No contesto enseguida. Ahora mismo le estoy haciendo un corte de mangas al universo. Me he pasado veintinueve años evitando esa absurda película. Y durante ocho, a petición de la mismísima duquesa.
—Claro que sí —asiento—. ¿Me la dejas para refrescarme la memoria?
Opto por echarme un farol y darle a entender que la vi hace mucho. (Si Palabras de Amor debe enfrentarse a una denuncia y Clifford se ve obligado a cambiarle el nombre a la empresa otra vez, le voy a sugerir Faroles de Amor).
—¿La versión original o el montaje del director? ¿La edición especial o…?
—Lo dejo en tus manos. La versión de la que te cueste menos desprenderte.
Intercambiamos nuestros números para que no tenga que llamar a la centralita cuando quiera hablar conmigo. Le digo que me apetece mucho conocerla y verla vestida con una camiseta vintage de Bajo el mar.
En algún lugar de California, Mary levanta una copa en mi dirección y se echa a reír.
[2]. Juego de palabras entre Fuck, Marry, Kill (el juego en que alguien debe decidir con quién se acostaría, con quién se casaría y a quién mataría) y el nombre de Mary, la propietaria. (N. del T.)
CAPÍTULO 5
De: Leanne Tseng
Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón
Asunto: Inteligentísimos
Equipo:
Os voy a decir algo: todos sois unos genios creativos y por culpa de circunstancias que escapan a nuestro control no necesariamente recibís la compensación económica que merecéis. Y os voy a decir otra cosa: creo que podemos aprovechar vuestra inteligencia y creatividad para intentar cambiar esa situación.
¿Se os ha ocurrido una campaña de publicidad buenísima? ¿Un acuerdo comercial excepcional? ¿Un anuncio pegadizo (sin música)? Me encantaría escucharlo. Las propuestas extrañas y originales también serán bienvenidas, pero, a menudo, la sencillez se lleva el gato al agua. Una idea tan simple y al mismo tiempo tan asombrosamente brillante como las tarjetas regalo —se me acaba de ocurrir a bote pronto— podría hacernos pasar de empresa en apuros a ser los número uno del mercado. No es ningún secreto que quiero que seamos la mejor, y espero que tampoco sea ningún secreto que quiero llevaros conmigo hasta la cima.
Ah, y además de gloria y ascensos, que sepáis que cualquier propuesta viable llevará consigo una bonificación de quinientos dólares.
Saludos cordiales,
Leanne
Miles
En las últimas seis semanas no he estado al 100 %. No me he sentido lo bastante motivado para mantenerme en forma, ni para que me dé el aire, y tampoco he tratado mi cuerpo como un templo, sino más bien como un mausoleo de cosas muertas, como mis emociones o mi autoestima. He dado alguna vuelta por Morningside Park, que se encuentra a unas manzanas del piso de Dylan y Charles, pero solo cuando la actitud agresiva del novio de mi amigo me ha empujado a salir de casa para correr, y no con la intención de mejorar la salud.
No sé por qué me he animado a ir hoy hasta Riverside Park. A lo mejor ha sido porque me he descargado en el móvil la canción principal de la banda sonora de Bajo el mar, y me he sentido inevitablemente empujado a escuchar la BSO completa en bucle. Y es una BSO que no se merece una irrisoria carrera de kilómetro y medio. Se merece una larga panorámica del maravilloso río Hudson, pasar cerca de lápidas de mármol dedicadas a generales del ejército legendarios y por debajo de majestuosas ramas de cerezos floridos que han perdido casi todas, pero no todas, sus flores. Y solo me he entretenido un ratito muy muy muy corto soñando con Mary Clarkson vestida de sirena. Y un rato aún más corto preguntándome si la ladrona de biscotti la conocerá de verdad. Esa chica es un misterio envuelto en un enigma revestido de calentadores de brazos deshilachados.
Cuando vuelvo a casa de Dylan y Charles; estoy sin aliento y hecho un desastre sudoroso. El reloj me dice que he corrido siete kilómetros. Yo solía correr regularmente por Prospect Park, pero ya hace mucho que no lo hago, concretamente desde que mi antigua compañera de deporte tuvo un «virus estomacal», que le duró un mes entero, justo antes de dejarme. (Visto en retrospectiva, mira que llego a ser poco perspicaz).
Llamo al interfono del piso. Por lo visto, Dylan y Charles han estado demasiado atareados —y yo, demasiado deprimido— para hacerme una copia de la llave. Además, seguro que hacerme una copia le daría a mi estancia un halo demasiado definitivo a ojos de Charles (y quizá también a los de Dylan).
—Madre mía —dice Charles cuando me abre la puerta—. ¿Estás llorando?
—Es sudor —respondo.
Me mira más de cerca para intentar confirmar que las gotas provienen, en efecto, de mi frente.
—Mmm. Ya veo —murmura al fin—. Cuidado con la alfombra. Es de Kermanshah. —Señala la tela oscura que cubre parte del recibidor, y que él