No eres tú, soy yo…. Tash Skilton

No eres tú, soy yo… - Tash Skilton


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de ma­ne­ra ili­mi­ta­da. Como la tem­po­ra­da de bo­das está a la vuel­ta de la es­qui­na, nos di­ri­gi­mos DI­REC­TA­MEN­TE a fu­tu­ros no­vios. Es el per­fec­to re­ga­lo de agra­de­ci­mien­to a los in­vi­ta­dos aho­ra que la ten­sión y la emo­ción an­dan por las nu­bes).

      Oja­lá hu­bie­ra po­di­do com­prar una tar­je­ta re­ga­lo en la vís­pe­ra de cier­to día mar­ca­do en mi ca­len­da­rio con an­te­la­ción, pero en ese mo­men­to no exis­tían, cla­ro. Lo que es malo para mí es bueno para el mun­do, en fin. #Cues­tión­De­Pers­pec­ti­va

      Re­cor­da­to­rio: nues­tra pró­xi­ma reunión será el mar­tes 12 de mayo y voy a re­ser­var la zona vip del bar Por­chlight, así que ¡pre­pa­raos para be­be­ros has­ta el agua de los flo­re­ros! Has­ta en­ton­ces, dis­fru­tad de abril, aguas mil.

      Clif­ford

      CEO de Pa­la­bras de Amor (aho­ra, AMAN­TE DE LAS TAR­JE­TAS RE­GA­LO).

      Pos­da­ta: Si con­tro­láis lo de las ca­de­nas de blo­ques, en­viad­me un men­sa­je.

      Zoey

      Mi alar­ma rom­pe el si­len­cio a las cua­tro de la ma­dru­ga­da, y mi mano on­dea por los ai­res para des­ac­ti­var el des­per­ta­dor y lan­zar­lo al sue­lo, como si me en­con­tra­ra en la pri­me­ra es­ce­na de una pe­lí­cu­la. Lle­vo un mes vi­vien­do aquí, pero sigo cal­cu­lan­do la hora se­gún el huso de la Cos­ta Oes­te (es de­cir, se­gún el tiem­po REAL). La una de la ma­dru­ga­da sue­na mu­chí­si­mo me­jor que las cua­tro. La una de la ma­dru­ga­da su­po­ne di­ver­sión y fri­vo­li­dad. Es cuan­do em­pie­za la se­sión noc­tur­na de La ha­bi­ta­ción en el cine Sun­set 5 de Los Án­ge­les. Cuan­do hay que ir a por un pe­rri­to ca­lien­te en Pink’s Hot Dogs o zam­bu­llir­se en una pis­ci­na in­fi­ni­ta que hace las ve­ces de mi­ra­dor de las co­li­nas de Holly­wood Hills. (Solo lo he he­cho una vez, pero bueno. Po­dría ha­ber ocu­rri­do to­das las no­ches sin pro­ble­ma). La una de la ma­dru­ga­da su­po­ne in­ten­tar no per­der­le el rit­mo a la men­te ma­ra­vi­llo­sa de Mary: Frank y yo la per­se­gui­mos con­ge­la­dos mien­tras ella da vuel­tas por la co­ci­na. Frank es su hu­ron­ci­llo, su gran apo­yo emo­cio­nal. Di­ría que tam­bién usó su ma­gia con­mi­go. Se me subía al hom­bro cuan­do me po­nía a tra­du­cir las ocu­rren­cias de Mary en diá­lo­gos de guio­nes que ha­bía que re­to­car. Allí, con­tem­plan­do la sa­li­da del sol a tra­vés de sus ven­ta­na­les que van del sue­lo al te­cho y que ofre­cen vis­tas del dis­tri­to de Stu­dio City, es la úl­ti­ma vez que re­cuer­do ha­ber­me sen­ti­do fe­liz con mi lu­gar en el mun­do.

      Tra­ba­jar para Mary no era pre­ci­sa­men­te un re­man­so de paz, para nada. Era como mon­tar­se en el as­cen­sor de la man­sión en­can­ta­da: gi­ros, so­bre­sal­tos y re­pen­ti­nos cam­bios de hu­mor, se­gui­dos por vien­tos hu­ra­ca­na­dos de so­no­ras car­ca­ja­das. Mary era cons­cien­te de su in­ge­nio y to­das las ma­ña­nas me sa­lu­da­ba con una ver­sión di­fe­ren­te de: «¡Dé­mos­le una vuel­ta a la ru­le­ta de mi per­so­na­li­dad!». Aun­que me do­bla­ra la edad, te­nía alma de es­tu­dian­te uni­ver­si­ta­ria: se pa­sa­ba se­ma­nas per­dien­do el tiem­po y des­pués se ti­ra­ba doce ho­ras se­gui­das tra­ba­jan­do de no­che has­ta que ter­mi­na­ba lo que de­bía en­tre­gar. Prác­ti­ca­men­te viví en su casa, a me­nu­do como hués­ped de la ha­bi­ta­ción de in­vi­ta­dos, que con­ta­ba con su pro­pio bal­cón y mi­ni­ne­ve­ra. Ha­bía días en que lo úni­co que me pe­día era que le le­ye­ra los úl­ti­mos co­ti­lleos so­bre fa­mo­sos, tum­ba­da en el sofá con ro­da­jas de pe­pino so­bre los ojos y Frank dor­mi­do a sus pies. La se­ma­na si­guien­te nos pa­sá­ba­mos diez ho­ras al día en el Mu­seo de Ra­dio y Te­le­vi­sión, tam­bién co­no­ci­do como el Pa­ley Cen­ter de la ave­ni­da Be­verly Dri­ve, pe­gán­do­nos un atra­cón de vie­jos pre­mios de las úl­ti­mas dé­ca­das en bus­ca de ins­pi­ra­ción (a ve­ces la con­tra­ta­ban para es­cri­bir lo que un ac­tor di­ría de otro du­ran­te una gala de los Glo­bos de Oro, los Emmy o los Ós­car).

      —Mary Fuc­kle, ¿en qué le pue­do ayu­dar?

      Mary me mi­ra­ba por en­ci­ma de las ga­fas para re­pren­der­me.

      —Se van a pen­sar que me he ca­sa­do con un idio­ta que se ape­lli­da Fuc­kle. Dilo bien.

      —Pues que lo pien­sen.

      —Como no lo di­gas bien, cam­bia­ré el nom­bre de la em­pre­sa por las sie­te pa­la­bras que nun­ca hay que de­cir en te­le­vi­sión —me ad­vir­tió—. Mira, ya es­toy re­lle­nan­do el for­mu­la­rio: mier­da, coño…

      Le lan­cé una mi­ra­da que evo­ca­ba a un dis­pen­sa­dor de ca­ra­me­los PEZ.

      —Vale, vale.

      El dis­pen­sa­dor de ca­ra­me­los PEZ re­pre­sen­ta­ba su vie­ja ca­rre­ra como ac­triz. A me­dia­dos de los ochen­ta, an­tes de que yo na­cie­ra, Mary in­ter­pre­tó a la du­que­sa Quinn­ley en Bajo el mar, una pe­lí­cu­la de cien­cia fic­ción y fan­ta­sía so­bre si­re­nas in­ter­ga­lác­ti­cas. La he­ri­da que se hizo en el pla­tó du­ran­te la úl­ti­ma se­ma­na de ro­da­je le arre­ba­tó todo el en­tu­sias­mo que sen­tía por la pro­fe­sión; con­si­guió es­ca­bu­llir­se del mun­di­llo, im­pi­dien­do así la pro­duc­ción de fu­tu­ras en­tre­gas de la saga. Des­de en­ton­ces tuvo que so­por­tar las con­se­cuen­cias: los aman­tes de la pe­lí­cu­la la cul­pa­ban por el fi­nal abrup­to de lo que pre­ten­día ser una tri­lo­gía, mien­tras que en otros círcu­los su mar­cha le dio un halo de cul­to a la úni­ca en­tre­ga que lle­gó a ro­dar­se. Por lo me­nos, al no te­ner fi­nal no se la car­ga­rían, como ha­bía ocu­rri­do con otras fran­qui­cias in­ter­mi­na­bles —de­cían—. La pe­lí­cu­la de cul­to se­guía viva gra­cias a las con­ven­cio­nes de fans y a los cam­peo­na­tos de cos­play; las in­vi­ta­cio­nes para for­mar par­te del ju­ra­do lle­na­ban el bu­zón de Mary día sí y día tam­bién. Una de mis ta­reas era ti­rar­las a la ba­su­ra, sin si­quie­ra leer­las, cada ma­ña­na.

      De la su­pues­ta­men­te in­fi­ni­ta co­lec­ción de ob­je­tos en eBay (ju­gue­tes, jue­gos y fi­gu­ras de ac­ción idén­ti­cas a ella), la úni­ca que guar­da­ba era un dis­pen­sa­dor de ca­ra­me­los PEZ; por­que, se­gún ella, sim­bo­li­za­ba su ocu­pa­ción ac­tual como edi­to­ra de guio­nes.

      —La gen­te me paga para que es­ti­re el cue­llo y les dé una píl­do­ra dul­ce cuan­do me lo pi­den, y de­ba­jo de ese ca­ra­me­lo hay diez más de la mis­ma ca­li­dad.

      Hace sie­te se­ma­nas, me dijo que yo era la me­jor asis­ten­te que ha­bía te­ni­do, y que por eso te­nía que des­pe­dir­me. En lu­gar de vi­vir mi vida, es­ta­ba vi­vien­do la suya. Me te­nía que em­bar­car en nue­vas si­tua­cio­nes si al­gún día pen­sa­ba cre­cer como es­cri­to­ra, como es­cri­to­ra con voz pro­pia. Le ro­gué que me die­ra seis me­ses para de­ci­dir dón­de que­ría ir y qué que­ría ha­cer, y me dijo que


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