No eres tú, soy yo…. Tash Skilton
como Florida.
Sea cual sea su historia, tengo que ignorarla. Igual que tengo que ignorar por qué llevo seis semanas sin venir al Café Crudité. No es que fuera uno de «nuestros sitios», de Jordan y mío; pero sí que lo visitábamos a veces en la época en la que ella compartía con tres personas un piso cerca de allí, antes de que diéramos el salto para cruzar el puente y nos mudáramos a un barrio que no empezara con «Man» y terminara con «da huevos, este zulo vale un pastizal, pero fíjate en ese balcón tan bonito, me cabrá una silla y podré decir que tengo una terraza, ¿dónde hay que firmar?».
A ver, que igualmente dimos el salto para irnos a vivir juntos, sí, pero entonces mudarse a Brooklyn nos pareció lo más. Nota: el año pasado, Miles era un auténtico idiota.
Y un tarado. Un puto romántico en los tiempos que corren, ¿y a su edad? Como si hubiera tardado treinta y un años en darse cuenta de que los finales felices solo aparecen en los cuentos. En los cuentos de niños. Como decía Gemma, la inglesa con la que salí antes de Jordan: «¡Qué capullo!».
En fin, que este capullo no ha visitado esta cafetería últimamente porque me asaltan demasiados recuerdos: de cuando me tomaba un café por la mañana tras haber pasado la noche con ella, o de cuando nos quedábamos vagueando después de comer porque no les importaba y no teníamos precisamente mucho dinero. Por esa razón, cuando las oficinas de Habla el Corazón desaparecieron en una columna de humo de lo que estuviera fumándose Clifford, la cafetería se convirtió en el lugar en el que dejarme caer y trabajar un poco. Aunque estuviera a un buen rato de Brooklyn, al desplazarme hasta allí seguía con mi rutina diaria de ir «a la oficina».
Y por eso estoy aquí ahora. Es el último sitio en el que recuerdo haberle dado cierta importancia a mi trabajo. Y si ahora me veo obligado —bajo amenaza de descrédito profesional y despido— a intentar parecerme al viejo Miles Ibrahim, el empleado del siglo, parece el lugar lógico al que acudir.
Abro el cuestionario de Jude Campbell y lo leo. Y lo releo, una y otra vez, hasta que me lo sé de memoria. Se acabaron las sorpresas de cuartetos de cuerda. Hago clic en los tres perfiles de las páginas en las que se ha registrado y los leo detenidamente. Empiezo a tomar notas sobre lo que hay que cambiar. No ha publicado demasiada información, un error de principiante. Tampoco es cuestión de escribir una tesis, pero es interesante incluir contenido suficiente para que vean que has invertido tiempo rellenando el perfil. Así dejas claro que quieres acabar lo que has empezado y que te vas a dedicar por completo a la causa. Hay una línea muy fina entre ser exhaustivo y pasarse de coñazo, claro, y ahí es donde entro yo. Se deben elegir las palabras con cuidado para reflejar la personalidad (mejorada y editada) de nuestros clientes; tienen que brillar… y dejarte con ganas de más.
Le mando un correo a Jude y me presento como su asesor de Habla el Corazón para preguntarle cuándo está libre para quedar, y le digo que yo podría hoy mismo. Nada más darle a «enviar», de la mesa del rincón brota una canción a toda pastilla que me permite mirar hacia esa dirección.
Se trata de la leyenda de la cafetería, cuyo rostro se ha teñido de un rosa intenso, pestañeando a lo Bambi mientras aporrea desesperada las teclas de su ordenador. Creo que es la banda sonora de ¡Cincuenta sombras de Grey. ¿Para eso ha venido al Crudité? ¿Engullir comida gratis mientras ve porno erótico en público hace que tenga un orgasmo o algo? Me quedo mirándola unos instantes y me pregunto si sería capaz de adivinar si está cachonda. Y entonces caigo en la cuenta. De ninguna de las maneras voy a volver a fijarme en una mujer, aunque sea por meros motivos antropológicos.
Un pitido me anuncia que me ha llegado un mensaje. Un correo de Jude, que me dice que puede quedar hoy a las cuatro. Estupendo. Que un cliente sea entusiasta y comunicativo es una buena señal. Le respondo con la ubicación del Café Crudité.
En ese momento, saco el móvil para comprobar si me he empapado bien del perfil de mi cliente.
Abro 24/7, una de las enésimas aplicaciones de citas que me he descargado (por trabajo, ¿eh?, porque es obvio que yo jamás volveré a tener una cita. Los perfiles que subo ni siquiera son míos, sino un batiburrillo de información inventada y de imágenes robadas del buscador de Google que seguro que son de un folleto de un instituto checo). Me fijo en los veinticuatro destacados, con sus imágenes en miniatura y breves fragmentos de los perfiles, que me aparecen como los matches diarios para «mí». Y escojo los cinco que creo que es más probable que seleccionara Jude. Dudo un poco, y al final me toca elegir entre una analista de finanzas que los fines de semana juega al softball y una coordinadora de marketing que es profesora de pilates. Me quedo con Doña Pilates: seguro que tiene más tiempo libre y es más flexible. Cuando nuestra reunión esté a punto de terminar, comprobaré con Jude si he acertado.
Y ahora debo hacer algo durante los cuarenta y cinco minutos que faltan para que llegue a la cafetería. Tengo un poco de hambre, pero ya no quedan biscotti (evidente) y cierta persona desesperada se ha adueñado de los muffins de kalell. Miro hacia la mesa del rincón y veo que la leyenda también se va a marchar, no sin fulminarme con la mirada antes de llegar a la puerta. Que te vaya bien, Miss Florida. Más vale que aprendas a ser más fuerte, o de lo contrario Nueva York te hará añicos en una semana y te mandará de vuelta a las marismas soleadas de las que saliste.
A pesar de los rugidos de mi estómago, opto por no comprar nada de comer. Aunque hoy haya sido la mar de eficiente, a saber si la semana que viene seguiré teniendo trabajo. Me daría de hostias si me veo obligado a quedarme sin cenar por haber caído en la tentación de una porción de tarta de cuatro dólares. Y ahora que se ha ido la leyenda, no hay nadie interesante a quien mirar/intimidar para que así experimente en sus carnes la Nueva York más real y auténtica.
Vuelvo a coger el móvil. Y antes de saber qué estoy haciendo, he abierto Instagram y he buscado la publicación del embarazo de Jordan. Esta vez, solo me paso un minuto o así mirando a la foto antes de acabar encerrado en el laberinto de comentarios.
Entre las felicitaciones y los mensajes de «madre mía» hay algunas