No eres tú, soy yo…. Tash Skilton
de Suiza o algo así, hecha con PVC y con una correa que cruza el hombro y se encaja en la clavícula. Es moralmente superior a cualquier otra bolsa, que es la única razón para comprarla, y ahora también ocupa mi mesa. El propietario no está allí, por lo que en teoría podría… deslizar la bandolera, dejarla en el suelo y fingir que no la he visto caer del banco. El que va a Sevilla pierde su silla. Miro a izquierda y a derecha y me inclino con las botas militares cuando…
—Ese asiento está ocupado —dice una voz masculina.
Me quedo paralizada, pillada in fraganti.
Y es el mismo imbécil de antes, qué raro. Para demostrar que lleva razón, rodea la mesa por el otro lado y se regodea alzando la mochila del banco y soltándola en medio de la mesa.
Cojo mi café.
—Muy bien, joder. Ya me voy.
Evelynn no nos quita ojo y, para no montar otra escenita, y con toda la dignidad que logro reunir, me dirijo a otra mesa. Espero que no se quede mucho rato. Seguro que ni siquiera necesita ese sitio: es uno de esos tíos que siempre quiere conseguir lo mejor de lo mejor. Esa mesa es obviamente la reina del Crudité, las demás son solo plebeyas. Y son tan pequeñas que no tengo espacio para el portátil y el bolso.
No estaría tan cabreada si no fuera otra mañana de mierda en esta ciudad de mierda, o si mi guion fuera bien, o si no tuviera tanta hambre de comida y de clientes, o si —lo admito— el tío fuera del montón. Con ese aspecto desaliñado, sus ojos marrón oscuro, su constitución delgada y su melena abundante, es absurdamente atractivo o, lo que es lo mismo, nunca ha tenido que preocuparse por su carácter, así que es probable que se pase la vida presentándose donde más le apetece para que la gente le dé lo que desea. Bueno, pues una servidora se niega. Vengo de la ciudad de los modelos barra actores: su físico no me impresiona.
Es la primera vez que alguien me roba la mesa grande, pero voy a tener que esperar a que se marche. Desde mi ratonera no puedo trabajar, y en mi perímetro de seguridad no hay ninguna otra cafetería.
***
Han pasado cuarenta minutos y el tío sigue ahí, perdiendo el tiempo, con las largas piernas extendidas para que cualquiera que se acerque tropiece con él. Me he terminado el café y tengo que ir a hacer pis.
«Vete», le ordeno telepáticamente. «¡Vete!». Me levanto para ir al servicio, con la esperanza de que cuando vuelva ese tío y su ridículo peinado se hayan largado.
Pero no. Al regresar, lo veo escribir en el portátil como un loco. Tiene pinta de haberse instalado ahí para un buen rato. Enciendo el ordenador —lo coloco sobre mi regazo, lo que seguro que me provoca cáncer de muslo—, y entro en el portal de Bueno, Fácil, Feliz, es decir, de Palabras de Amor, y leo el temido mensaje: «Por ahora no hay nuevos clientes disponibles. Nos estamos esforzando en atraer a más. Te agradecemos la paciencia. Mientras esperas, ¿por qué no añades algo a la base de datos desplegable? ¡Nos vemos en los bares!».
Debajo del mensaje aparece el conocido logo con las letras «BBF» rodeadas por un corazón rojo. Supongo que todavía no han terminado de eliminar todas las referencias al antiguo nombre de la empresa.
Seguro que, mientras esperaba con odio a que el ladrón de mesas se fuera, otros ghostwriters han pillado a todos los nuevos clientes. Ocurre muy a menudo: Clifford ha contratado a tanta gente que la ratio de trabajadores y clientes está descompensada. Dice que el negocio crece más cada día que pasa y me fío de él (creo), pero así es difícil ganar un sueldo estable. Hay unas bonificaciones —o eso dice él— para los que acompañan a los clientes hasta el final, aunque a mí todavía no me ha pasado. Suspiro y hago clic en la base de datos desplegable. Una de las ideas de Clifford es un paquete de autoservicio, por el que los clientes pagan a la empresa para acceder a una lista de temas de conversación y de mensajes adecuados y provocativos distribuidos en cuatro categorías: Coqueto, Pícaro, Sexy y Despreocupado, de manera que puedan reunir material que utilizar con sus posibles e incautos matches. Con cada frase que añado a la lista me llevo cinco dólares, y también la preocupante sospecha de que estoy acelerando mi fin como empleada al hacer que mi trabajo se vuelva innecesario.
Desde que llegué a la Gran Manzana infestada de gusanos, he mandado por lo menos treinta currículums, pero de momento todos mis ingresos provienen de Palabras de Amor. Tengo que conseguir que me vaya bien, aunque para ello deba entrar en la página web cincuenta mil veces al día.
Pip.
Me aparece un nuevo mensaje en la pantalla.
¡¿Por qué me ignoras?!
Mierda, ¿la he cagado? ¿He dejado un encargo a medias cuando me toca a mí meter baza? En la empresa, eso está prohibidísimo. Respondemos enseguida, a no ser que se dé la orden de seguir una estrategia y tardar en contestar. Tess, mi clienta, no lo ha pedido, así que me toca arreglarlo de inmediato.
Ostras, escribo. Lo siento mucho, llevo unos días de locos, pero en realidad…
Y entonces veo quién me manda el mensaje. Nick, no un cliente. Nick, el tío con el que medio salía en Los Ángeles. (Énfasis en lo de «medio». Era el camello de Mary, por lo que nuestros encuentros eran… irregulares).
No te ignoro, lo corrijo. Ya te dije que me mudaba.
¡No has respondido ni uno de mis mensajes! ESO ES IGNORAR.
No, es decir adiós. Ignorar es desconocer la existencia de algo.
PUES NADA, te deseo lo mejor. Tu jefa me debe dos mil pavos de maría.
Seguro que es verdad, pero ¿qué quiere que haga yo?
Pues háblalo con ella.
Bloqueado, sigamos.
Me paso las dos horas siguientes alternando entre el guion en el que estoy trabajando y la web de Palabras de Amor. En mi intento número dieciséis, hay tres nuevos clientes; muevo el cursor a toda prisa para hacer clic en uno de los recuadros, pero no soy lo bastante rápida, porque la página se actualiza y aparece el blablablá de siempre: «Por ahora no hay nuevos clientes disponibles». El diseño ha cambiado, al menos, y ha pasado de un corazoncito