Derechos ambientales en perspectiva de integralidad : concepto y fundamentación de nuevas demandas y resistencias actuales hacia el estado ambiental de derecho . Gregorio Mesa Cuadros
del “medio ambiente” se ha precisado, por ejemplo, en la obligación impuesta a los Estados sobre su responsabilidad en la prevención y reparación de daños ambientales, las políticas de conservación según algunos criterios ecosistémicos y ambientales (la dinámica de las poblaciones, la fluctuación del área de repartición de la especie y la estabilidad de los hábitat naturales indispensables para su supervivencia), las normas de control no sólo preventivo sino también correctivo y de reparación del daño, prácticas que llevan a caracterizar una cierta “ecologización” del derecho.
Por otra parte, en este proceso de reelaboración y producción de las normas ambientales, tanto a nivel nacional como internacional, se va apreciando con mayor nitidez la “privatización” del espacio de discusión, en el sentido que, las grandes empresas empiezan a incrementar su poder e influencia logrando que las normas de especial significación por sus efectos sobre el ambiente y los derechos de las personas sean concebidas en el estrecho marco de la reglamentación burocrática (donde pueden ejercer con menos dificultades su papel de cabildeo, “lobby” o de “elaboración conjunta de reglamentos”)115, dejando de lado el espacio “amplio” del debate público en los escenarios democráticos del nivel local, regional o nacional o los cuasidemocráticos del nivel global116.
Una vez que el derecho administrativo del “medio ambiente” prosigue su expansión, a partir de las nuevas funciones asignadas al Estado y la conversión de la problemática ambiental en un problema sociopolítico más generalizado, se comienzan a visualizar algunos de sus resultados previsibles, como la hiperinflación normativa117 e institucional, por una parte y, por otra, muy pocos recursos para el cuidado del ambiente y la reparación de sus daños cada vez más crecientes, ya que las actividades económicas y productivas (industria, comercio, agricultura, transporte, turismo, energía) tienen un peso específico superior sobre la actividad ambiental, de tal forma que la causa principal de la ineficacia del “derecho ambiental” está en su contradicción con unas normas más poderosas (el “derecho económico”), que organizan y protegen las diferentes actividades destructoras del ambiente, situación que hace prever la necesidad de desarrollar un estatuto global ambiental que esté presente en cada una de las políticas estatales, las informe, las limite y las oriente.
El resultado es, por tanto, el fenómeno bien conocido de la hiperinflación normativa y su cortejo de efectos perversos, el cual pasa por producir y cambiar, siguiendo a Ost (1996: 102), “demasiados textos, demasiado pronto modificados, demasiado poco conocidos, mal e incompletamente aplicados”. Esta inflación de normas se traduce entonces en una “proliferación de textos situados en lo más bajo de la escala normativa: órdenes, reglamentos, directivas, circulares, instrucciones ministeriales, pliegos de condiciones técnicas, cuya publicidad es incierta y su alcance jurídico dudoso [cuando] no son, por lo general más que un marco vacío, de un carácter solamente programático”. Tal inflación normativa, según este autor (1996: 98-123), también contiene variadas características de incoherencia, vaguedad, superposición, descoordinación y confusión de funciones (o muy centralistas cuando no excesivamente localistas), contradicción (unas protectoras, otras propietaristas y otras claramente depredadoras), obsolescencia, incontrolables (no se han previsto los medios ni los recursos para el control), con bajo perfil jerárquico, cambiantes y aplicables o no según el vaivén de cada administración (prevén excepciones a cada caso) cuando no, directa y tendencialmente interesadas a favor de las grandes empresas agroindustriales, científico-tecnológicas, químicas, farmacéuticas, alimenticias, energéticas, de transporte, de armamentos, turísticas, mediáticas y de telecomunicaciones y nuevas tecnologías.
En la caracterización de este escenario nos parece adecuado indicar, como lo hace Garrido Peña (1997: 313), la distinción de por lo menos tres tipologías de políticas ambientales: en primer lugar, las tecnocrático-productivistas, presentes en la mayor parte de la actual cultura política neoliberal, que sin cuestionar los límites del crecimiento, ven la crisis ambiental como “un reto y un principio de oportunidad para el avance tecnológico y la creación o ampliación de nuevos mercados”, desconfiando de la gestión ambiental pública, promoviendo la gestión ambiental privada desde procesos de investigación e innovación tecnológica y mecanismos de mercado, asignando a este último el escenario central de su política y señalando a las empresas y los consumidores como sus sujetos principales. En segundo lugar, las políticas administrativistas, que podrían caracterizarse por su desconfianza en las posibilidades del mercado o de la sociedad civil, proclaman la necesidad de reforzar la intervención del poder político por vía legislativa-administrativa para resolver los conflictos ambientales118, pero sin perseguir ningún cambio global, al ser meramente políticas de corrección y complemento, cuyos sujetos centrales son la administración y los partidos políticos y sus instrumentos, el plan, la ley y los presupuestos públicos. En tercer lugar, las políticas alternativas, que tratan de hacer una caracterización exhaustiva de la crisis ambiental como crisis civilizatoria, no siendo viable una política ambiental sectorial o complementaria sino una que conduzca a un cambio cultural, político y social global; es decir, no pretenden cambiar la política ambiental del sistema, sino cambiar el sistema mismo “ecologizándolo”, “ecología política más que política ambiental”, en la que ni el mercado ni el Estado son el centro de sus decisiones119.
Debemos además recordar que en un comienzo la producción e incorporación de sustancias contaminantes en el ambiente no estaba reglada, pero con el incremento de las prácticas productivas contaminantes se genera una situación de insostenibilidad120, la cual, sumada a la práctica de considerar inagotables los recursos (naturaleza ilimitada), así como infinita la capacidad de la naturaleza para soportar los elementos y efectos de la contaminación, induce a la creación de mecanismos de protección administrativa del ambiente sobre las conductas privadas. Después de un amplio proceso de casi dos décadas de estas prácticas, que se inician a finales de los años sesenta, surge una nueva discusión frente a las consecuencias generadas por las intervenciones públicas en la protección del ambiente, en especial acusando de incapacidad para hacerlo, proponiéndose (a partir de la deslegitimación de la actividad administrativa y la consecuente exaltación de “lo privado” y del mercado) la gestión privada y la aplicación de criterios de mercado al ambiente, buscando, sobre todo, transferir al mercado el juego de la asignación de cuotas de descarga/emisión, compatibles con el mantenimiento de la calidad del ambiente.
Estas prácticas, por supuesto, no buscan acabar del todo con la contaminación ambiental o con las empresas contaminantes, sino que más bien persiguen la flexibilización de la gestión ambiental, para que la administración pueda continuar con parte del establecimiento de las reglas (como los niveles permisibles de contaminación), las cuales, a partir de la fijación de estándares consensuados, llevarán a que los poderes con que cuentan las empresas se vean incrementados no sólo porque, como decíamos anteriormente, cuentan con las infraestructuras tecnológicas necesarias para “definir” tales límites e “imponerlos” a la administración, sino porque también en el derecho ambiental ya se ha hecho práctica común el predominio del “derecho a contaminar” más que su prohibición, o la “privatización de bienes comunes y colectivos” más que su protección en aras del interés general. Ante esta realidad, de nuevo se corrobora que el “derecho medioambiental”, más que una herramienta de protección de la naturaleza, y más que un derecho preventivo de la contaminación, es un derecho que con las interferencias de los grupos de presión, se ha convertido en “sistema de concesión de permisos para contaminar”, más que establecimiento de límites.
En este escenario surge y se expande el derecho medioambiental negociado121, el cual, frente al caos de las intervenciones públicas y privadas en el ambiente entendido como naturaleza, se propone desarrollar un proceso de desregulación estatal122 orientado hacia un mejor uso del derecho de propiedad y una gestión del ambiente por el mercado, y en el que unas veces se negocia el contenido mismo de las normas antes que sean formalmente aplicadas y en otras ocasiones, como expresa Ost (1996: 109), este nuevo derecho negociado se dará más tarde, “con vistas a preparar la aplicación particular y local de la regla, o también con vistas a resolver los problemas provocados por su aplicación”123.
Es entonces cuando