Derechos ambientales en perspectiva de integralidad : concepto y fundamentación de nuevas demandas y resistencias actuales hacia el estado ambiental de derecho . Gregorio Mesa Cuadros

Derechos ambientales en perspectiva de integralidad : concepto y fundamentación de nuevas demandas y resistencias actuales hacia el estado ambiental de derecho  - Gregorio Mesa Cuadros


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que realizar inversiones para evitar la contaminación. Los derechos “medioambientales” como respuesta del capitalismo en esta nueva fase de acumulación terminan además convirtiendo el “principio contaminador-pagador” en la farsa del contaminador que “negocia” la norma y “hace” la norma, pues puede pagar por ello; y si además puede “interpretar” la norma al acomodo de sus intereses, cuando excepcionalmente pueda ser llevado a juicio, veremos también cómo las funciones públicas del ejercicio del poder terminan en un solo lugar, en un solo todopoderoso actor, el superpoder del capital. Esta situación es mucho más visible en países del área andina como Colombia124.

      Por otra parte, y siguiendo a Ferrajoli (2001: 377-380), los límites y vínculos entre la esfera pública y privada vienen siendo destruidos por el nuevo “derecho de la globalización”, basado no ya sobre la ley sino sobre la contratación, es decir, sobre el mercado, y equivalente, por tanto, a un sustancial vacío de derecho que abre espacios incontrolados a la explotación del trabajo y del ambiente, así como a las diversas formas de criminalidad económica y a las correspondientes violaciones de derechos humanos, en un lugar donde la globalización de la economía en ausencia de reglas ha provocado “un crecimiento exponencial de las desigualdades, legitimadas por la ideología neoliberal, según la cual la autonomía empresarial no es un poder, sujeto en cuanto tal al derecho, sino una libertad, y el mercado necesita, para producir riqueza y ocupación, no reglas, sino al contrario, no ser sometido a ningún límite y a ninguna regla”. De ahí que el rasgo característico de lo que se denomina “globalización” es, para este autor, la crisis del derecho en un doble sentido, uno objetivo e institucional, y el otro, por así decirlo, subjetivo y cultural; es decir, de una parte,

      como creciente incapacidad reguladora del derecho, que se expresa en sus evidentes e incontroladas violaciones por parte de todos los poderes, públicos y privados, y en el vacío de reglas idóneas para disciplinar sus nuevas dimensiones transnacionales [y por otra] como descalificación, intolerancia y rechazo del derecho, que se expresa en la idea de que los poderes políticos supremos, por el hecho de estar legitimados democráticamente, no están sometidos a reglas, ni de derecho internacional ni de derecho constitucional, y que, de igual modo, el mercado no sólo no tiene, sino que debe prescindir de reglas y límites, considerados como inútiles estorbos a su capacidad de autorregulación y promoción del desarrollo.

      Vistas así las cosas, la más clara expresión de la versión neoliberal ecocapitalista del nuevo “derecho ambiental negociado” es el contrato medioambiental, que surge de dos tensiones distintas: por una parte, como lo expresa Ost (1996), el Estado busca una mayor eficacia en la gestión ambiental, y por otra, tiene la intención de desarrollar los principios democráticos de la participación transformando en “contrato medioambiental” los acuerdos125 a que han llegado los particulares (empresas, ONG ambientales, habitantes de la región), para explotar un recurso en un espacio determinado, siendo el caso que en muchas ocasiones la administración no dispone del conocimiento técnico científico adecuado, ni de los estudios previos de impacto ambiental o de diagnóstico ambiental de alternativas, de planes de manejo ambiental o de la capacidad necesaria para la “regulación” de los conflictos e intereses, lo que genera la “imposición” de los “intereses” de los más poderosos y con mayor capacidad de influencia (las empresas contaminadoras o depredadoras de recursos), quienes han recogido, generalmente de manera ficticia, las ideas de protección y conservación ambiental como la base del neo-corporativismo y su versión de la autogestión del ambiente (ecocapitalismo). Según ellos, los verdaderos cambios sólo se logran en un proceso de concertación, auto-asignación de responsabilidades y acuerdos, más que por los procesos coercitivos de la administración.

      Son variados los argumentos a favor de la eficacia instrumental de la nueva regla del derecho negociado, ya que tiene todas las ventajas de la flexibilidad y permite adaptarse a los cambios coyunturales pues se interviene en todo el proceso de discusión; además, hay coherencia por la aceptación de las partes en conflicto lo que obviaría una eventual actuación judicial. La lectura sintomal, siguiendo a Serrano Moreno (1996: 217), expresaría adecuadamente por qué en el plano legal de sistema jurídico ambiental hay vacíos en ciertas y determinadas materias. Este autor se responde con otra interrogación: “¿No será que [por ejemplo] las grandes empresas energéticas prefieren el rango reglamentario porque les proporciona un margen de negociación –e incluso de elaboración conjunta de reglamentos– con los ejecutivos, que en ningún caso les proporcionarían las ‘luces y taquígrafos’ de un parlamento?, y que estarían reflejando las formas en que se estaría expresando el derecho ambiental negociado en la fase de globalización económica”.

      La discusión sobre cómo se presentan en la realidad esta clase de acuerdos suscita importantes interrogantes sobre su procedimiento y contenido, dado que casi siempre se desconocen o se eliminan las obligaciones que debe cumplir el sujeto contaminador; de ahí que se afirme que estos contratos son meras “declaraciones de intención” que expresan un compromiso unilateral de las empresas, cuando no, como afirma Ost (1996: 117), una modalidad algo formalizada de la acción política. Así, esta clase de contratos es controvertida pudiendo señalarse a la administración ambiental burocrática de entregar su poder de reglamentación y de intentar obtener por la negociación algunos de los objetivos que no ha podido alcanzar por medios tradicionales. Pero, además, los contratos “medioambientales” presentarían varios riesgos, los cuales generan reservas y objeciones a la hora de su implementación como mecanismos para la protección ambiental. 1De un lado, está la sospecha de la indebida desigualdad entre empresas, donde las más poderosas podrían obtener de la administración, por vía del contrato, unos privilegios que no obtendrían por medio de la ley, y que han “conquistado” con su inmenso poder económico para que tome medidas a su favor. Igualmente, estaría el peligro de desregulación oficiosa y velada, ya que un contrato de este tipo podría llevar a las autoridades a mostrarse más flexibles en el control y más tolerantes con aquellos que han participado en el contrato negociado y lo han firmado, que con los demás que no han sido parte de él.

      Por otra parte, se corre el riesgo de “captura” de los poderes públicos por parte de las empresas a las que deben controlar y regular, sobre todo cuando la administración no posee la suficiente información pues no dispone de recursos para producirla en interés general o público, y sólo cuenta con los datos que le aportan las empresas, especialmente incorporados en los estudios de impacto ambiental, en el diagnóstico ambiental de alternativas o en los planes de manejo ambiental cuando se solicitan licencias ambientales, generando un derecho “blando” más que flexible donde lo único que hace la administración es aceptar lo “consentido” o “autorizado” por los contaminadores. Por último, las posibilidades de control democrático resultante de una intervención pública “privatizada” están cada vez más en duda, así como la legitimidad de las actuaciones de los grupos de presión basada en el interés particular y en el corto plazo, cuando lo que exige la política pública y especialmente la ambiental es el interés general y el largo plazo. Ante la crisis de la capacidad de regulación del Estado, se despolitiza la cuestión ambiental al no haber debates realmente públicos, sino “encuentros cerrados” en los que, por supuesto, el interés común, los intereses de los más desfavorecidos, de las futuras generaciones y del ambiente, no son tenidos en cuenta.

      Una de las formas “clásicas” o comunes en que las propuestas neoliberales se abren en el escenario de la internacionalización, privatización y globalización de los intercambios económicos por parte del capital, especialmente con los estados del Tercer Mundo, la encontramos en las versiones más profundamente ecocapitalistas y que podemos hallar descrita en Freeman, Pierce y Dodd (2002: 16 y ss.), quienes proponen cómo el lenguaje (o mejor la acción) de los negocios puede adoptar una política “medioambiental” desde cuatro matices de verde:

      1. Verde claro: o verde legal: que implica “crear y sostener la ventaja competitiva asegurándose de que su compañía esté cumpliendo con la ley”.

      2. Verde del mercado: basada en la regla de “crear y sostener una ventaja competitiva prestando atención a las preferencias ‘ambientales’ de los clientes”, es decir, está centrada en los clientes más que en el proceso de la política pública, donde “la ventaja competitiva requiere


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