La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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suspiró.

      ―No sé. Ahora tengo una vida muy tranquila.

      ―Y un buen trabajo como subdirectora en la sede de uno de los bancos más cotizados ―añadió Aina Fernández.

      Ella asintió.

      ―Sí. Tuve que reciclarme, y me costó varios años conseguirlo. Al principio era considerada como una apestada y nadie quería trabajar conmigo, todo gracias a Ángel De Marco.

      ―¿Le guarda rencor? ―preguntó la cabo Morales.

      ―No quiero hablar de eso.

      Irene Morales se mostró empática.

      ―Imagino que tuvo que pasar por momentos muy difíciles…

      Suspiró de nuevo.

      ―No puede hacerse una idea.

      ―¿Ha vuelto a hablar con Ángel De Marco?

      ―No ―contestó―. Ni ganas.

      Ellas la miraron como si estuvieran esperando a que dijese algo más. Y no se equivocaron.

      ―Ángel De Marco es un monstruo, y si piensan que voy a repetirlo delante de un tribunal, lo llevan claro.

      ―Mi primer año en Lenyr fue muy bien ―dijo Lydia Alfaro a Irene Morales y Aina Fernández, desde una mesa esquinera de un bar de la misma zona comercial―. Diría que casi perfecto. Me llevaba estupendamente con el resto de los compañeros y el trabajo que hacía me entusiasmaba, porque tenía una gran responsabilidad. El segundo año entró a trabajar Isabella ―la otra secretaría― y la carga de trabajo se dividió entre las dos. ―Miró a través del cristal y vio pasar a los vehículos de un lado a otro de la carretera; luego, volvió a mirarlas y prosiguió―: Ese año hubo un importante crecimiento en la empresa, con la adquisición de nuevos proyectos, y Ángel De Marco empezó a decirme que me quedara más tiempo en la oficina. Yo… veía que la nueva estaba ganando terreno y decidí que tenía que echar más horas.

      ―¿Y qué pasó? ―preguntó Irene Morales.

      ―Bueno… al principio, él pasaba por mi lado y me tocaba el hombro. No le di mucha importancia. Pero más tarde noté algo extraño en su mirada, como si sintiera deseos hacia mí. ―Puso cara de asco―. Un día, nos quedamos solos en la oficina, Ángel De Marco me pidió que hiciera unas fotocopias y, cuando estaba de espaldas, me tocó el culo; en ese momento no supe cómo reaccionar. Cuando fui a su despacho, le pedí que no volviera a hacerlo. Él simplemente sonrió.

      ―¿La dejó en paz? ―preguntó Aina Fernández.

      ―No. En lugar de eso, habló con Isabella para que saliera una hora antes de trabajar. Le dijo que sería temporal, que no se preocupase. Pero lo que deseaba en realidad era quedarse a solas conmigo. Tres meses después, me llamó para que fuera a su despacho, con el pretexto de que tenía que contarme algo importante; así que fui, me senté en la silla y, cuando quise darme cuenta, había cerrado la puerta con llave y había echado la cortina. Le pregunté que qué estaba haciendo, y entonces me agarró y me estampó la cara contra la mesa; me puso un esparadrapo en la boca y me dijo que me deseaba; luego me bajó la falda y las bragas y me penetró a la fuerza. ―Meneó la cabeza con gesto desolado―. Cuando terminó, me dijo que no se me ocurriera decirlo por ahí, que nadie me creería.

      ―¿Se lo contó a alguien?

      ―Sí. Contacté por teléfono con la responsable de Recursos Humanos. Al día siguiente, me reuní con ella en una cafetería. Fui directa, le hablé sin tapujos. Me dijo que no me precipitara, que, antes de dar cualquier paso, tenía que pensar en los riesgos. Me repitió varias veces que no podía acusar de violación al dueño de Lenyr y pensar que no habría consecuencias. Yo le dije que no había nada qué pensar, que Ángel De Marco había abusado de mí. Me pidió tiempo y, como no veía voluntad por su parte para denunciarlo, me levanté y me fui.

      Irene Morales parecía un poco sorprendida.

      ―Pero, según tengo entendido, usted denunció a Ángel De Marco por acoso sexual y tocamientos indebidos, no por violación.

      Ella asintió con la cabeza.

      ―Ese fin de semana recibí un correo de la propia responsable, comunicándome que su departamento llevaría a cabo el protocolo de actuación ante agresiones sexuales e iniciaría una investigación interna de lo ocurrido. Pero pasaron dos semanas y nadie se puso en contacto conmigo. Así que presenté mi renuncia y, en mi escrito, amenacé con demandar a Ángel De Marco. ―Hizo una breve pausa y sentenció, casi en un susurro―: Ese fue el inicio del fin.

      Ambas policías la miraron en silencio. Ella prosiguió:

      ―Cuando llegué a mi casa, la encontré patas arriba. Alguien había forzado la puerta. No me robaron nada, pero fue el primer aviso.

      ―¿El primer aviso? ―dijo la cabo Morales.

      ―Empecé a recibir llamadas a altas horas de la madrugada y cartas anónimas amenazadoras, avisándome de que no lo denunciara. Un hombre estuvo siguiéndome y rondando mi casa durante medio año; era evidente que Ángel De Marco lo había enviado para intimidarme.

      Las tres guardaron silencio. Poco después, Aina Fernández le preguntó:

      ―Ese hombre del que habla, ¿la agredió?

      ―Una noche, cuando volvía a casa, intentó sacarme de la carretera.

      ―¿Está segura de que fue él?

      ―Sí. Nunca olvido una cara. ―Bebió un sorbo de té y continuó hablando―: A partir de ese momento, todo cambió.

      ―¿Fue entonces cuando denunció a Ángel De Marco? ―preguntó Irene Morales.

      Ella asintió de nuevo.

      ―Pero no me atreví a denunciarlo por violación.

      Volvieron a quedarse en silencio hasta que la cabo Morales hizo una pregunta pertinente.

      ―¿Cree que seguirá haciendo daño a otras mujeres?

      ―Ángel De Marco sería capaz de hacer cualquier cosa.

      Mar García se encontraba sentada a la barra de un pub con mucho encanto y música en directo de Castelldefels, bebiendo una jarra de cerveza bien fría. Eran las once menos veinticinco de la noche y el local todavía no estaba lleno. Encima del escenario, había tres músicos realizando las últimas pruebas de sonido. Una vez que todo estuvo a punto, el grupo comenzó a tocar una animada versión de We Can Work it Out, de The Beatles. Pocos minutos después, el agente Recasens entró por la puerta y caminó hacia ella.

      ―Vas a meterme en un lío, García ―le espetó nada más sentarse a su lado. Acto seguido, pidió otra jarra de cerveza al camarero, y, cuando éste se alejó, continuó hablando―: Nunca me había pasado que un novato quisiera hacer de investigador en sus ratos libres.

      ―Solo podía acudir a mi compañero: eres el único que conoce mi historia. ―Bebió un sorbo de cerveza―. ¿Has podido hacerlo?

      ―Sí, lo he hecho ―respondió. Alargó la mano y le tendió una pequeña hoja de papel―. Aquí tienes.

      Mar la examinó y se la guardó en el bolsillo.

      ―Muchas gracias ―dijo―. Te debo un favor.

      ―No me debes nada ―repuso él mientras observaba cómo tocaba el grupo de rock; luego se dio media vuelta, bebió un largo trago de cerveza y la miró―. Escúchame bien, Mar, no puedes utilizar los recursos del departamento para vendettas personales. Si te pillan, te expedientarán. Recuerda que todavía estás en prácticas.

      Mar asintió levemente.

      ―Vale. Te haré caso.

      El agente Recasens se la quedó mirando sin decir palabra. No sabía si se estaba quedando con él. Cogió


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