La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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      ―Qué mala suerte.

      ―Sí, y que lo diga. Bueno… ¿Qué hacen aquí?

      Joan Sabater sonrió levemente.

      ―Ah, claro ―dijo. Luego su semblante cambió―. Hemos detenido a un sospechoso de la muerte de nuestros dos compañeros. Necesitamos que lo identifiquen.

      ―¿Cuándo? ―preguntó Sandra Laguna.

      Joan Sabater se volvió hacia ella.

      ―Ahora ―contestó.

      ―¿Y si no pudiéramos?

      ―Si se negaran ―intervino Eudald Gutiérrez―, entenderíamos que no quieren ayudar al Cuerpo de los Mossos d’Esquadra a detener a un asesino de policías.

      El matrimonio se miró, nervioso.

      ―Tampoco hemos dicho que no queramos ―repuso Asier Iriondo.

      Hubo un prolongado silencio.

      ―¿Qué van a hacer? ―preguntó Joan Sabater al cabo de un rato.

      ―Iremos a la comisaría ―respondió el hombre.

      ―Bien. Les esperamos abajo. No tarden mucho en bajar.

      Los dos mossos salieron del piso y, mientras caminaban por el pasillo, Joan Sabater le preguntó a Eudald Gutiérrez:

      ―¿Te has creído eso de que se ha quemado?

      ―No.

      ―Yo tampoco.

      El camino hacia la Jefatura de los Mossos d’Esquadra en San Feliú de Llobregat fue tranquilo, sin sobresaltos. El matrimonio condujo todo el rato detrás de ellos, intentando no desviarse bajo ningún concepto.

      Cuando llegaron a las inmediaciones de la Región Policial Metropolitana Sur, Eudald Gutiérrez les dijo que fueran a buscar aparcamiento, que les esperaban en comisaría.

      Ellos asintieron. Asier Iriondo pisó el acelerador y el coche se movió lentamente.

      Poco después, los agentes Sabater y Gutiérrez llegaron a las dependencias policiales, bajaron la rampa y estacionaron el vehículo.

      Se reunieron con sus compañeros en la sala de reuniones. Joan Sabater andaba con la mosca detrás de la oreja. La cabo Morales hacía cinco minutos que había llegado y no traía muy buenas noticias.

      ―Los trabajadores de Winner Pass confirman que Cedrik Weinman estuvo en su local la noche que se cometieron los asesinatos.

      ―Menuda mierda ―dijo Lluís Alberti.

      Irene Morales se encogió de hombros.

      ―Seguro que lo están encubriendo ―dijo Aina Fernández, enfadada.

      ―Da igual lo que nosotros creamos ―repuso la cabo Morales―, necesitamos pruebas.

      En ese instante, un agente uniformado abrió la puerta de la sala.

      ―Buenas tardes ―saludó―. Sandra Laguna y Asier Iriondo están subiendo.

      Los dos cabos se miraron; luego, Irene Morales se dirigió hacia Joan Sabater y Eudald Gutiérrez.

      ―¿Os encargáis vosotros?

      Los agentes contestaron afirmativamente y salieron de la sala.

      Con la rueda de reconocimiento preparada, Asier Iriondo miró detenidamente a los cinco individuos, que se mostraban de pie a través del cristal; Cedrik Weinman era el número dos. Eudald Gutiérrez estaba a la izquierda del testigo, aguardando una respuesta. Al otro lado había un abogado de oficio, asistiendo al sospechoso.

      Sandra Laguna esperaba en otra sala, para cuando le llegase su turno.

      ―No ―respondió finalmente Asier Iriondo―. No es ninguno de ellos.

      ―Vuelva a mirar, por favor ―dijo el agente Gutiérrez.

      El hombre negó con la cabeza.

      ―Ya se lo he dicho ―repuso―. No puedo hacerlo. No logro visualizar la cara de esos tipos. Pasó todo muy deprisa.

      ―¿Alguien se ha puesto en contacto con usted?

      Asier Iriondo lo fulminó con la mirada.

      El abogado cambió el semblante ante la pregunta del agente Gutiérrez.

      ―¿Cómo se atreve? ―preguntó Asier Iriondo.

      ―No se ofenda ―contestó Eudald―. Tenía que preguntárselo.

      ―¿Está insinuando que mi cliente ha amenazado a sus testigos? ―preguntó el abogado.

      ―Yo no insinúo nada.

      La tensión era palpable en el ambiente.

      ―Creo que ya he terminado ―dijo Asier Iriondo―. Es el turno de mi mujer.

      ―Sí, claro ―dijo Eudald Gutiérrez―. Acompáñeme.

      A continuación, llevó a Asier Iriondo hasta la sala de espera, donde aguardaba Sandra Laguna. Ella se levantó de su asiento, le cogió de la mano y se marchó, esta vez con Joan Sabater.

      Sin embargo, ella dijo lo mismo.

      El Grupo de Homicidios tenía la sensación de que el matrimonio había sido amenazado para que no delatara a Cedrik Weinman. Eso, indudablemente, planteaba una serie de interrogantes: ¿Cómo demonios se habían enterado de la existencia de los dos testigos? ¿Había un agente corrupto que les pasaba información? Y si fuera así, ¿de qué departamento? Las opciones eran muchas, muy diversas y no dejaba en buen lugar al Cuerpo.

      ―¿Vamos a tener que soltarlo? ―preguntó Aina Fernández.

      Lluís Alberti contestó.

      ―Si mañana no encontramos ninguna prueba que lo sitúe en la escena del crimen, me temo que sí.

      El lunes, a las nueve de la mañana, Cedrik Weinman fue puesto en libertad. El sargento Ruiz, junto a los cabos Irene Morales y Lluís Alberti, quisieron estar presentes en ese desagradable momento.

      Mientras recogía sus pertenencias, Cedrik Weinman no dejaba de sonreír y de echar miradas furtivas a los tres mossos, que lo observaban de pie y en silencio.

      ―Ya se lo dije, señores, todo ha sido un malentendido ―dijo Cedrik Weinman al cabo de un momento, mirándolos con desdén. A continuación, abrió la bolsa y comprobó que no faltase nada; luego volvió a mirarlos―. Ah, por cierto, gracias por haber cuidado de mi dinero. Sin duda, no podría haber estado en un lugar más seguro.

      ―Desgraciado ―susurró Lluís Alberti.

      El sargento Aitor Ruiz le hizo un gesto con la mano a su compañero, puesto que no quería que se armase jaleo.

      ―Ya puede irse, señor Weinman ―dijo muy serio―. Aquí no se le ha perdido nada.

      ―Por supuesto que me voy, sargento Ruiz ―contestó desafiante.

      “¿Cómo sabe mi nombre?” , pensó el sargento, desconcertado.

      Cedrik Weinman se colgó la bolsa sobre el hombro, se dio la vuelta y caminó deprisa hacia la puerta de salida.

      El sargento Ruiz se volvió rápidamente hacia sus compañeros y les dijo:

      ―Que Fernández y Sabater lo sigan: quiero saber dónde va ahora. ―Ellos asintieron―. Yo iré a hablar con la subinspectora Pacheco.

      El teléfono móvil de Cedrik Weinman sonó en cuanto pisó la calle. Respondió con una voz lenta y pausada y una voz de hombre dijo:

      ―¿Algo de lo que tengamos que preocuparnos?

      ―No ―contestó él―. Die katalanische Polizei weiß nichts. (La policía catalana no sabe


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