La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez
pudiéramos detenerlo hoy mismo.
―Es posible que esté muy lejos de aquí.
Después de aquel comentario, Aitor Ruiz e Irene Morales no volvieron a hablar durante el resto del camino.
Saint-Cyprien estaba situado en los Pirineos Orientales, a pocos kilómetros de Perpiñán, y disfrutaba de una extensa y bonita playa de arena fina. Sus casas, en su mayoría viviendas unifamiliares y villas de ensueño, se mezclaban con la llanura verde que rodeaba toda su extensión. En el lado este, el agua que se extendía desde el puerto hasta la zona sur de la localidad tenía una curiosa forma, que, desde el cielo, recordaba a un fusil de asalto.
Xavi García y Ánder Bas se hospedaron en un hotel cercano al puerto, donde se veían los barcos que estaban atracados. Escogieron habitaciones separadas, por supuesto; de lo contrario, habrían acabado liándose a puñetazos. El hotel estaba casi al completo de su ocupación y, teniendo en cuenta que era el mes de agosto, resultaba muy difícil poder reservar sin que te pusieran problemas. Hecho que sorprendió a Xavi esa misma noche, cuando llegaron a la recepción y el chico que los atendió les confirmó que dos familias acababan de abandonar el hotel.
Xavi salió de la habitación a las diez menos cuarto de la mañana. Supuestamente, él y Ánder Bas habían quedado en verse a las diez en punto, delante de la puerta del hotel.
En cuanto salió de allí, vio a Ánder Bas manteniendo una conversación con una chica muy guapa. Parecía hablar con demasiada confianza y ella no paraba de reírse.
Aquello le pareció extraño. Pero decidió que no se metería en sus asuntos.
Aguardó de pie y, poco después, la chica se alejó. Entonces, se reunió con Ánder Bas y, tras un frío saludo, entraron en el bar restaurante que había al lado. El aire acondicionado estaba puesto y se agradecía, debido a las altas temperaturas que ofrecía ese día. Xavi prefirió quedarse dentro, y Ánder Bas no puso impedimentos, así que tomaron asiento en una mesa situada en un extremo de la sala, alejada de las otras.
Desayunaron como unos campeones: unas galettes rellenas de pollo y queso ―la masa está elaborada con harina de trigo sarraceno y se diferencia de la crêpe porque ésta contiene harina de trigo normal― y luego comenzaron a hablar.
―He quedado con el tipo a la una del mediodía ―dijo Xavi―. Se llama Antoine Belmont y vive muy cerca de aquí. En principio, no sabe que vengo acompañado.
―¿Y qué importa eso?
―Creo que mucho. He venido hasta aquí para convencerlo de que pague lo que debe. Seguro que no le hará mucha gracia que dos “matones” entren en su casa.
―No te sigo.
―Te conozco. Será más conveniente para todos que hable yo con él.
Ánder Bas lo contempló pensativo.
―¿Y si se niega a colaborar?
―Entonces, ya veremos. Tendré que arriesgarme. Pero tú estate tranquilo.
Ánder Bas se recostó en la silla. Aborrecía tener que recibir órdenes de alguien que, no hacía tanto, trabajaba para él. En ese preciso momento, no tenía claro cómo se comportaría desempeñando su “nuevo rol”.
A las doce y cuarto del mediodía, la jueza Saavedra, titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 6 de Gavá, decretó el ingreso en prisión provisional y sin fianza de Barack Alabi. El detenido, que se había negado a declarar ante la cabo Irene Morales, hizo lo propio con la jueza, y en los cinco minutos que duró su comparecencia, se limitó a decir que no conocía de nada al comercial Ismael Muñoz y negó cualquier relación en el asesinato de John Everton. Respecto a las acusaciones de secuestro, tortura e intento de asesinato contra su expareja, la jueza lo tuvo todavía más claro ―había sido pillado in fraganti en su casa, con un cinturón en la mano, mientras se dirigía a la habitación donde la tenía retenida― y, dada su extrema peligrosidad, no podía dejar que siguiera pisando las calles.
En el registro efectuado a la vivienda de Barack Alabi el día anterior, los investigadores encontraron dinero en efectivo, armas blancas, un kilo de hachís y un portátil. Cristian Cardona se encargó de revisar el ordenador a conciencia. Pero no halló nada que lo relacionara con Óliver Segarra. No obstante, dado lo obstinado que podía llegar a ser en ocasiones, siguió a lo suyo y encontró un archivo en oculto dentro de una carpeta. Cuando lo abrió, se abrió un documento del Bloc de notas, donde aparecía únicamente un nombre que se repetía una decena de veces: Xavi García. Justo al lado, cantidades de dinero comprendidas entre los mil quinientos y los diez mil euros.
A la una menos veinte, Xavi García y Ánder Bas cruzaron la Avenida Armand Lanoux y se internaron en la parte sur de Saint-Cyprien. En cuanto Xavi dio la señal, Ánder Bas salió de la carretera y estacionó el vehículo.
La casa estaba delante de ellos. Tenía el cartel de SE VENDE enganchado en el muro con vegetación que daba acceso a la entrada de la vivienda.
Ánder Bas hizo ademán de bajarse, pero Xavi le pidió que no tuviera tanta prisa.
―Me estoy agobiando en el coche.
―Todavía quedan unos minutos.
―Xavi…
―Deja el aire acondicionado, si quieres.
―¿Estás nervioso?
Xavi respiró hondo antes de responder.
―No es fácil acostumbrarte a esto.
Se quedaron en silencio y, cuando llegó el momento, se apearon del coche y caminaron hacia la casa.
Antes de llamar al timbre de la puerta, Xavi miró a ambos lados de la calle arbolada. Daba la sensación de que estaba desierta. Inquieto, decidió terminar el trabajo inmediatamente. Así que presionó el timbre.
Un hombre vestido con pantalón corto y tirantes blancos abrió la puerta. Tendría unos cincuenta años y no llegaría al metro setenta de estatura, pero tenía la complexión fuerte e imponía respeto.
―¿Antoine Belmont? ―dijo Xavi.
Él los miró y luego dejó que entraran en la casa. El recibidor estaba lleno de cajas y en el salón, por extraño que pareciera, no tenía una sola fotografía. Las estanterías estaban vacías.
―¿Se va a alguna parte? ―preguntó Xavi.
―No tengo más remedio ―contestó en castellano con acento francés―. Marek Sokolof me ha estado robando dos mil euros durante todos los meses. ¿Y sabes qué? No soy rico. Mi negocio no da para tanto. Tengo que pagar a mis trabajadores y después hacer cuentas para que me salga rentable.
―Señor Belmont…
―Ese dinero me pertenece ―le cortó―, y como le dije a él, me niego en redondo a seguir pagándole.
―Usted sabe que no puedo irme de aquí de vacío.
Él asintió.
―Me hago cargo, y por eso no estoy solo en esto.
Xavi y Ánder Bas se miraron extrañados.
De repente, aparecieron cuatro hombres del interior, armados con escopetas, apuntándoles a la cabeza.
―¡Joder! ―dijo Xavi al mismo tiempo que levantaba las manos―. Esto no es necesario.
Ánder Bas también levantó las manos, sorprendido.
El hombre se dio la vuelta, abrió la puerta de madera de un armario empotrado en la pared y sacó un bate de béisbol. Acto seguido, se colocó frente a Xavi y, sin mediar palabra, lo golpeó en la barriga. Xavi cayó al suelo y se retorció de dolor.
Ánder Bas quiso intervenir.
―¡Quieto! ―le ordenó el hombre.
Ánder Bas tragó saliva y no se movió.
El