La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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tardes ―saludó.

      Los dos mostraron sus identificaciones. El abogado se mantuvo al margen, pero con el oído en “modo escucha”.

      ―Sargento Ruiz y ella es la cabo Morales. ¿Cómo está?

      ―Se encuentra un poco mejor, pero ahora no pueden pasar a verlo ―dijo la doctora―. Estamos haciéndole varias pruebas. Debido a su estado, creemos conveniente que esté en observación y pase la noche hospitalizado.

      ―¿Quiere decir qué es necesario?

      Ella asintió con gesto airado.

      ―Lo que no entiendo es por qué no han traído antes a este hombre. Le hemos hecho la prueba de alcoholemia y mostraba una tasa de más de 2 gramos por litro de sangre. También hemos encontrado cocaína en su organismo, pero en mucha menor medida.

      ―Lo hemos traído cuando hemos podido ―repuso.

      Ella hizo una mueca.

      ―Ya… Una pregunta, sargento, ¿sería posible dejarle las manos libres? Solo será un momento.

      A Aitor Ruiz le cambió la expresión de su rostro.

      ―Haga lo que tenga que hacer, doctora ―dijo―. Pero está detenido y no vamos a quitarle las esposas.

      Ella asintió pensativa, luego, se despidió y se alejó rápidamente.

      El abogado caminó unos pocos pasos, se colocó al lado del sargento Ruiz y dijo:

      ―Yo también me voy, señores. Espero que las pruebas salgan bien y no tenga que denunciar a su comisaría. Será bueno para todos.

      Aitor Ruiz estuvo a punto de perder los papeles, pero el abogado fue hábil y se fue de allí enseguida, dejándolo con la palabra en la boca.

      Esa tarde noche, Xavi García estuvo hablando largo y tendido con Raquel, su pareja y madre de su hija, sobre el viaje en coche a Francia. Ella no estaba de acuerdo con que pasara otra noche fuera. Era la novena o la décima vez que las dejaba solas, ya había perdido la cuenta.

      Xavi intentó persuadirla, diciéndole que saldrían de allí temprano, en cuanto terminasen de comer, pero ella se sentía ninguneada y desprotegida.

      Durante los últimos meses, Xavi había pasado más tiempo fuera que dentro de casa. Era como si no tuviese tiempo para ellas; al menos, Raquel tenía esa amarga sensación. Necesitaba a un padre entregado, no a alguien que estuviese más preocupado de sus negocios que de su propia familia.

      Además, aquello de que iban a estar más tranquilos, a raíz de la detención de Jósef, había quedado en agua de borrajas. Si quería ir a comprar al supermercado y él no estaba ―como pasaba la mayoría de las veces―, debía de ir acompañada de un guardaespaldas; si quería dar un paseo por el parque con su hijita, el dichoso guardaespaldas tenía que permanecer detrás de ella; si quería quedar con alguna amiga fuera de casa, como, por ejemplo, en una cafetería o en un centro comercial, pasaba tres cuartas partes de lo mismo.

      Francamente, Raquel sentía que estaba perdiendo intimidad. De modo que eso también fue un motivo de disputa.

      Xavi respiró mientras contaba hasta diez. No quería elevar el tono de voz, ya que la pequeña Nora estaba durmiendo. Lo único que pudo hacer fue mostrarse empático y comprensivo.

      Ella, aún enfadada, terminó cediendo al cabo de un rato, pero se lo advirtió:

      ―Móntatelo como quieras, pero, la próxima vez, el viaje lo hará otro. Tienes una hija que te necesita; yo te necesito. Y no puedes irte a Francia cada vez que el loco de tu jefe te lo pida. Ese trabajo no es para ti.

      Xavi estaba algo dudoso.

      ―Tienes toda la razón ―dijo―. En realidad, yo no tendría que hacerlo. Pero, de momento, no hay otra persona disponible; y no la hay porque Marek no se fía de nadie.

      ―Solo de ti…

      ―Eso parece. Pero ya es hora de que se espabile sin mí. ―Xavi encendió el móvil y vio que eran las diez y veinte―. El conductor estará a punto de llegar, si no lo ha hecho ya. ―Tomó aire―. He de irme, pero te prometo que no volveré a marcharme.

      Raquel acercó sus labios a los de él y se dieron un beso. Acto seguido, Xavi cogió la bolsa de cuero que estaba colgada sobre el respaldo de una de las sillas y se la echó al hombro. Antes de salir por la puerta, observó a su hija detenidamente y la besó en la frente.

      Cuando llegó abajo, vio un vehículo estacionado delante de su casa, que le sonaba una barbaridad. Era un Opel Vectra de color verde, tuneado de arriba abajo. Sin lugar a duda, sería muy difícil pasar desapercibido.

      Suspiró para sus adentros.

      Sin embargo, la cosa no había acabado. Cuando se percató de quien lo conducía, lo único que salió por su boca fue un débil susurro:

      ―¿Tú?

      Xavi García cruzó corriendo la calle y se detuvo delante del vehículo.

      ―¿Puedes explicarme qué estás haciendo tú aquí? ―le dijo con brusquedad.

      El conductor era ni más ni menos que Ánder Bas. El mismo tipo que había atentado contra la vida de Artur unos meses atrás.

      Parecía mentira.

      Hubo una época en que trabajaron juntos, pero ahora no podían ni verse.

      ―Créeme, a mí me gusta menos que a ti ―repuso―. Solo estoy cumpliendo órdenes.

      Xavi lo observó un instante.

      ―¿Órdenes de Marek? ―preguntó.

      ―¿Quién si no?

      Xavi se mostró indeciso. No entendía qué estaba pasando.

      ―¿Vas a subir o no? ―preguntó Ánder Bas.

      Él asintió sin decir nada, rodeó el coche, se metió dentro y cerró la puerta dando un portazo. Entonces se produjo un silencio tenso.

      Ánder Bas encendió el motor y miró a Xavi.

      ―Cada uno sabe lo que tiene que hacer ―dijo―, así que será mejor que aparquemos nuestras diferencias.

      Xavi suspiró y le devolvió la mirada.

      ―Podías haber elegido un coche más discreto.

      ―¿Por qué lo dices?

      ―Porque vamos a un pueblo, y allí se conocen todos. Este coche lo único que puede hacer es traernos problemas.

      ―Entonces, ¿qué propones?

      Xavi meneó la cabeza.

      ―Nada. Es demasiado tarde para improvisar.

      Ánder Bas volvió a mirar hacia la carretera, puso la primera y aceleró. Tenían un largo camino por delante.

      Por la mañana, el sargento Ruiz y la cabo Morales trasladaron a Barack Alabi de vuelta a la comisaría. Las últimas pruebas habían salido bien y no había ningún pretexto para que siguiera hospitalizado, así que la doctora firmó el alta y lo dejó marchar. Mientras recorrían la carretera, Aitor Ruiz recibió un mensaje del agente Cristian Cardona, que decía que acababan de recibir nueva información sobre la identidad del tipo que había realizado el ingreso para alquilar el todoterreno.

      El sargento Ruiz se alegró. La información venía con retraso, por culpa de la inexistente eficiencia del banco en cuestión, cosa que, por otro lado, no acababa de entender. Aun así, era bienvenida.

      Se volvió hacia atrás para mirar al detenido, parecía absorto en la carretera, y luego miró a Irene Morales, que conducía el vehículo.

      ―Los chicos saben quién alquiló el Volvo ―le informó con voz contenida.

      Ella


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